¿CUÁL
ES LA FUNCIÓN DE LA FORMACIÓN PROFESIONAL UNIVERSITARIA?
Por
Jorge Rendón Vásquez
En su película Don
Quijote, Orson Welles le hace exclamar a su héroe: “Ladran Sancho, señal de
que cabalgamos”, expresión que no aparece en la genial obra de Cervantes, y
cuyo origen esta aún por determinarse. Goethe dice algo parecido en un poema.
Como quiera que sea, la frase ha alcanzado los fastos de la popularidad.
Me la ha recordado la andanada de comunicados que
las autoridades de unas cincuenta universidades públicas y privadas han hecho
publicar en las dos últimas semanas, contraatacando en concierto los proyectos
de una nueva ley universitaria. Su tenor es la defensa de una autonomía
irrestricta y un estridente silencio sobre la crisis de la formación profesional
superior de la cual son, en buena parte, responsables. Ergo, las cosas para ellos deben continuar como están.
En la década del cincuenta, algunos economistas, (entre
otros, William Arthur Lewis: Teoría del
desarrollo económico) subrayaron la importancia de la educación, incluida
la superior, como la gran palanca del desarrollo, capaz de sobreponerse a la
resistencia al cambio, como maldita herencia del feudalismo.
Los ejemplos estaban a la vista. Los países
europeos devastados por la guerra, y en particular Alemania Federal, resurgían
de sus cenizas, como el ave Fénix, no sólo por obra de los capitales que
llegaban desde Estados Unidos, como máquinas, materias primas, patentes y
alimentos, en alas del Plan Marshall, sino, sobre todo, por su fuerza de trabajo
calificada en todos los niveles para hacer andar de nuevo el aparato productivo.
En unos cinco años, sus ciudades se habían reconstruido y empezaron un ciclo de
crecimiento que pronto les aportó la modernidad y una capacidad de compra a
raudales.
Es ya un lugar común en la teoría del desarrollo
económico que el capital, como una entidad solitaria, es inútil para el
progreso. En cambio, si los países disponen de la fuerza de trabajo eficientemente
formada, el capital acude casi siempre.
Desde la Revolución Meiji de 1850, el Estado
japonés envió a decenas de miles de jóvenes a estudiar en las universidades
europeas y norteamericanas. Fue su pasaporte para salir del feudalismo y crear
una sociedad industrial moderna. A comienzos del siglo XX, Japón se había
convertido en una potencia mundial.
China está haciendo otro tanto. En las
universidades norteamericanas y europeas hay miles de estudiantes de este país,
y todos retornan. Los acogen instalándolos en los cargos empresariales
aparentes para los altos niveles alcanzados por ellos.
Un día de fines de la década del ochenta del siglo
pasado, cuando visitaba el pabellón residencial del Brasil en la Ciudad
Universitaria de París —una explosión de color y osadas líneas en los austeros
jardines, debida a Oscar Niemeyer— mis amigos brasileños, profesores
universitarios, me contaron que, aparte
de su sueldo, el Estado brasileño les pagaba una beca equivalente a unos mil
doscientos dólares, en ese momento, durante cuatro años para hacer el
doctorado. En casi todos los países europeos y en Norteamericana había cientos
de becarios universitarios brasileños. Brasil había entendido que sin esos
profesores, formados con las exigencias de sus países anfitriones, su
desarrollo económico tardaría en llegar.
Los rectores de las universidades peruanas ¿podrían
afirmar que un tractor, un avión, un laboratorio en cualquiera de nuestras
regiones naturales servirían de algo si no hubiera técnicos que los hicieran
funcionar?
El debate sobre la formación profesional universitaria
en el Perú debería gravitar en torno a nuestra necesidad y posibilidad de
encumbrarnos hacia el progreso material e intelectual de todos, y no sólo de
los que nacieron con corona.
A los rectores y los docentes que los aúpan parece
interesarles únicamente la conservación de sus prebendas, ganancias y aldeano
poder. A los grupos empresariales les basta con los profesionales y técnicos egresados
de las universidades privadas impulsadas por ellos, donde el examen de ingreso
no es de conocimientos, sino de presencia. A los políticos sólo les interesa la
resonancia que un tema, como un viejo cántaro de hojalata, pueda tener en una
diminuta opinión pública, desde la que se irradia a las bandas más anchas de la
población, como una suerte de palabra divina.
En suma, así las cosas, estamos condenados a no
salir jamás de la ecuación: país subdesarrollado económica y culturalmente
igual universidad subdesarrollada; y a la inversa, en un círculo vicioso que,
como un tirabuzón, va hacia abajo.
Muchos profesionales egresados de la universidad
peruana, serios y con visión, salen al extranjero en pos de doctorados, gracias
a la generosidad de una beca o a su audacia, para encontrarse con que, aparte
del idioma si no van a países de habla castellana, les es imprescindible
nivelarse con los estudiantes locales, rompiéndose el alma unos dos o tres años
antes de emprender la redacción de la tesis. Muchos de esos nuevos doctores han
preferido quedarse en el extranjero ante la perspectiva de encontrar en el Perú
las puertas cerradas: de las empresas, si no son blancos o blancoides; de la
administración pública, si no se inscriben en el partido político a cargo de
las entidades públicas; y de las universidades, cuyos docentes, simples
licenciados o “doctorcitos bamba”, los rechazan como una temible fuerza
competidora.
En la Comisión de Educación del Congreso de la
República hay varios proyectos de Ley Universitaria, tres integrales que dan la
impresión de haber sido encargados a consultoras. Coinciden en la creación de
una entidad suprauniversitaria para autorizar la apertura y el cierre de
universidades. En un proyecto, los miembros de esa entidad deberían ser
nombrados por el Congreso de la República, con una mayoría de dos tercios, lo
que implicaría una politización del control universitario y, de hecho, la
imposibilidad de su nombramiento. En otro proyecto, a ese órgano se le denomina
Superintendencia de Universidades, y lo compondrían cuatro representantes de
las ocho universidades públicas más antiguas, cuatro de las ocho privadas más
antiguas, dos de los colegios profesionales y uno del Poder Ejecutivo. En otro,
además de estos representantes, se incluye a uno de la CONFIEP y a otro de la
CGTP. Las universidades serían declaradas en reorganización. Por lo tanto, la
suerte de la universidad peruana se juega en el Congreso donde, si no hay un
acuerdo sobre lo básico y común a todos, es posible que no haya ninguna reforma.
La vigente Ley 23733 no está tan mal del todo.
Aparte de la necesidad de encargar a un ente autónomo, constituido por las
instancias interesadas, la creación, supresión y control, no sólo de las universidades,
sino también de las carreras y los programas básicos de estudios, de manera de
acabar con la anarquía y las deficiencias en la formación universitaria, no hay
necesidad de cambiar integralmente el sistema, ya estabilizado en décadas de
funcionamiento. ¿Por qué no avanzar a pasos, con una metodología cartesiana? Es
más prudente cambiar sucesivamente los aspectos que requieran una reforma,
siguiendo el procedimiento de la modificación de los códigos, a los que, tras
varias reformas, se les ordena en un texto único.
Las exorbitantes pretensiones de cambiar todo, para
pasar los contrabandos de la privatización y el control político de las
universidades, no han desencadenado sólo un debate necesario; han despertado a
un apático y desfasado león, cuya causa podría ser asumida pronto por las
mayorías sociales.
(17/6/2013)
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