domingo, 23 de diciembre de 2018

Los derechos sociales son irrenunciables e indisponibles-Dr. Jorge Rendón Vásquez





Los derechos sociales son irrenunciables e indisponibles
Por Jorge Rendón Vásquez
Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Desde la más remota antigüedad los derechos fundamentales han sido el resultado de las luchas sociales: las Tablas de la Ley de Moisés, el Código de Hamurabi, la Ley de las Doce Tablas, y así de seguido, hasta ahora.
La última gran revolución que aportó dos de los derechos más importantes de la sociedad contemporánea fue la Francesa de 1789. Esos derechos son: la libertad y la propiedad privada.
Desde entonces, la lucha social de los trabajadores y de los ideólogos que entregaron su pensamiento y su vida para defenderlos ha hecho aparecer un nuevo haz de derechos denominados sociales, a expensas de una reducción del absolutismo de la propiedad privada y de la libertad de contratación de la sociedad capitalista; nuevos derechos cuyo carácter fundamental es su posibilidad de ampliación o mejora, variación in mellius y nunca in pejus, como dice la doctrina laboralista. En otros términos, la libertad, la propiedad y el conjunto de derechos sociales forman un trípode sobre el que reposa la coexistencia social en la sociedad capitalista, formalizada como un pacto, cuyo reconocimiento internacional expresa la Declaración Universal de Derechos Humanos que nos rige.
Sin embargo, para los jerarcas del capitalismo, el derecho de propiedad, que para ellos es básicamente la propiedad de los medios de producción (empresas, máquinas, insumos, locales, etc.), tendría un valor mayor que los derechos sociales, que son esencialmente las condiciones en que los seres humanos suministran su trabajo para la producción de los bienes y servicios.
¿Tienen algún fundamento para justificar esta pretensión?
Ninguno.
Para empezar, si el trabajo fuera de menor valor que la propiedad, los medios de producción podrían funcionar solos o, a lo más, movidos por los dueños del capital.
Pero, además, los derechos sociales —laborales, de Seguridad Social y otros— son ya derechos patrimoniales adquiridos que, como cualquier otra propiedad, forman parte del activo de los trabajadores. Cuando estos ponen su fuerza de trabajo al servicio de un empresario, del Estado o de cualquier otra persona, el costo de esta capacidad laboral se integra por los derechos sociales, por encima de los cuales cabe la negociación para fijar niveles de cambio más altos.
El carácter patrimonial de los derechos sociales, en la sociedad dominada por el imperio de la propiedad, surge de su finalidad inmanente a los seres humanos, consistente en permitirles vivir con los ingresos aportados por su fuerza de trabajo, sin aniquilarse y con una magnitud tal que les brinde el acceso a los bienes y servicios ofrecidos por el progreso de la sociedad, y no vivir in perpetûum como animales pensantes condenados a la explotación. En otros términos, el capitalismo ha sido intervenido por la sociedad y su organización, el Estado, para liberar a los trabajadores de la esclavitud asalariada, entre otros aspectos.
Esa es la razón de que los derechos sociales reconocidos por la Constitución y la ley sean irrenunciables (Const., art. 26º-2), para evitar que, por la necesidad, la ignorancia, la amenaza o la violencia sus titulares puedan ser privados de ellos, incluso por un precio. Y si son irrenunciables para ellos, no es posible que sean disponibles por otros: capitalistas, funcionarios del Estado, legisladores, jueces, dirigentes sindicales y cualesquiera otros. La indisponibilidad significa, en este caso, la imposibilidad social y jurídica de suprimir o reducir esos derechos, ya que hacerlo sería confiscarlos sin pago, total o parcialmente. La única manera de variarlos es mejorándolos, por efecto del progreso material y social y del reconocimiento del trabajo como la fuente fundamental de la riqueza, como decía la Constitución de 1979 (art. 42º). A pesar de sus limitados alcances en este tema, la actual Constitución fija un objetivo claro sobre él: “El Estado promueve condiciones para el progreso social y económico” (art. 23º); “El trabajador tiene derecho a una remuneración equitativa y suficiente, que le procure, para él y su familia, el bienestar material y espiritual.” (art. 24º).
Correlativamente, la Constitución no autoriza a los poderes del Estado ni a nadie a reducir los derechos sociales.
Todo esto viene a cuento porque en CADE 2018 —ese aquelarre de empresarios— sus mentores pidieron una reducción de ciertos derechos laborales relativos a la duración del trabajo y a ciertos descansos, a la estabilidad laboral y a otros aspectos con el pretexto de mejorar la competitividad de las empresas. Y a esos despropósitos se aunaron el Primer Ministro y el propio Presidente de la República, con una resonancia inmediata en ciertos diarios y revistas, como si de un libreto se tratara. (UNO de ellos dijo: “Un trabajador debidamente remunerado y bien preparado para el puesto que ocupa no necesita leyes rígidas de estabilidad laboral”, Editorial, 3/12/2018).
Veamos:
Si el tema es la competitividad no es posible ignorar que ella tiene por base una educación general esmerada, una formación profesional adecuada y medios de producción aparentes, sin afectar los derechos sociales que son indisponibles y, más aún, cuando su equivalente monetario conjunto se encuentra entre los más bajos de América Latina.
Con igual desparpajo se podría tocar la propiedad para que contribuya a la competitividad. Nada obstaría entonces para que en un cónclave de dirigentes sindicales —para el caso de que estos entendiesen que deben juntarse como lo hacen los empresarios— se propusiera mejorar la competitividad, disminuyendo el precio de las mercancías con una reducción de las utilidades o, asimismo, con una renuncia a amortizar una parte del capital o sacrificando algunas de sus propiedades inmobiliarias. Y esto sí encajaría en la Constitución: El derecho de propiedad “se ejerce en armonía con el bien común y dentro de los límites de la ley” (art. 70º).
Para los empresarios, si no les bastara utilizar sólo a sus políticos de alquiler, lo ideal sería atraer a los dirigentes de las centrales sindicales a un medio de negociación creado para discutir la reducción de los derechos sociales —y no para mejorarlos—, como el Consejo Nacional del Trabajo, y establecer el precedente de que esos derechos son discutibles. Hace algunos años casi los atrapan con el proyecto de una Ley General del Trabajo, que convalidaba la legislación flexibilizadora de la década de Fujimori, hasta que la reacción de innumerables bases y mis artículos teóricos enviaron ese proyecto a las calendas griegas. 
En 1982 sucedió algo parecido: el ministro de Trabajo Grados Bertorini quiso convertir la comisión de revisión de los abusivos e inconstitucionales despidos practicados por los empresarios, con la autorización del gobierno de Morales Bermúdez a raíz de la gran huelga del 19 de julio de 1977, en un foro de concertación para tentar la reducción de los derechos sociales. Los dirigentes de la CGTP la abandonaron y esa tentativa fue archivada.

lunes, 17 de diciembre de 2018

EL ADULTO MAYOR Y LAS PRESTACIONES DE SALUD DE LA SEGURIDAD SOCIAL- Dr. JORGE RENDÓN VÁSQUEZ



EL ADULTO MAYOR Y LAS PRESTACIONES DE SALUD DE LA SEGURIDAD SOCIAL
Dr. JORGE RENDÓN VÁSQUEZ
Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos


Los grupos denominados “edades”
En atención a su edad, la población de cada país ha sido dividida por los demógrafos en tres grandes grupos:

La primera edad, que va desde el nacimiento hasta los 18 años, momento en el que sus integrantes, a cargo por lo general de sus padres, concluyen la educación secundaria y están aptos para incorporarse al trabajo;

La segunda edad, conformada por personas que van desde los 18 años hasta los 60 o 65, y viven o pueden vivir de su trabajo; y

La tercera edad, constituida por personas de 60 o 65 años en adelante, quienes, por lo general, cesan de trabajar y requieren ingresos sustitutorios de las remuneraciones que dejan de percibir.

En la década del 80 del siglo pasado se añadió la cuarta edad como un grupo caracterizado por la necesidad de la asistencia de otra u otras personas.[1] Algunos han entendido que, de modo general, se podría incluir en este grupo a las personas mayores de 80 años.

El paso de una edad a otra no es automático. Hay personas de la primera edad que continúan su formación educacional y profesional bajo dependencia familiar o gozando de otras ayudas más allá de los 18 años. De manera semejante, hay personas de la segunda edad que continúan en el trabajo luego de alcanzar los 60 o 65 años.

A los efectos de la protección social, el paso a la tercera edad tiene dos connotaciones: por un lado, es una condición legal para la percepción de una pensión de vejez, admitiendo que existe este derecho humano; y, por otro, es un hecho subjetivo, dependiente de la posibilidad y la voluntad del sujeto de retirarse de la vida activa. Si bien la jubilación no es obligatoria a los 65 años en los sistemas pensionarios del Perú, sí lo es la cesación en el trabajo a los 70 años en la actividad privada, salvo pacto en contrario, a los 70 años en la administración pública y a los 75 años en la docencia universitaria. Luego, la carga de los años se deja sentir y la persona tiene que apartarse del trabajo, si aún ha persistido en mantenerse en una actividad laboral, e incluso abandonar ciertas tareas en el hogar.

Motivación del surgimiento de los seguros sociales

Cuando aparecieron los seguros sociales en Alemania, en la década del ochenta del siglo XIX —seguro de enfermedad en 1883 sólo para los obreros industriales cuyos salarios no excedían de cierto límite; seguro de accidentes de trabajo en 1884; y seguro de invalidez y vejez en 1889—, si bien se trataba de satisfacer con ellos una reivindicación de las organizaciones de trabajadores para atenuar las pésimas condiciones de trabajo y de vida de los obreros, el interés de los patrones, que representaba y defendía el canciller Bismarck y los partidos de la burguesía que lo secundaban, era más pragmático: entendían que la protección de los obreros en el trabajo les era necesaria, en primer lugar, para mantenerlos como una fuerza productiva, evitando las interrupciones debidas a los accidentes y las enfermedades, cuya superación debían atender los mismos obreros con sus ínfimos recursos y, en segundo lugar, para calmar la agitación social y tratar de apartar a los obreros de las ideas socialistas que entonces se difundían en Europa.

Este modelo de protección, denominado bismarckiano, cuyo centro de incidencia eran las personas bajo dependencia laboral o con contratos de trabajo, se generalizó en la mayor parte de países gracias al impulso o la conformidad de las corporaciones empresariales y los partidos y movimientos políticos que las representaban. Aunque el seguro de invalidez y vejez tenía como beneficiarios a las personas retiradas del trabajo, su finalidad era para los empresarios estimular la contratación de jóvenes, mostrar que los obreros incapacitados podían disponer de un ingreso y crear en los obreros la convicción de que al llegar a la edad del retiro podrían contar con una pensión sustitutoria de sus salarios. Además, el financiamiento de este sistema por cotizaciones tripartitas (empresario, trabajador y Estado), salvo el seguro de accidentes de trabajo que debían financiarlo los empresarios, les resultaba sumamente conveniente a estos, porque salía de los propios trabajadores, del mayor precio cargado a las mercancías y del impuesto.

En 1942, en Gran Bretaña, Lord Beveridge propugnó un nuevo esquema de protección social cuyo centro de atención eran las personas como tales, con lo cual se apartó de la protección sólo laboral. Su base debía ser el Servicio Nacional de Salud, su financiamiento recaer sobre el impuesto y la organización integral de los distintos seguros sociales dar lugar a la seguridad social a cargo del Estado. La aceptación de este plan de la mayor parte de la población determinó su conversión en ley.

En Francia, luego de la liberación en 1944, las fuerzas políticas en el gobierno optaron por un sistema que fusionaba la idea de los seguros sociales bismarckianos con el Plan Beveridge. Se conservó los seguros sociales, pero se les reunió en un gran sistema de seguridad social gestionado por representantes de los empresarios y los trabajadores bajo la tutela del Estado y se extendió la cobertura a los trabajadores independientes y la protección de salud a la esposa y los hijos de los asegurados como derechohabientes. Al seguro de salud se lo concibió sólo como un seguro de caja que debía reembolsar el importe de las prestaciones de salud que los asegurados y sus derechohabientes podían recibir a su elección de los centros asistenciales públicos y privados.[2]

La influencia ideológica de los sistemas de Beveridge y francés fue decisiva para la incorporación del derecho de toda persona a la Seguridad Social en la Declaración de Derechos Humanos, aprobada por la asamblea de las Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948. Está contenido en los artículos siguientes:

“Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad.” (Art. 22º).

“Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez y otros de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad.” (Art. 25º).

La Declaración de Derechos Humanos ha pasado a integrar el derecho interno de muchos países,[3] correlativamente con el sistema francés, adoptado parcialmente.

Por lo tanto, las personas de la tercera y la cuarta edad gozan del derecho a la protección impartida por la Seguridad Social.

Sin embargo, en nuestro país y en otros en vías de desarrollo, esta protección no ha sido implementada con la extensión y eficacia previstas en esa Declaración o tiende a desvanecerse.

Han sobrevenido ciertos cambios en la dirección de la protección de la salud y en el comportamiento del Estado con esta.

Dirección de la protección de la salud

El seguro social de salud ha continuado teniendo como base a las personas que trabajan. Del producto del trabajo de estas sale la mayor parte de recursos que financian este seguro (en el Perú 9% calculado sobre las remuneraciones a cargo de los empresarios, recursos a los que se agregan los aportados por los jubilados, 4% descontado de sus pensiones; este porcentaje es menor por cuanto los jubilados no perciben los subsidios por el tiempo de incapacidad para el trabajo). Su régimen financiero es el de reparto, vale decir que las cotizaciones alimentan un fondo con el cual se cubren las prestaciones que deben ser iguales en calidad para todos los asegurados y derechohabientes, y cuyos principios rectores son la solidaridad generacional por la cual los aportes correspondientes a las personas que trabajan pagan las prestaciones de las que se enferman o accidentan, y la solidaridad intergeneracional por la cual una parte de esos aportes cubre las prestaciones suministradas a las personas que ya abandonaron el trabajo, así como estas, cuando trabajaban, pagaron las de quienes ya se habían jubilado.

No obstante que la finalidad originaria y básica del seguro de salud es proteger a las personas en actividad, la experiencia ha demostrado que ellas sólo consumen algo menos del 20% de las sumas que aportan como cotizaciones, debido a que por su edad son menos vulnerables a las enfermedades y a los accidentes no profesionales. El 80% o más del gasto en prestaciones lo absorben los jubilados, cuya tasa de morbilidad se eleva a medida que su mayor edad los fragiliza y exige cuidados más frecuentes y costosos que, de modo inmediato, son asumidos, por lo general, por su familia.[4]

En el Perú, de los 10’754,665 asegurados y derechohabientes del seguro social de salud, denominado ESSALUD, existentes en 2015, los mayores de 65 años eran 1’024,531 que representaban sólo el 9.52% del total.[5] Este porcentaje se eleva progresivamente, aunque muy poco, por la mayor esperanza de vida de los adultos mayores.

Descontando los ingresos del seguro de accidentes de trabajo y enfermedades profesionales, destinado a cubrir estos riesgos de las personas en el trabajo, la suma de los ingresos del seguro de vejez convertidos en pensiones y del seguro de salud para atender a los jubilados, se tiene que más del 90% de los ingresos de ambos seguros son aplicados a estos (100 + 80 / 2 = 90). En otras palabras, de hecho, la Seguridad Social se orienta a proteger en su mayor parte a las personas de la tercera y la cuarta edad.

Comportamiento del Estado

La gestión de los seguros sociales en el Perú ha sido asumida por el Estado (la Oficina de Normalización Previsional, ONP, dependiente del Ministerio de Economía y Finanzas, administra el Sistema Nacional de Pensiones) o se halla fuertemente influenciada por este cuando ha sido confiada a entidades relativamente autónomas (ESSALUD tiene a su cargo del seguro de salud). Tan decisiva intervención estatal no obedece a la importancia de la atención a los asegurados y sus derechohabientes, que es relegada a un segundo o tercer plano o desestimada, sino a la enorme magnitud de los recursos captados y movilizados para cubrir los gastos. A la dirección del Estado —Poderes Ejecutivo y Legislativo— o, por mejor decirlo, a los grupos que los conforman, los tientan esos recursos, en unos casos para atender los gastos operativos y de inversión del Estado, y, en otros, para desviarlos hacia determinadas empresas o a su patrimonio particular. Desde 1980, se resisten a respetar la intangibilidad de los fondos y reservas, de la Seguridad Social, dispuesta por la Constitución. Pero, además, tampoco acatan su obligación de hacer otorgar las prestaciones de salud y las pensiones con la calidad y la cantidad adecuadas al número de las personas protegidas y con la oportunidad necesaria.

Este desinterés da lugar a la insuficiencia crónica de centros asistenciales y personal médico y auxiliar del seguro de salud, como sucede en los países subdesarrollados. En 2016 ESSALUD tenía 1.3 camas y 1.4 médicos por cada 1,000 asegurados.[6] En los países medianamente desarrollados, por cada 1,000 asegurados, el número de camas no es menor de 4 y el de médicos no menor de 2.4.[7] El resultado de estas carencias es la postergación de los actos médicos, muchas veces sin consideración por el estado crítico de los asegurados, y el deterioro de la calidad de la atención en perjuicio, sobre todo, de las personas de la tercera y la cuarta edad que consumen los servicios médicos del seguro social en un 80%, como ya se ha visto. De manera general es muy difícil, sino imposible, acceder a los servicios hospitalarios centrales, sometiéndose a los turnos establecidos en los policlínicos. Es preciso valerse de algún pariente o amigo vinculado a los consultorios centrales, arreglar el asunto con algún funcionario o introducirse por emergencia cuando el caso es grave. Y la administración del seguro de salud, bajo todos los gobiernos desde 1980, se ha limitado a dejar las cosas como están. En consecuencia, una parte de los adultos mayores es obligada a recurrir a los hospitales del Ministerio de Salud, relativamente gratuitos o de bajo costo; y otra, que puede contar con ciertos recursos o la cooperación de su familia, acude a seguros privados o a la atención por clínicas y consultorios privados.

 Las causas de estas deficiencias son las siguientes:

1) A la clase política, vinculada a las corporaciones patronales o independiente de estas, no le importa de qué y cómo viven las personas de la tercera y la cuarta edad, sus necesidades y angustias. Para ella, estas ya no son parte de la masa laboral productiva, y su voto, optativo para los mayores de 70 años, les es de utilidad marginal o descartable. En los procesos electorales, ninguna formación política ha ofrecido ocuparse de los problemas de los seguros sociales, ni, evidentemente, ha salido de ellas alguna norma legal para resolverlos tras llegar al congreso de la República o acceder al gabinete ministerial o a otros cargos con poder político.

2) El perenne y explicable temor de los ancianos por su vida y por no ser atendidos si protestaran o, por lo menos, si simplemente pidieran la atención en plazos más breves. Su sensación es de una total indefensión y de resignación ante lo que consideran el menosprecio de los operadores del seguro de salud.

3) La falta de asociaciones defensivas de los jubilados; no las tienen y están demasiado fatigados para organizarlas y hacerlas funcionar.

4) La indiferencia de los dirigentes de las centrales sindicales por los problemas de los jubilados. Se hallan aplicados exclusivamente a la defensa de los afiliados de sus organizaciones de base, personas en el trabajo cuyo voto les es necesario para acceder a los puestos de dirección. No les interesa, por lo tanto, la suerte de las personas que han cesado de pertenecer a ellas, y su visión inmediatista les impide advertir que ellos estarán también en algún momento en el grupo de los jubilados.

Correlativamente con el menoscabo de la atención a los jubilados por los servicios del seguro de salud, la política neoliberal de los gobiernos se ha orientado a cubrir la atención de salud de los asegurados en el trabajo por clínicas privadas a las cuales se transfiere una parte del importe de las cotizaciones. Es lo que dispone la Ley 26790, de 1997, que norma las prestaciones del seguro de salud, ESSALUD, por la cual se ha conferido a los empresarios, con el acuerdo de los trabajadores, la facultad de contratar con “entidades prestadoras de salud”, privadas, el otorgamiento de las prestaciones de la “capa simple”, que cubre la mayor parte de enfermedades y accidentes no laborales de los trabajadores en actividad. El empleador financia estos contratos con el 25% del importe de las cotizaciones a ESSALUD por su personal, que es algo más del importe de los gastos en prestaciones de salud que esos trabajadores en actividad generan. Pero, además, si los trabajadores pretenden una atención mejor, deben abonar un copago pactado. Otra modalidad de atención de salud del personal de ciertas empresas e instituciones públicas es la contratación de seguros privados por ellas que, en el caso de las empresas privadas, se cargan al precio de los bienes y servicios que expenden y, en el caso de las instituciones públicas, se financian con recursos presupuestarios. Si el personal ya está asegurado en ESSALUD no se justifica que esté, además, en algún seguro privado, salvo que lo pague particularmente.

La perspectiva en el futuro: ¿se puede tener aún esperanza?

Alejarse de la dramática insuficiencia de los servicios del seguro social de salud en detrimento, sobre todo, de los adultos mayores de nuestro país requeriría de un conjunto de medidas concurrentes que se esbozan a continuación:

1) Será necesaria una ideología de cambio desarrollada por algún grupo social, de preferencia formado en universidades, que examine este tema y otros conexos de nuestra realidad, idee propuestas y las difunda, e impulse la noción de defensa de los derechos humanos para que se cumplan. Sin ella será muy difícil que la situación actual cambie.[8]

2) Hacer obligatoria por ley la publicación mensual de las estadísticas de los seguros sociales y la realización de estudios matemático-actuariales cada cinco años y su publicación. De este modo se podría identificar los reajustes que haya de hacerse en cuanto a los ingresos y a los gastos, y poner de manifiesto las evasiones y moras, el desvío de los recursos y el estado del otorgamiento de las prestaciones.

3) Aumentar la cotización para el seguro de salud al 12% del importe de las remuneraciones y destinar el 3% (12% – 9%) a la construcción de nuevos centros de atención y su equipamiento. La meta debería ser contar con un policlínico con servicios de consulta, análisis, exámenes con radiaciones y cierto número de operaciones quirúrgicas ubicado territorialmente según el número de asegurados y derechohabientes.

4) Viabilizar el libre acceso del asegurado a las prestaciones de salud, reconocido por la Constitución (art. 11º) para atenderse por ESSALUD, o por los establecimientos del Ministerio de Salud, de las municipalidades y de las regiones, y otros privados. En el caso de la atención por establecimientos distintos de los de ESSALUD, este debería pagar directamente la prestación a la entidad que la suministre, según una tarifa equivalente al costo de ella en sus instalaciones. Sería de cargo del asegurado la suma que exceda el importe de la tarifa. De este modo se comenzaría a descongestionar de inmediato los centros del seguro de salud y se haría posible la atención oportuna de los asegurados y sus derechohabientes, y en particular de los de la tercera y la cuarta edad.

5) ESSALUD y el Ministerio de Salud deberían contar con dependencias dedicadas a la medicina preventiva en cada uno de sus establecimientos. La oficina central de esta red debería difundir por la radio, la televisión y los periódicos permanentemente sus avisos y recomendaciones para prevenir las enfermedades y los accidentes, y educar a la población en la práctica de estas. Lamentablemente, la mayor parte de la profesión médica y las empresas dedicadas al negocio de la salud, se orientan casi exclusivamente a la medicina curativa que le es lucrativa, muchas veces en exceso por el temor de los pacientes ante la enfermedad, y ha preterido la medicina preventiva que no lo es. Bien asimilada y practicada, la medicina preventiva podría reducir el costo de la atención curativa y contribuir a mantener a las personas alejadas de ciertas dolencias y accidentes.

6) Restablecer el Consejo de Vigilancia del seguro de salud, pero con las siguientes variaciones: a nivel nacional integrarlo por tres miembros, titulares de una maestría o un doctorado en las especialidades de economía, contabilidad, administración o derecho y con una experiencia no menor de diez años en sus especialidades, seleccionados por concurso público ante el Consejo Nacional de la Magistratura. Sus funciones serían supervigilar la marcha económica y administrativa de los centros de atención de ESSALUD y el otorgamiento oportuno de las prestaciones, procesar las quejas de los asegurados y sus derechohabientes y sancionar a los responsables de las faltas. En los departamentos que no sean Lima, el consejo de vigilancia debería contar con oficinas para el ejercicio de la supervigilancia en el otorgamiento de las prestaciones.

(9/11/2018)



[1] Comenzó a emplearse esta expresión en Europa, considerándola más apropiada que la división que había surgido en Estados Unidos: yung old, para designar a los de la tercera edad, y old old a los de la cuarta.
[2] Giles Nezosi, La protection sociale, Paris, La Documentation Française, 9ème ed., 2016, pag. 14.
[3] El Perú la ha ratificado por la Resolución Legislativa nº 13282, del 9/11/1959.
[4] “La vejez podría ser definida como una situación biológica del individuo vinculada al paso del tiempo, caracterizada por un deterioro de sus facultades físicas y mentales que le restan capacidad de trabajo en diverso grado, lo que implica no sólo la pérdida de eficiencia sino también una reducción de la atención, la memoria y la percepción, con la consecuencia de una exposición mayor a los riesgos sociales.” Del Autor, Derecho de la Seguridad Social, Lima, Grijley, 4ª edición, 2008, nº 186.
[5] ESSALUD, Principales indicadores, pág. 52, por Internet.
[6] ESSALUD, Principales indicadores, 1990 – 2016m por Internet.
[7] Perkins, Radelet, Snodgrass, Gillis, Roemer, Economics of Development, New York, Norton & Co., 5th. Ed. 2001, pag. 367; Banco Mundial, por Internet.
[8] Para apartar la atención de los estudiantes de derecho de la Seguridad Social, ha desaparecido el importante curso Derecho de la Seguridad Social en casi todas las universidades, lo que forma parte de una política diversiva.

viernes, 7 de diciembre de 2018

EXTINCIÓN DE LA ESTABILIDAD LABORAL EN EL PROYECTO DE LEY GENERAL DE TRABAJO - Dr. Jorge Rendón Vásquez


EXTINCIÓN DE LA ESTABILIDAD LABORAL EN EL PROYECTO DE LEY GENERAL DE TRABAJO

Por Jorge Rendón Vásquez
Docteur en Droit por l’Université Paris I (Sorbonne)
Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos


La estabilidad en el trabajo es el derecho laboral más importante.

El decano honorario de la Universidad de París X-Nanterre, Jean-Maurice Verdier, decía que “el régimen del despido constituye la piedra angular del Derecho del Trabajo” (Droit du travail, 9º ed. 1990, pág. 265). Es la piedra clave que cierra el arco conformado por el Derecho del Trabajo individual y el Derecho del Trabajo colectivo, sin la cual estos podrían venirse abajo.

Los empresarios y los trabajadores lo saben.

Sin estabilidad los derechos individuales y colectivos son casi siempre letra muerta. El temor al despido, cuando las oportunidades de empleo son escasas, somete a la mayor parte de trabajadores a la aceptación silenciosa de la superexplotación y los abusos más aberrantes. Los trabajadores, que por conciencia de clase y dignidad, resisten la ofensiva empresarial son muy pocos y pagan su osadía casi siempre con el despido. Cuando hay normas que los protegen, podrían retornar a sus puestos tras largos años de litigar, ya que el proceso laboral complementa las infracciones, aportando una duración alucinante.

El 11 de noviembre de 1970, el gobierno del general Velasco Alvarado expidió el Decreto Ley 18471 por el cual se declaró que los trabajadores de la actividad privada sólo podrán ser despedidos por falta grave y por reducción o despedida total del personal debidas a caso fortuito, fuerza mayor, causa económica o causa técnica, permitidas por la autoridad laboral, y que si estas causas no eran probadas por el empleador, el trabajador debía ser repuesto en el trabajo con el pago de las remuneraciones dejadas de percibir. Fue la incorporación de la estabilidad en el trabajo en la legislación peruana. Para viabilizar este y otros derechos se crearon los procedimientos de inspección del trabajo, denuncias y judicial laboral de gran celeridad y ejecutividad.

Los empresarios se aguantaron en silencio. La protesta provino de varios grupos de ultras y apristas, incubados en algunas universidades. Había una revista de política, financiada con dinero de origen desconocido, encargada de soltar la teoría para atacar al gobierno de Velasco Alvarado y sus realizaciones.

Cuando comenzó la contraofensiva empresarial con el gobierno de Morales Bermúdez, se le restó fuerza a la estabilidad en el trabajo al imponerle un plazo de espera de tres años (Decreto Ley 22126, de 1976). En la Constitución de 1978, la presencia de un importante grupo de dirigentes sindicales en la Asamblea Constituyente logró la aprobación del art. 48º que declaró “El Estado reconoce el derecho de estabilidad en el trabajo. El trabajador sólo puede ser despedido por causa justa, señalada en la ley y debidamente comprobada.” Fueron los términos del Decreto Ley 18471. El proyecto del capítulo del trabajo había sido presentado por la CGTP.

Los gobiernos ampararon la violación de este artículo. En 1986, la enorme presión de la CGTP logró hacer desaparecer el plazo de tres años para alcanzar la estabilidad en el trabajo. Pero el gobierno de Alan García insistió en no aplicarla con algunos decretos supremos.

Poco después de llegar a la Presidencia de la República, Fujimori expidió el Decreto Legislativo 728, introduciendo cambios desfavorables para los trabajadores, aunque sin afectar aún la estabilidad en el trabajo. La negación de esta vino con la Ley 26513, del 27/7/1995, que dispuso: “Si el despido es arbitrario por no haberse expresado causa o no poderse demostrar esta en juicio, el trabajador tiene derecho al pago de la indemnización establecida en el art. 71º, como única reparación.” Con este artículo se acabó la estabilidad en el trabajo. Se facultaba al empleador a despedir libremente pagando la indemnización. Para no pagarla, el empresario acusaba al trabajador de haber incurrido en falta grave o de ser incapaz para la labor. El trabajador sólo podía percibir la indemnización si ganaba el proceso judicial, luego de años de litigar.

El 11/7/2002, el Tribunal Constitucional, en una sentencia adoptada por sus siete miembros, haciendo lugar a una acción interpuesta por un numeroso grupo de trabajadores telefonistas, derrumbó esa norma por inconstitucional. Dijo que el art. 27º de la Constitución al otorgar “adecuada protección contra el despido arbitrario” prohíbe el despido ad nutum —sin causa o arbitrario— que sería permitido con el pago de una indemnización. De no probarse la causa justa del despido, el trabajador tiene derecho de volver a su puesto de trabajo.

El Pleno Laboral Supremo de 2012 impartió instrucciones a los magistrados para la aplicación de la indicada sentencia.

Tal es el estado de la normativa sobre la estabilidad en el trabajo.

Veamos ahora que dice sobre este aspecto el proyecto de Ley General del Trabajo Nº 4145/2014, presentado por Manuel Dammert con las firmas de Rosa Mavila, Verónica Mendoza, Yonny Lezcano, A. Yovera, M. Merino y M. Guevara:

“Art. 129º.- El despido es declarado injustificado cuando el trabajador lo impugna como tal y el empleador no prueba en el juicio la existencia de la causa invocada en su carta de despido. En este caso el trabajador tiene derecho al pago de la indemnización a que se refiere el siguiente artículo.”

Es decir, se le confiere al empleador carta libre para despedir, invoque o no una causa justa, con tal de que pague una indemnización. El despido arbitrario volvería así, contra la Constitución y la sentencia del Tribunal Constitucional citada.

Los empresarios han de estar contentísimos.

Y como este, hay muchos otros artículos nefastos para los trabajadores.

Este proyecto fue elaborado por seis “expertos” nombrados por el ministro de Trabajo Rudecindo Vega en setiembre de 2011. Es nada más que el proyecto del Consejo Nacional del Trabajo, “consensuado” por las cúpulas sindicales en 2004, con algunos cambios insignificantes. Los “expertos” fueron: Carlos Blancas Bustamente, Alfonso de los Heros Pérez Albela, Javier Neves Mujica, Mario Pasco Cosmópolis, Jaime Zavala Costa y Alfredo Villavicencio Ríos. De los Heros, Pasco y Zavala: connotados abogados empresariales; Villavicencio, consultor de la ONG PLADES, que estaría tras la aprobación de ese proyecto.

¿Cómo así lo presentó Dammert? Se dice que los actuales dirigentes de la CGTP se lo pidieron y que él les sacó la firma a los demás de su grupo parlamentario.

No es verosímil que estos representantes no hayan leído este proyecto. Lo conocían muy bien. Por eso lo firmaron. Algún interés han de tener.

Tampoco es admisible que los dirigentes de la CGTP desconocieran el proyecto. Hace rato están tras eso. ¿Por qué?

De nuevo, la resistencia contra el propósito de hacer aprobar una Ley General del Trabajo, que con la composición del Congreso remacharía las normas negativas para los trabajadores de Fujimori, Toledo, García y Humala, proviene de las bases sindicales, a las que se han sumado algunos grupos de jóvenes que se movilizaron contra la “Ley Pulpín”.

(9/3/2015)

domingo, 2 de diciembre de 2018

EL RÉGIMEN LABORAL EN LAS MICRO Y PEQUEÑAS EMPRESAS- Dr. Jorge Rendón Vásquez



EL RÉGIMEN LABORAL EN LAS MICRO Y PEQUEÑAS EMPRESAS.
Por Jorge Rendón Vásquez
Docteur en Droit por l´Universite de Paris I (Sorbonne)

Un día de comienzos de agosto de 2002, un antiguo alumno de la Universidad de San Marcos me llamó por teléfono. Era congresista de la República y me pidió hablar personalmente conmigo. Lo recibí en mi casa dos días después. Lo habían nombrado presidente de la Comisión de Trabajo y quería que lo acompañara como asesor de ésta.
Acepté, con la incierta esperanza de hacer algo por los trabajadores y la condición de no ser presionado.
De entrada, me llamó la atención en el Congreso el estilo del trato, que iba desde la cortesanía más genuflexa y ruin hasta las sonrisas prefabricadas y las farisaicas palmaditas en la espalda. Un mundo de gente desfilaba por las oficinas de los representantes, sus asesores y secretarias en pos de alguna ley, prebenda o favor. Algunos de esos viandantes se hallaban casi aposentados en las oficinas de ciertos congresistas, como gestores de lobbys empresariales y de familias oligárquicas.
En la Comisión de Trabajo hallé poco de qué ocuparme. Las grandes faenas contra los trabajadores se habían realizado en la década del noventa y ningún representante tenía interés en revertir su resultado. El principal teatro de operaciones en este campo era el Consejo Nacional de Trabajo, donde los delegados de las centrales sindicales cooperaban a conciencia entreteniéndose con el señuelo de una Ley General del Trabajo que por arte de birlibirloque —los habían convencido— restituiría a los asalariados lo que les habían quitado.
Hacia el mes de octubre el Ministro de Trabajo, un ex marxista convertido en convicto neoliberal, remitió al Congreso un proyecto modificatorio de la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo, atendiendo a los requerimientos dela OIT que hacían poner colorados a los delegados peruanos en la Conferencia anual de esta entidad en Ginebra. No significaba mucho y por eso lo enviaba. Lo corregí y le agregué dos artículos imprescindibles: uno por el cual los convenios colectivos no caducarían al año, como disponía la Ley fujimorista; y otro por el que se admitirían las negociaciones colectivas por rama de actividad, suprimida por esa ley. El Ministro de Trabajo montó en cólera y movió cielo y tierra para eliminar esas adiciones. Finalmente, el pleno del Congreso aprobó el proyecto, incluyendo sólo la abolición de la caducidad anual de los convenios colectivos, gracias a una extraordinaria gambeta convertida en gol de media cancha.
En noviembre, el Ministro de Trabajo remitió otro proyecto sobre las micro y pequeñas empresas. Lo revisé: era una colección de rimbombantes declaraciones de apoyo a esas empresas: el Estado promoverá, estimulará, apoyará, etc. Nada en concreto. Me fijé en el régimen laboral. Y allí apareció su razón de ser.
En las microempresas, que podían tener de uno a diez trabajadores, éstos percibirían una remuneración mínima menor a la general, no gozarían de la sobretasa del 35% por trabajo nocturno, ni de los aguinaldos de Fiestas Patrias y Navidad, y recibirían sólo la mitad de los derechos de los demás trabajadores: quince días de vacaciones al año, una compensación por tiempo de servicios de quince días por año y quince días de indemnización por año de trabajo en caso de despido injustificado. Se declaraba que este régimen diminuto estaba destinado a fomentar la formalización de las microempresas y que duraría cinco años.
De plano lo observé, y casi convencí a los delegados de las microempresas, que se reunieron en un gran salón del Congreso, de que reducirles los ingresos a sus trabajadores resultaría contraproducente y que, mejorando la productividad y la calidad, podrían ganar mucho más.
Advirtiendo que su proyecto estaba siendo reducido a escombros, el Ministro de Trabajo replicó con una ofensiva personal para sacarme del cargo. El Presidente del Congreso, un médico ultraderechista, conminó a mi ex alumno, su correligionario, para que me despidiera. Pero éste no lo hizo. Conversó conmigo y, tras referirme los entretelones de la trama, me dijo que me retendría. Cuando en cualquier administración le sucede esto al personal de confianza, la relación se quiebra como un vaso de vidrio. Renuncié. Estábamos a fines de diciembre. Lo único que pude lograr con ese proyecto fue la supresión de las remuneraciones mínimas inferiores a la general.
La Ley de las micro y pequeñas empresas sólo pudo ser aprobada el 3 de junio de 2003 y promulgada el 2 de julio siguiente, el último día para hacerlo (Ley 28015).
Pero allí no terminó esta historia.
El 19 de julio de 2006, casi a punto de concluir su período constitucional, los congresistas de todas las bancadas prorrogaron la vigencia de la Ley 28015 a diez años, lo que quería decir que duraría hasta el 3 de julio de 2013 (Ley 28851).
A sus mentores no les pareció suficiente.
Utilizando indebidamente una autorización para legislar sobre el Acuerdo de Promoción Comercial del Perú con Estados Unidos (Ley 29157), el gobierno de Alan García expidió el Decreto Legislativo 1086, el 27 de junio de 2008, modificando en tres aspectos fundamentales la Ley de las micro y pequeñas empresas: 1) amplió de 50 a 100 el número de trabajadores de las pequeñas empresas (un 30% más del total de trabajadores dependientes); 2) extendió el régimen laboral de las microempresas a las pequeñas empresas; y 3) hizo permanente a este régimen.
Con este decreto, el Partido Aprista, con la anuencia de los partidos representados en el Congreso, arrolló las reglas admitidas sobre las pymes (Unión Europea, Estados Unidos, Japón y otros países, en los que las microempresas hacen más del 90% de las empresas). En todos, las microempresas tienen de 1 a 10 trabajadores; las pequeñas, de 11 a 50; las medianas, de 51 a 250; y las grandes, más de 250, y en ninguno los regímenes laboral y tributario de las micro y pequeñas empresas son menores que los generales para evitar el dumping social. La utilidad de diferenciarlas es conferirles ciertas ayudas estatales y acceso a fondos especiales.
Desde que el neoliberal Hernando de Soto (El otro Sendero, 1986), siguiendo las directivas del Banco Mundial, propugnara hacer minicapitalistas a los campesinos, los inmigrantes del campo a la ciudad y cuanto trabajador quedase desempleado, de ser posible formalizándolos, en concordancia con el desarrollo de un capitalismo supervoraz, la línea de la economía y la política en nuestro país se orienta hacia esa finalidad que, como un dogma, acatan los gobiernos desde entonces.
Desde los puntos de vista social, jurídico y moral es inadmisible que trabajadores que ejecutan, en la práctica, labores similares, perciban ingresos tasados diferentes en función del tamaño de las empresas a las que prestan servicios. El desgaste de la energía laboral se mide, en primer término, por la duración de la jornada y la semana de trabajo. A tiempos iguales de trabajo, las remuneraciones y otras compensaciones deben ser iguales. La Declaraciónde Derechos Humanos, prevalente sobre la ley en nuestro país, dispone: “Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual” (art. 23º-2). Las menores cantidades pagadas a los trabajadores de las micro y pequeñas empresas con respecto a las demás —una forma de discriminación— constituyen una exacción a favor del capital, una suerte de exorbitante acumulación primaria, posibilitada por la inexistencia de organizaciones defensivas de esos trabajadores y el desinterés de las centrales sindicales.
Si los políticos a cargo del Poder Legislativo (la mayor parte de los cuales parecen cortados por la misma tijera) quieren promover la formalización de las microempresas deberían reducirles la tasa del IGV y darles otras facilidades: crediticias, de formación profesional, administrativas, de comercialización, etc., como lo propuse cuando era asesor de la Comisión de Trabajo. El resultado sería que un número mayor de estas empresas aumentarían su productividad, tributarían regularmente y la capacidad de compra de sus trabajadores se incrementaría.
Una pregunta final: ¿hasta cuándo los opulentos trabajadores tendrán que subsidiar con su trabajo a los pobrecitos capitalistas?
(1/7/2013)