SEGUNDA VUELTA: UNA LUCHA DE DOS SÍMBOLOS
Por Jorge Rendón Vásquez
En las elecciones del 6 de junio próximo en el Perú competirán no solo dos
candidatos, sino también dos símbolos nacionales.
Pedro Castillo, el maestro de escuela, el hombre del sombrero campesino, simboliza
al hombre del pueblo que, finalmente, ha podido elevarse a disputar la
presidencia de la República, por la acción de un movimiento político popular y su
esfuerzo. Es el paradigma soñado de los provincianos de abajo, de los hombres
y mujeres del pueblo que emigraron a las
grandes capitales sin más recursos que su voluntad, el apego al trabajo, la
honestidad y la esperanza de que ellos, sus hijos o sus nietos llegaran a los niveles
de educación y oportunidades para promoverse socialmente.
Pero, el hombre del sombrero campesino es, además, una expresión de la
larga marcha hacia la igualdad social de los indios, mestizos, pardos y otras
gentes llamadas de color que, bajo la dominación hispánica, habían sido catalogados
como castas raciales inferiores, destinadas a la explotación y excluidas de la
educación, la vida cultural y política y la dirección de las actividades
económicas. Esta situación ha pervivido todos los días en los doscientos años
de vida republicana de nuestro país, durante los cuales la conducción del
Estado ha sido un coto casi exclusivo de la casta blanca, convertida en poder
empresarial. Los únicos presidentes que no salieron de familias aristocráticas
blancas fueron: Luis M. Sánchez Cerro, Alan García, Alberto Fujimori, Ollanta Humala,
Martín Vizcarra y Juan Velasco Alvarado. Excepto Velasco, los otros gobernaron
para el poder empresarial que ya no pudo postular a uno de los suyos. Sánchez
Cerro encarnaba al militarismo sometido en cuerpo y alma a la oligarquía. Alan
García, quien se hacía pasar por doctor de la Universidad Complutense de
Madrid, tenía la suerte de que la plata de la corrupción le llegara sola, y
terminó pegándose un balazo para evitar la cárcel. Fujimori, un súbdito japonés
nacido en el Perú en un hogar de inmigrantes pobres, fue catapultado por el
poder empresarial a la dictadura desde la cual desfalcó al Estado y ordenó la
comisión de crímenes de lesa humanidad por los cuales sufre una condena penal
de 25 años. Humala, un militar en retiro que había ganado su elección con el
voto de una parte de la población de menores recursos, se postró dichoso ante los
empresarios y está también enjuiciado por corrupción. Vizcarra, un burgués de
provincia con un pasado no muy claro, fue separado de la presidencia y también
afronta un proceso penal. Velasco Alvarado se sitúa en la antípoda de los
presidentes mencionados anteriormente. Por su inteligencia y esfuerzo llegó a
la cúspide del mando militar y, dirigiendo a un nutrido grupo de oficiales,
asumió la presidencia de la República y, desde allí, acabó con el feudalismo en
nuestro país, le asignó al Estado un rol promotor y concedió a los trabajadores
derechos sociales fundamentales.
El éxito de Pedro Castillo se debe a la adhesión de un número cada vez mayor
de gentes del pueblo que perciben en él a un igual. Podría anunciar, por eso, el
comienzo de un gran cambio social y augurar la esperanza de comenzar a erradicar
las enormes desigualdades sociales, profundizadas en los últimos cuarenta años,
e imponer la igualdad de oportunidades para todos, y no solo, como ahora, para
los blancos y blanquiñosos.
Keiko Fujimori es también un símbolo, aunque de signo opuesto. Como su
padre, ha llegado a concitar la atención y el apoyo de una parte de las
mayorías sociales que le han servido para disputar la segunda vuelta electoral
tres veces y llegar una vez al control del congreso de la República. ¿Por qué
su activo electoral tiene como fuente más numerosa a los votantes populares?
Por dos factores. Primero, por la alienación de esta parte de la ciudadanía, impartida
desde los periódicos y la TV del poder empresarial y asimilada por una
deficiente educación; y, segundo, por cierta simpatía racial, manejada con
habilidad por sus técnicos en propaganda electoral. Los rasgos asiáticos de
Alberto Fujimori y su hija Keiko guardan, en efecto, cierta semejanza con los
rasgos indígenas de la mayor parte de nuestra población y crean en una parte de
los votantes la ilusión de que están más cerca de ellos. Se añade a eso la suposición
de que por contar esos “chinitos” con el apoyo de la casta blanca podrían
obtener para ellos algunas ventajas del Estado, además de las bolsas con
alimentos y los enseres domésticos que les regalan en las campañas electorales.
La dinastía Fujimori es, en suma, un fetiche fabricado por los estrategas de la
plutocracia.
Aunque en la primera vuelta la mayor parte de votos populares en conjunto
fue para los candidatos blancos del poder empresarial y los aventureros, bastó
un 13.37% para colocar a Keiko Fujimori en el segundo puesto y darle la
oportunidad de competir en la segunda vuelta.
Pero Keiko Fujimori es, además, un símbolo de otros antivalores. Estudió en
Estados Unidos con el dinero que su padre extraía ilícitamente de las arcas del
Estado; se solidarizó con su padre contra su madre, maltratada por aquel; nunca
ha dicho de donde sale el dinero para pagar su cómoda vida; se le
está juzgando por corrupción; justifica los crímenes por los que su padre
fue condenado; exculpa las esterilizaciones forzadas de las mujeres del pueblo
ordenadas por sus padre; y no tiene otro proyecto que continuar a fondo con el
neoliberalismo. Para sus promotores, este dechado de virtudes amerita de sobra su
encumbramiento a la presidencia de la República.
Como a la prensa y la TV del poder empresarial les es imposible absolver las
objeciones ciertas a su pupila, su estrategia se dirige a menoscabar al
candidato del sombrero campesino, a encontrarle peros, “terruquearlo” y
denigrar al presidente del partido Perú Libre, acusándolo de corrupción sin
fundamento. Solo tiene contra él, no obstante, las sentencias en un proceso
penal, tramitado como un juicio de la Inquisición, que se desgranan por su
incoherencia y ausencia de fundamentos fáctico y legal. Lo he demostrado con un
artículo en el que analizo ese proceso a partir de sus piezas fundamentales. Es
evidente que estos ataques y la adrenalina que los lubrica apuntan a crear una
brecha entre el hombre del sombrero campesino y la organización política que lo
ha postulado, para impactar sobre todo a la clase media. De esta campaña forman
parte los carteles electrónicos colocados en los barrios de más alto poder
económico, alertando contra un imaginado comunismo y una ilusoria confiscación
de las propiedades. Es la cólera al borde de la histeria ante la posibilidad de
que un hombre del pueblo honesto llegue a la presidencia de la República; la
misma reacción de los sujetos de la casta blanca en el virreinato contra los
indios y cholos que osaban alzar la cabeza con dignidad.
Del presente proceso electoral queda como otro efecto, que podría ser
trascendental, la consolidación del partido Perú Libre como una genuina
expresión de las reivindicaciones populares y como la fuerza que podría
impulsar los cambios necesarios en la estructura existente y en las
superestructuras política, jurídica y cultural.
(21/5/2021)
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