CONTRATO DE TRABAJO (2000)
PROLOGO
Francisco Gómez Valdez nos
ofrece un nuevo testimonio de su permanente inquietud y de su incansable
laboriosidad con su nuevo libro «El contrato de trabajo», necesaria y digna
continuación de su «Ley Procesal de Trabajo» de 1998.
De inmediato se advierte una
diferencia entre ambas obras: «Ley Procesal del Trabajo» es más pragmática, de
allí su éxito como libro de consulta obligada de los expertos. En cambio, en
«El Contrato de Trabajo», el Autor plantea el estudio de las instituciones conformantes
de este núcleo normativo, pasando de la teoría a la práctica, como si luego de
dictar una clase como profesor universitario tuviera que desarrollarla en su
actividad como abogado, síntesis cada vez menos frecuente en nuestro país donde
la casuística codiguera (sería irreverente decir positivista) se ha instalado
en el fárrago cotidiano de la controversia judicial.
Al cabo de más de dos siglos
de evolución, el contrato de trabajo se presenta como una de las instituciones
jurídicas más sólidas, puesto que su función en el plano económico, el más
importante en la vida de las sociedades, es posibilitar el uso de la fuerza del
trabajo ajena en casi todas las actividades, sin la cual éstas no podrían
realizarse. Esta institución conserva los rasgos esenciales del antiguo
contrato de locación de servicios y ha adquirido otros debido a la presión de
quienes prestan el trabajo, integrando en sí, de este modo, las dos corrientes
ideológicas y normativas del derecho: una por la cual el contrato de trabajo constituye
el marco legal de la utilización de la fuerza de trabajo por el empresario y,
por lo tanto, favorable a éste; y otra por la cual las reglas de ese contrato
limitan la voluntad del empresario en el reclutamiento, el uso y el
aprovechamiento de la capacidad laboral aportando con ello determinados
derechos al trabajador. Ambas corrientes arribaron a un equilibrio estable en
los principales países altamente industrializados hacia la década del sesenta,
con variantes determinadas por la correlación de las fuerzas sociales
intervinientes en la relación laboral, pero con caracteres, derechos y
obligaciones relativamente semejantes. En gran parte, el contrato de trabajo
así delineado reproducía los términos del pacto social, rector de aquellas
sociedades, por el cual los mínimos convenidos por las grandes partes pactantes
no pueden ser reducidos cualquiera que sea el resultado de las periódicas
contiendas electorales para conformar el Poder Legislativo. La franja de
derechos y obligaciones colocada por encima de ese límite es susceptible de
modificaciones según la significación de las fuerzas políticas y sociales
ganadoras de los comicios.
De manera que luego de la gran
crisis petrolera de 1974 y más específicamente después de haber sido lanzada la
corriente de la flexibilidad laboral, los derechos de los trabajadores no
pudieron ser desactivados, aunque bajo gobiernos conservadores con el apoyo de
una parte de la pequeña burguesía haya podido darse la introducción de ciertas
formas de contratación laboral denominadas atípicas, si bien asentadas en
algunas necesidades del propio aparato productivo y con el consentimiento, en
ciertos casos, de algunos grupos afectados. Se prefirió, en todo caso, la
negociación colectiva para introducir determinadas modificaciones, sobre todo
en cuanto a la duración del trabajo poniendo en práctica una flexibilidad
negociada.
Hoy a nadie en el mundo le
cabe la menor duda de que la flexibilidad laboral corno antídoto contra el
desempleo, argumento con el cual se le lanzó como doctrina justificándola,
nunca funcionó ni podía funcionar, porque sus medidas normativas producen
directa e indirectamente desempleo. Para algunos esa contradicción en sí de la
flexibilidad era muy clara, y no debía pasar si se inclinaban hacia los trabajadores;
o, por el contrario, si estaban a favor de los empresarios, debía ser
convertida en normativa de inmediato y, cuan más radicalmente, mejor. Otros se
dejaron estar en una contemplación benévola de la moda flexibilizadora. De
manera general, en Europa, la flexibilidad no pudo transponer la década del
ochenta.
Pero ésta no ha sido la
situación en América Latina, donde esa corriente, corno otras, llegan
tardíamente y demoran en desaparecer como ciertas epidemias. La flexibilidad
tuvo aquí su momento de eclosión en la década del noventa por obra de gobiernos
de derecha y de centro, populistas y autocráticos. En veintitantos países de
América Latina se puede encontrar todas las variantes de esa experiencia y el
mismo resultado: la flexibilidad no ha significado nada bueno; no ha podido
reducir el desempleo; no ha promovido la inversión; no ha contribuido a elevar
el nivel de vida de la población; tampoco ha generado un mayor valor agregado
ni ha posibilitado un aumento de las contribuciones al fisco. Por el contrario,
ha servido para darles a los empresarios beneficios suplementarios efímeros y
el desahogo de una revancha contra los dirigentes sindicales y los trabajadores
conscientes de sus derechos sociales, en quienes vieron sus enemigos
tradicionales. Ni la inversión ni la producción pueden aumentar, ni tampoco las
ganancias, con una fuerza de trabajo desvalorizada, es decir sin una formación
profesional adecuada y mal retribuida.
En nuestro país, la
legislación laboral y de seguridad social se desarrollaron lentamente desde
comienzos del siglo XX hasta el fin de la década del sesenta a impulsos de la
presión social, la incipiente doctrina laboralista y las conveniencias y
temores de los grupos en el poder político. Y súbitamente, entre 1970 y 1975, por
las especiales circunstancias políticas en este período, el Derecho de Trabajo
y el Derecho de la Seguridad Social fueron reestructurados y situados en la
modernidad sin mengua de la producción y la productividad, sino al contrario,
estimulándolas.
Después, vino un largo proceso
de erosión de esa legislación en los tres quinquenios siguientes con tres tipos
de gobierno y estilos distintos, y, finalmente, en la década del noventa fue
llevada a una involución hasta dejarla en situaciones fragmentadas similares a
las existentes escalonadamente varias décadas antes de la del sesenta, con
ciertas variantes del gusto e interés de las empresas bancarias, de seguros y
de inversión de los fondos de pensiones beneficiarias con aportaciones cautivas
procedentes de la relación laboral.
Objeto fundamental de estos
cambios fue el contrato de trabajo en sus momentos de concertación, desarrollo
y extinción. A la legislación de 1970 a 1975 se le cambió simplemente el
sentido de sus disposiciones más importantes: lo que era favorable al
trabajador fue en adelante favorable al empleador, y no hubo en esto ni
siquiera alguna innovación de técnica normativa, pues a las instituciones
jurídicas sistematizadas de cierto modo en aquel período se les amputó las
ramas con determinados derechos sociales y se injertó en su lugar los miembros
de cuerpos muertos varias décadas antes.
Estos cambios legales se
deslizaron en el terreno de las relaciones laborales y las saturaron. Cambiaron
éstas y cambió también la orientación de la jurisprudencia que decide
finalmente sobre la aplicación de las normas. Pese a la existencia de un
desvirtuado principio prooperatorio en la Constitución de 1993, la tendencia
fue la contraria y comenzó así a aparecer un repertorio de decisiones
jurisprudenciales laborales favorables a los empresarios e incluso contra
legem émitidas por magistrados en su mayor parte satisfechos de su poder
jurisdiccional consciente de hallarse instalados dentro de un sistema del cual
son parte importante.
Así llegamos al final del siglo
XX, después del cual se abre una perspectiva inmediatamente similar a lo
sucedido hasta ahora, cuyas posibilidades de cambio en nuestro país no se
avizoran aún, a tono con la presencia menoscabada y sin fuerza de los grupos
laborales afectados por la recesión y la legislación y jurisprudencia
laborales.
La lectura de las páginas
densas de experiencia y de comentarios a esta realidad del contrato de trabajo
del libro del mismo nombre de Francisco Gómez Valdez, incitan a la reflexión,
no sólo sobre el contenido y la aplicación de las disposiciones legales, sino
también sobre el trasfondo y su razón de ser; reflexión que es también un
resultado del libro.
Francisco Gómez Valdez tiene
la autoridad suficiente para el análisis exhaustivo del contrato de trabajo
realizado en su obra. Formado hasta obtener el título de abogado en la Facultad
de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Mayor de San Marcos, siguió
luego los estudios de postgrado en la Universidad de París I al promediar la
década del ochenta. Me complace recordar cómo, no bien concluidos sus exámenes
para recibirse de abogado, un día se presentó en mi oficina en aquella casa de
estudios buscando mi opinión sobre su futura formación, y le dije lo que he
recomendado y recomiendo a muchos otros estudiantes y jóvenes profesionales:
«váyase al extranjero a proseguir su formación, y si es a Francia mejor». Y él
partió hacia ese país poco tiempo después para someterse al altísimo nivel y al
rigor de los estudios de derecho de la universidad francesa, con maestros cuya
luz, corno las estrellas lejanas de primera magnitud, aún no han llegado al
nuestro o la perciben sólo quienes están dotados de los instrumentos adecuados.
Gran parte de la producción
intelectual de Francisco Gómez Valdez y de su visión del Derecho del Trabajo se
explica por esta formación, pero, además, por su compromiso como profesor
universitario con la mejor doctrina laboral, por su actitud como abogado al
servicio de los grupos humanos más necesitados de apoyo y por su calidad de hombre
de bien.
Lima, febrero del 2000
Jorge
Rendón Vásquez
Profesor
Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
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