viernes, 30 de julio de 2021

¿QUIÉN NOMBRA A LOS MINISTROS? ¿EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA O LOS OPINOLOGOS DEL PODER MEDIÁTICO? - Por Jorge Rendón Vásquez

 




¿QUIÉN NOMBRA A LOS MINISTROS? ¿EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA O LOS OPINOLOGOS DEL PODER MEDIÁTICO?

Por Jorge Rendón Vásquez

 

Los medios de prensa, TV y radio del poder mediático se han lanzado a apabullar al Presidente de la República por haber nombrado primer ministro al profesional del Cusco Guido Bellido. Que no les gusta, que alguna vez este dijo algo sobre una senderista abatida, que no es el hombre que el gobierno necesita, etc. No lo han dicho publicamente, pero en sus invectivas se lee que los atacan, porque Bellido es serrano, bajo de talla y sabe hablar; más claro aún, que no es de sus círculos blancos y blancoides; y, sobre todo, que el Presidente de la República debe nombrar sólo a los ministros que ellos quieran.

Por supuesto, ninguno de estos críticos ha mencionado alguna norma legal que ampare su dicho. Y no lo han hecho, porque no la hay.

Veamos las normas supremas aplicables en este caso.

La Constitución de 1993, a la que esos opinólogos se aferran, dispone: “El Presidente de la República nombra y remueve al Presidente del Consejo (de Ministros). Nombra y remueve a los demás ministros, a propuesta y con acuerdo, respectivamente, del Presidente del Consejo.” (artículo 122º).  “Para ser ministro de Estado, se requiere ser peruano de nacimiento, ciudadano en ejercicio y haber cumplido veinticinco años de edad. Los miembros de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional pueden ser ministros.” (artículo 124º).

La facultad del Presidente de la República de nombrar a los ministros que desee, con tal de que reúnan tales requisitos, no está condicionada a ninguna otra exigencia y, menos aún, a la opinión o deseos de otros.

Por lo tanto, la pataleta mediática y de los grupos políticos que, de un modo u otro, estarían contentos si la candidata de la corrupción hubiera ganado las elecciones, es una continuación de la feroz campaña contra el hombre del sombrero campesino, el partido que lo postuló y los electores que les dieron su voto, y más objetivamente aún, contra los propósitos y proyectos de cambio anunciados por estos. Quieren que nada cambie, que todo siga como está; quieren una gestión de gobierno como la que hubiera hecho la candidata de la corrupción.

¿Qué viene luego?

Sigamos con la Constitución política: “Dentro de los treinta días de haber asumido sus funciones, el Presidente del Consejo concurre al Congreso, en compañía de los demás ministros, para exponer y debatir la política general del gobierno y las principales medidas que requiere su gestión. Plantea al efecto cuestión de confianza.” (artículo 130º). “El Presidente de la República está facultado para disolver el Congreso si este ha censurado o negado su confianza a dos Consejos de Ministros.” (artículo 134º).

Por consiguiente, el Congreso debe limitarse a examinar “la política general del gobierno y las principales medidas que requiere su gestión”. Si tiene fundamentos para estimar que no son convenientes debe indicarlos, y deben ser sólidos, coherentes y lógicos. Si el Presidente de la República considera que no lo son, puede insistir nombrando otro gabinete con los mismos u otros ministros y hacer una cuestión de confianza.

Es obvio que la negación de la confianza al consejo de ministros no puede basarse en subjetividades, como que a la mayoría del Congreso no le gusta el Primer Ministro o lo que este haya dicho en el pasado. Se delibera sobre el asunto planteado, de conformidad con el artículo constitucional citado, es decir, se examina y critica las medidas de la gestión gubernamental. Y no puede tocarse otros asuntos, ni tampoco los proyectos de ley que el Presidente de la República presente o pueda presentar, ejerciendo su iniciativa legislativa (artículo 107º), ni, menos aún, los caracteres o rasgos de los ministros como personas.

En esto, los congresistas están absolutamente sujetos a la norma fundamental de la democracia: “El poder del Estado emana del pueblo. Quienes lo ejercen lo hacen con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen.” (artículo 45º).

Creo que esto está suficiente claro. Entonces ¿por qué tantos saltos si el suelo está parejo?

Si los impugnantes del gobierno tanto hablan de democracia, tendrían que comenzar por conocer sus reglas y ajustar su conducta a ellas.

No se recuerda que cuando los presidentes anteriores nombraban sus ministros hubiera habido alguna crítica u oposición de los opinólogos de alquiler. Los aceptaban con la mansedumbre de la conformidad natural, porque eran como ellos o conjugaban con el paisaje racial que los medios de comunicación pretenden imponer, les pagaban para aplaudirlos y, lo más importante, todos funcionaban como parte del sistema de desigualdades que el nuevo gobierno quiere empezar a cambiar.

(30/7/2021)

 

sábado, 24 de julio de 2021

SUPERSTICIONES JURÁSICAS BIS -Por Jorge Rendón Vásquez

 



SUPERSTICIONES JURÁSICAS BIS

Por Jorge Rendón Vásquez

 

Los vimos ayer por televisión: los congresistas electos juraban, casi todos arrodillados ante un crucifijo y una vela, emitiendo las fórmulas que desde varios días antes habían imaginado y, probablemente, ensayado: breves, serias, abigarradas, absurdas, jocosas, etc.

La Constitución política no les impone, sin embargo, la obligación de jurar para asumir el cargo. La han creado otros congresistas, inscribiéndola en el Reglamento del Congreso de la República en los términos siguientes: “se procede a la incorporación formal de los Congresistas electos mediante el juramento” (artículo 11º).

Esta práctica arcaica había ya llamado mi atención en julio de 2011, y dio como resultado el comento que transcribo a continuación. En diez años seguimos con las mismas. Es que las costumbres, sobre todo las malas, dificilmente se erosionan. En muchos casos, la razón a duras penas alcanza solo a pulimentarlas.

(23/7/2021)

 

SUPERSTICIONES JURÁSICAS

 

Una superstición es una creencia contraria a la razón. El adjetivo jurásico alude a un mundo que comenzó hace doscientos millones de años y desapareció hace ciento cincuenta, con toda la gama de dinosaurios que vivieron a expensas de la frondosa vegetación de ese tiempo o de descuidados semejantes.

La simbiosis de ambos términos, usando un procedimiento frecuente entre ciertos humoristas limeños, podría darnos algo así como la designación de cierta creencia absurda relativa al juramento.

La saco a relucir por las apreciaciones de una congresista que protagonizó un escándalo de callejón gritando, como una posesa, y poniéndose de espaldas al hemiciclo del parlamento, como una mujercita caprichosa, en presencia de los titulares del Poder Ejecutivo, de sus pares y, lo que es más grave, ante una docena de jefes de Estado extranjeros, de los cuales dos son damas de gigantesca estatura personal, presidentas de dos países hermanos de gran importancia económica, política y cultural: Argentina y Brasil.

Por lo que se le pudo entender a esa congresista, su pataleta se debía a que el Presidente de la República y los vicepresidentes habían jurado mencionando la Constitución de 1979. De ahí sacó el disparate de que, por eso, eran “de facto”.

¿De facto? ¿Por qué? ¿Ha aprendido esa congresista algo siquiera de Derecho Constitucional?

La Constitución dice que “El Presidente de la República presta juramento de ley y asume el cargo, ante el Congreso, el 28 de julio del año en que se realiza la elección.” (art. 116º). Como el acucioso y erudito jurista Guillermo Olivera Díaz lo ha dicho en un artículo publicado en la red, ninguna ley establece la fórmula de ese juramento. La Constitución no impone la formalidad del juramento a ningún otro funcionario, ni, incluso, a los congresistas. Y la ley no podría hacerlo.

El Presidente de la República, los congresistas y otros funcionarios elegidos son investidos para el ejercicio de sus funciones por la voluntad de los electores. La elección popular es el acto constitutivo del poder delegado en ellos por la ciudadanía. El Jurado Nacional de Elecciones sólo los reconoce como tales, luego de constatar su triunfo. Si se prescindiese de la formalidad del juramento presidencial, no por ello el Presidente de la República quedaría eximido de cumplir y hacer cumplir las leyes. Del mismo modo, si los parlamentarios no jurarán —y no tienen por qué hacerlo— no estarían impedidos de intervenir en el Congreso y de legislar.

El juramento presidencial es sólo un acto protocolar. Yo diría, ornamental y simbólico. Pero es también un anacronismo supérfluo de tiempos ya idos —por fortuna— en que se juraba por Dios cuando la sociedad padecía el despotismo intolerante de la Iglesia Católica. El Código de Procedimientos Civiles de 1911, reproduciendo una fórmula creada en la Edad Media, permitía la “prueba” (¿?) del “juramento decisorio”, consistente en la facultad de uno de los litigantes de pedir al otro asegurar bajo juramento —ante un crucifijo, la Biblia y una vela encendida— que su afirmación era cierta, con lo cual el juez podía declarar ganador a quien juraba o al peticionante del juramento si el contrario rehuía prestarlo. Esta aberración ha desaparecido del actual Código Procesal Civil de 1993. Pero sus secuelas subsisten como herrumbradas excrecencias que permiten componer la fórmula juramental, a la carta, digamos.

El congresista de Perú Posible en el período 2001 al 2006, Gerardo Saavedra, ya fallecido, fue sincero al decir “Juro por Dios y por la plata …” En el mismo período, el congresista fujimorista, Alfredo González Salazar juró “por Dios y por el Club Universitario de Deportes” —que lo expulsó luego por una insatisfactoria rendición de cuentas—; la congresista Martha Chávez juró en julio de 2011 por Fujimori, su jefe, convicto de asesinato y robo, determinantes de su condena a veinticinco años de prisión (Dado el caso, lo mismo hubiera sido jurar por La Rayo, Tirifilo, Tatán o cualquier condenado por narcotráfico, corrupción o lavado de activos).

Por lo demás, como advierte el tango de los inmensos poetas del sentimiento popular: Alfredo Le Pera y Carlos Gardel, la experiencia de todos los días nos recuerda con terquedad: “Hoy un juramento, /mañana una traición.”

Otro tema es el de la reforma de la Constitución. Pero, creo que, sin duda, uno de los puntos a tocar sería la eliminación del arcaico juramento.

(1/8/2011)


jueves, 22 de julio de 2021

ACCIONES DE INVERSIÓN- Por Jorge Rendón Vásquez

 


El mayor de los dos jubilados sentados ante mi escritorio no me sacaba los ojos de encima, mientras yo hojeaba una antigua compilación de normas laborales. Estaban allí porque, ya desengañados por varios estudios jurídicos, yo les había dicho por teléfono que conocía el tema. Querían que su ex empleadora en liquidación, una empresa minera del Estado, les entregara los bonos representativos de las utilidades a que tuvieron derecho mientras trabajaban, veinte o más años antes. Al verme pasar de una hoja a otra, buscando las normas aplicables, luego de formularles algunas preguntas, el suspicaz jubilado no pudo con su genio y decidió que yo ignoraba el tema consultado. Se levantó airadamente y, arrastrando a su compañero, abandonó mi oficina. 


Sonreí al verlos partir. Era evidente que creían que la platita estaba esperándolos y que yo no sabía cómo llegar a ella. Pero estaban equivocados. Conozco ese asunto y no superficialmente. Soy el autor de la compilación de normas que revisaba, actualizada varias veces y, modestia aparte, fuente de información para jueces, abogados y profesores de Derecho del Trabajo. Además, como asesor del gobierno de Juan Velasco Alvarado, había intervenido en la redacción de las disposiciones sobre participación de los trabajadores en las utilidades. 

Al quedarme solo no pude más que asociar esta frustrada consulta con una información periodística sobre un proyecto de ley tramitado por un parlamentario para convertir las acciones de inversión, derivadas también de la participación de los trabajadores en las utilidades, en acciones de capital, y así surgió este comento. 


Una de las realizaciones sociales más importantes del gobierno del general Juan Velasco Alvarado fue la entrega de un porcentaje de las utilidades de la empresa a la comunidad laboral, constituida por los trabajadores de aquélla. Con ese porcentaje, que variaba del 5% al 15% según el sector económico de la empresa, la comunidad laboral adquiría acciones de capital que la sociedad propietaria de la empresa debía emitir. Al llegar al 50% del capital de la sociedad, esa participación, denominada patrimonial, debía ser empleada en adquirir acciones de otras empresas. Si las empresas pertenecían al Estado, sus trabajadores recibían bonos que, como las acciones de capital, daban derecho a la distribución de utilidades en los mismos términos que éstas, pero no posibilitaban el acceso a la junta de accionistas. Se dispuso, además, que un porcentaje de las utilidades, del 3% al 10% según el sector de la empresa, fuese distribuido a los trabajadores, según su remuneración y asistencia al trabajo. 

Fue ésta una forma no traumática de transición a otro modelo de estructura económica, empleando las utilidades de la empresa que, en la concepción del gobierno de Velasco Alvarado, creaban el capital y el trabajo. La Constitución de 1933, entonces vigente, amparaba esta participación, que ninguno de los gobiernos anteriores tuvo la intención de instrumentar. 

Para los capitalistas, la participación patrimonial fue una maldición. Para los trabajadores fue, en cambio, una sorpresa. Nunca sus organizaciones sindicales ni los partidos políticos a los que adherían habían postulado algo semejante. Para un grupo de intelectuales y profesionales, y sus seguidores en las universidades, se trataba de una nefasta medida corporativo fascista. 

Como si despertaran de un profundo letargo, los trabajadores tardaron en comprender el significado económico y social de la participación patrimonial. Más les agradaba la participación líquida, que les ponía en los bolsillos, al finalizar cada ejercicio económico, una cantidad de dinero contante y sonante que nunca se habían imaginado recibir. 

También en este aspecto los extremos se tocaron, primero con cierta timidez como tanteándose, y, luego, asociándose, pero asumiendo papeles distintos. Los capitalistas refunfuñaban y conspiraban en secreto, aunque haciendo hablar a su prensa; los intelectuales, profesionales y estudiantes de la contra se lanzaron a una frenética campaña contra el gobierno con volantes, revistas y cotilleo, propalados en abundancia en las universidades. Atacaban la reforma agraria, las expropiaciones, la participación en las utilidades, la estabilidad laboral y otros cambios en la legislación laboral y de seguridad social, la apertura de nuestro país hacia los países socialistas y del Tercer Mundo, y otras realizaciones de trascendencia. Todo lo que hacía el gobierno de Velasco Alvarado estaba mal para ellos. ¿Por qué se comprometieron en esa conducta, instigada desde lejos por la CIA? Muchos de ellos eran vástagos de propietarios afectados por la reforma agraria o de altos empleados de las empresas que el Estado expropiaba o que habían sido tocadas por el control. Carecían, sin embargo, del valor de luchar a cara descubierta por sus familias y les fue más cómodo disfrazar su acción, vistiéndose de izquierdistas. 

El relevo de Velasco Alvarado por Francisco Morales Bermúdez, el 30 de agosto de 1975, acabó con el proceso de cambios hacia el socialismo en el Perú. A la terminación de la reforma agraria y las expropiaciones siguió el fin de la participación patrimonial de los trabajadores en la empresa, que comenzó con el decreto ley 21789, del 1/2/1977. El cambio fundamental introducido en este campo fue la conversión de las acciones de capital de las comunidades laborales en “acciones laborales” que debían ser entregadas a cada trabajador para su libre disposición. Estas acciones daban derecho a la distribución de las utilidades, pero no a la intervención en la junta de accionistas. En lo sucesivo, la participación patrimonial de los trabajadores sería sólo en acciones laborales. El efecto inmediato de esta medida fue la venta generalizada de sus acciones por los trabajadores. No les interesaba la participación en la propiedad de la empresa. Esas acciones fueron a dar a capitalistas persuadidos de que era una inversión segura. 

El gobierno de Alberto Fujimori, con la autorización del Congreso de la República y sin la oposición de ningún grupo parlamentario, eliminó, por último, la participación patrimonial en acciones laborales, dejando sólo la participación líquida en un porcentaje que va del 5% al 15%, según el sector de la empresa. (Decreto Legislativo 677, del 2/10/1991.) Los trabajadores y sus organizaciones se las dejaron arrebatar sin pena ni gloria. A las acciones laborales subsistentes se les denominó “acciones de trabajo” y, como esta denominación incomodaba a los capitalistas, el Congreso de la República, dominado por el fujimorismo, las llamó “acciones de inversión”, sin cambiar su naturaleza, es decir, sin dar derecho a integrar la junta de accionistas (Ley 27028, del 29/12/1998). 

Estas acciones pertenecen ahora a particulares. Se cotizan en la Bolsa de Valores, como cualquier otro título valor, y es improbable que haya trabajadores que las posean. 

El parlamentario interesado en convertir las acciones de inversión en acciones de capital con una ley fue antaño un acérrimo antivelasquista caracterizado de izquierdista, y perseveró, luego, como dirigente de un partido político de izquierda. Ciertos diarios han informado que él y otros miembros de su familia poseerían un buen paquete de esas acciones. Me he preguntado, a título especulativo, si procede esta tentativa, y no le encuentro fundamento en la Constitución. No sería posible cambiar por una ley la naturaleza jurídica de las acciones de inversión establecida por leyes anteriores. Sólo la junta de accionistas podría hacerlo (Constitución, art. 62º). Pero, además, creo que es éticamente censurable que un congresista se prevalga de su función para obtener ventajas personales o de familia. Es posible que, desde el punto de vista político, poco le importe a ese congresista el juicio moral de los ciudadanos, lo que parecería normal en tiempos en que la política navega en la inmoralidad como su medio natural, incluyendo a ciertos grupos de la soi disant izquierda, y, en especial, a los nacidos en la década del setenta para combatir al único gobierno que hizo mucho por las grandes mayorías sociales. 

miércoles, 14 de julio de 2021

LA MARSELLESA, HIMNO DE LA LIBERTAD - Por Jorge Rendón Vásquez

 



LA MARSELLESA, HIMNO DE LA LIBERTAD

Por Jorge Rendón Vásquez

 

A partir del 14 de julio de 1795 la Marsellesa se convirtió en el himno Nacional de Francia.

¿Por qué los representantes del pueblo en la Convención decidieron elevarla a esa jerarquía?

Desde que el 30 de julio de 1792 un batallón de voluntarios de Marsella y Montpellier llegó a Paris entonando ese canto de guerra, casi todos lo cantaban en los barrios populares y en otros de la pequeña burguesía. Inflamados de orgullo y patriotismo, sentían que esa música y esa letra eran el complemento emocional, esperado sin saberlo, de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que los Estados Generales habían aprobado el 29 de agosto de 1789, y, sobre todo, del artículo 1º: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos.” Esta proclama, tan simple y evidente como un axioma, se traducía para ellos en su cotidianeidad como la expresión: a la m… los reyes, nobles, señores, prelados católicos, monjes, castas y sus agentes, personajes que los habían tiranizado, explotado, discriminado y despreciado por cientos de años. Unos a otros se comunicaban este sentimiento, que enunciaba tan claramente ese canto, reasegurándose que debían permanecer en estado de revuelta para que nadie les arrebatase ese derecho que era ya de todos, del soberano colectivo que había nacido cuando las multitudes de los barrios populares tomaron la tétrica fortaleza de La Bastilla, el 14 de julio de 1789. 

Sin embargo, ese canto, que por haberlo difundido los soldados de Marsella cuando llegaron a Paris fue denominado la Marsellesa, no era de Marsella. Había sido creado la noche del 24 de abril de 1792 en Estrasburgo por el capitán de ingeniería Claude Rouget de Lisle, inclinado a escribir poemas, después de que el alcalde Dietrich de esa ciudad le sugiriese, en una reunión social en su casa, escribir algunos versos alusivos a la defensa de la patria ante la posibilidad de que el temible ejército prusiano, acampado en la otra orilla del Rhin, atacase Francia. 

Este capitán de treinta y dos años, que para ingresar a la escuela de oficiales había tenido que aparentar ser de origen noble agregándole a su apellido los términos de Lisle, fue iluminado esa noche por una extraña musa que aparece sólo en los grandes momentos, y en la soledad de su modesto cuarto escribió la letra y la música de una canción que fue ejecutando en su violón mientras la cantaba y corregía hasta el amanecer. A las seis salió con su violón en busca del teniente Masclet, su amigo, y se la cantó. Este le sugirió corregir dos versos. Luego se dirigió a la casa del alcalde y la ejecutó ante él y su esposa que sabía música y tocaba el clavecín. La había denominado Canto de guerra para el Ejército del Rhin. Ambos quedaron extasiados. Esa noche, Claude Rouget la cantó y tocó ante el mismo grupo que se había reunido la víspera. El entusiasmo ganó a todos. Al día siguiente, la esposa del alcalde emprendió la orquestación para diferentes instrumentos, y, unos días después, el alcalde la hizo ejecutar por la banda de la Guardia Nacional en la plaza de armas. El primer verso del estribillo repetía las palabras de una convocatoria a la movilización que Claude Rouget había leído: Aux armes citoyens(A las armas ciudadanos).

Tal vez Rouget de Lisle no se interesó luego por la suerte que pudo haber corrido su maravillosa invocación a la violencia revolucionaria y guerrera. Fue otra la opinión del impresor Danbach de Estrasburgo quien, valorando su importancia, imprimió la partitura y la letra y la difundió. Desde allí llegó a Marsella donde el jefe de un regimiento, François Mireur, dispuso que ese himno fuese aprendido por los seiscientos voluntarios marselleses que iban a Paris resueltos a morir en defensa de la patria.

Un día de setiembre de 1792, cuando Rouget de Lisle paseaba por un campo cercano a Riveauville, escuchó a un joven de unos quince años cantar su himno. Extrañado, le preguntó cómo lo había aprendido. El muchacho le respondió: 

—¡Cómo, no lo sabe! ¡Es la Marsellesa! Todo el mundo la canta.

Se cuenta que alguien dijo que De Lisle había compuesto un himno que en el campo de batalla valdría como cien mil hombres. Parece ser cierto también que Napoleón Bonaparte, el genio y brazo armado de la Revolución Francesa, dijera que esta canción símbolo equivalía en el campo de batalla a unos 750 cañones. El pueblo la cantaba en Francia henchido de energía revolucionaria y los soldados franceses avanzaban por Europa en triunfo entonándola.

Caído Napoleón tras la batalla de Waterloo en 1815, la Marsellesa fue prohibida. Se le volvió a cantar por unos días en la revolución de 1830 y se restableció su legalidad tras la revolución de 1848. Luego se le prohibió. Los comuneros de 1870 volvieron a cantarla. En 1879 se la hizo el himno de Francia. Se la prohibió de nuevo entre 1940 y 1944 por el gobierno de Petain, colaboracionista con el nazismo. Con la liberación se la restableció. Finalmente, la Constitución de 1958 volvió a declararla himno nacional de Francia.

La Marsellesa ha sido una canción entonada como un himno de liberación por varios movimientos socialistas desde el siglo XIX, y con la Internacional, cuya letra fue obra del francés Eugène Pottier, 1871, y la música del belga Pierre Degeyter, 1888,  expresan el sentir revolucionario de los movimientos comunistas y de numerosos intelectuales y trabajadores. (En el Perú, un partido político agravió a Francia y al movimiento revolucionario aplicándole a la música de la Marsellesa una espúrea letra.)

Claude Rouget de Lisle se opacó como creador musical y poético y como revolucionario luego de su genial inspiración hasta su fallecimiento en 1836. Estuvo incluso detenido y a punto de ser guillotinado, salvándose sólo por haber sido el autor de la Marsellesa. En 1915 sus restos fueron depositados en el Hotel des Invalides en París donde reposan los de Napoleón Bonaparte.

Un homenaje a la Marsellesa fue una escena central de la película Casablanca de Michael Curtiz, rodada en 1942 e interpretada por Humphrey Bogard, Ingrid Bergman, Paul Henried, Claude Rains, Peter Lorre, Sidney Greenstret y Doodley Wilson.

Incluyo a continuación la letra de la primera estrofa y del estribillo de la Marsellesa, y el enlace de la escena fílmica indicada.

 

(Fuentes: G. Lenotrey A. CastelotLes grandes heures de la Révolution Française, Paris, Perrin, 1962, t. II; François Furety Denis RichetLa Révolution Française, Paris, Fayard, 1973, Wikipedia).

(19/7/2019) 

 

Allons enfants de la Patrie,           (Vamos hijos de la Patria)

Le jour de gloire est arrivé !          (¡El día de gloria ha llegado!)

Contre nous de la tyrannie            (Contra nosotros la tiranía)

L'étendard sanglant est levé (bis)(El estandarte sangriento se ha elevado.)

 

Aux armes, citoyens !                    (¡A las armas, ciudadanos!)

Formez vos bataillons !                 (¡Formad vuestros batallones!)

Marchons, marchons !                 (¡Marchemos, marchemos!)

Qu'un sang impur                         (¡Que una sangre impura)

Abreuve nos sillons !                    (Riegue nuestros surcos!)

 

https://www.youtube.com/watch?v=j8LG_cyiuC8




14 DE JULIO- por Jorge Rendón Vásquez

 



14 DE JULIO

por Jorge Rendón Vásquez

Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Chevalier de l’Ordre National du Mérite de Francia.


El 14 de julio es el día nacional de la República Francesa. Pero conmemora también el acceso a la igualdad ante la ley de todos los seres humanos.

Hasta la Revolución Francesa de 1789, era general y oficial la creencia de que el poder de mandar sobre la población procedía de Dios y se concentraba en unas pocas familias de nobles, uno de cuyos miembros lo asumía de manera absoluta, y, a su muerte, lo transmitía a su primogénito, como un bien patrimonial. La Iglesia Católica santificaba esta creencia y aseguraba su difusión y persistencia. El rey o el monarca delegaban una parte de su poder, el necesario para el gobierno de la población, en miembros de la nobleza: duques, condes, marqueses e hidalgos de sangre. Era el gobierno de los ricos, que se habían apoderado de la tierra, el medio de producción más importante, y se imponía a los demás: burguesía, campesinos, artesanos y otros trabajadores.

Durante más de un siglo, la burguesía se había preparado ideológicamente para acabar con esta manera de pensar. Su filosofía se decantó, finalmente, como la teoría del contrato social que elaboraron John Locke y Thomas Hobbes en Inglaterra, y, con más precisión y claridad, Jean Jacques Rousseau en Francia. Esta construcción conceptual, dotada de la simplicidad de los axiomas sociales, afirma que en un tiempo inmemorial, en el estado de naturaleza, los seres humanos fueron libres y que, para afrontar los peligros, satisfacer sus necesidades comunes y evitar destruirse a sí mismos, se asociaron y decidieron por propia voluntad constituir un orden social y un gobierno; que este derecho les había sido usurpado y que debían volver a ser libres y a organizar la sociedad por su voluntad común, exteriorizada como un contrato social. Nunca se probó que el estado de naturaleza hubiera existido, y a muy pocos les interesaba hacerlo. Pero sí fue evidente para todos, menos para los reyes y nobles, sus esbirros civiles y militares y los jerarcas de la Iglesia Católica, que los seres humanos nacen libres y que el poder de mandar surge de la unión y del contrato social de todos.

Cuando la preparación ideológica para el cambio saturó a la “burguesía de los negocios” y a “la burguesía del talento”, a los modestos miembros del bajo clero, a los nobles venidos a menos y a los campesinos y obreros más despiertos, bastó una chispa para desencadenar la revolución. Ésta fue el relevo del ministro de Finanzas Necker el domingo 12 de julio de 1789. Ese mismo día comenzaron las manifestaciones de protesta en París, acaudilladas por los miembros de los clubes y logias de conspiradores libertarios. Por la tarde, la caballería alemana, que María Antonieta había hecho traer, disparó sobre el pueblo matando a varios manifestantes. En respuesta, la multitud, de ser sólo unos centenares, llegó a varios millares al día siguiente. Salía sobre todo de los barrios populares de Saint Antoine y Saint Marcel, clamaba venganza y pedía armas. El 14 de julio, temprano, Marat informó al pueblo enardecido que en el cuartel Les Invalides había veinte mil fusiles, y hacia allí marchó una columna. Otra, de unas quinientas personas se concentró frente a la formidable fortaleza de la Bastilla, una prisión a la que se entraba por una lettre de cachet, y de la que casi nunca se salía. La lettre de cachet era una orden que algunos funcionarios podían firmar y vender, por delegación del Rey, para el encarcelamiento de alguna persona sin expresión de causa. Siendo la Bastilla el símbolo de la tiranía, el pueblo entendió que su primer deber revolucionario era tomarla y destruirla. El señor de Launay, un noble propietario de la gobernación de esta fortaleza, al recibir a un emisario de la multitud que lo conminó a retirar los cañones y rendirse sostuvo con él el siguiente diálogo, relatado por Alejadro Dumas en su novela Ange Pitou:

“—Los cañones del Rey están allí por orden del Rey; serán retirados sólo por una orden del Rey —manifestó el Gobernador.

—Señor de Launay —dijo Billot, sintiendo sus palabras engrandecerse y ascender a la altura de la situación—, el verdadero Rey es aquél a quien que yo os aconsejo obedecer. Está allí.

Y mostró al Gobernador la gris multitud, ensangrentada por el combate de la víspera, y ondulando ante las fosas, con sus armas relucientes por el sol.”

No hubo trato. El Gobernador, sin inmutarse, hizo disparar los cañones por las almenas, matando a un número mayor de personas tras cada salva. Pero la cerrada multitud, de varias decenas de miles ya, no se dispersaba y volvía a la carga con más decisión y odio. Era un odio acumulado durante siglos del que había huido el miedo. Evacuados los muertos y heridos, nuevos contigentes de ciudadanos, altivos y desafiantes ante la muerte, cubrían los vacíos. El pueblo de París había comprendido que pagaba el alto precio de la libertad cobrado por los tiranos. Cuando la multitud logró hacer caer el puente y derribar la puerta con los disparos de cuatro cañones sacados de Les Invalides, ingresó a la fortaleza y la tomó. Eran las cinco de la tarde. De Launay y los que habían disparado sobre la multitud, en la que se contó más de cien muertos, fueron ejecutados. Al día siguiente comenzó la demolición de La Bastilla. Ahora, en la plaza, una oscura línea al nivel de las veredas y la calzada señala el lugar donde antes se alzaba esa tétrica fortaleza.

Mientras el pueblo tenía lo suyo en todas las ciudades y aldeas de Francia, los representantes del tercer Estado, convertido en la Asamblea Nacional, seguían deliberando en Versalles, haciendo aún equilibrios internos para contrapesar el poder del Rey, y sin perder de vista su objetivo fundamental: abatir el feudalismo y asumir a plenitud el poder político en una nueva sociedad organizada según el contrato social. El 11 de agosto, aprobaron el decreto por el cual “La Asamblea Nacional destruye enteramente el régimen feudal”, se consagra el fin de los privilegios personales, la admisión de todos a los empleos públicos, la justicia gratuita e igual para todos, la abolición de la servidumbre personal en todas sus formas y la supresión del diezmo y otras exacciones eclesiásticas.

La declaración de la igualdad de todos ante la ley, por la cual cada ciudadano, rico, pobre, hombre o mujer, sólo tiene un voto; la conformación de los poderes del Estado por elección popular; y la independencia de estos poderes, como había enseñado Montesquieu, fue proclamada en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional el 26 de agosto de 1789.

Este documento ha sido renovado y extendido en su contenido por la Declaración de los Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas, en Paris, el 10 de diciembre de 1948. Es el estatuto mínimo de derechos de todo ser humano.

En 1989, cuando se celebraban los doscientos años de la Revolución Francesa, más allá de las fanfarrias oficiales y del colorido desfile militar por la Place de l’Etoile y Les Champs Elisées, la alegría iluminaba los rostros de sus habitantes y en ellos se podía leer su satisfacción por vivir en una sociedad nacida de la Revolución, a la que se habían añadido las conquistas sociales alcanzadas con tanto sacrificio y valentía desde entonces. Viéndolos, yo pensaba con gratitud cuánto debía la humanidad a esa Revolución y a los hombres y mujeres que se batieron para hacerla.

(14/7/2012)