sábado, 8 de enero de 2022

POLÍTICA DE REMUNERACIONES- Dr. JORGE RENDON VÁSQUEZ (1984)

 



POLÍTICA DE REMUNERACIONES

Dr. JORGE RENDON VÁSQUEZ

Anales del IV Congreso de Derecho del Trabajo y Seguridad Social-UNMSM (1984)

 

 

Entendemos que cuando se alude a una política de remuneraciones se toca un tema que se encuentra más allá de la normatividad jurídica relativa a las relaciones de trabajo. Esta normatividad constituye el Derecho Positivo; y es, en otros términos, el Derecho del Trabajo, o el conjunto de normas jurídicas rectoras de esas relaciones, si consideramos al Derecho sólo en el plano ideal.

DEFINICIÓN DE POLÍTICAS DE REMUNERACIONES

La política laboral, dentro de la cual se encuentra la política de remuneraciones, tiene otra significación. Constituye el conjunto de objetivos, planes y lineamientos sobre la norma como un equipo de gobierno entiende que deben desarrollarse las relaciones laborales. Como su nombre lo indica, la política es fundamentalmente actividad de gobierno y da lugar a una acción normativa y a acciones administrativas por el aparato del Estado. Por consiguiente, la política laboral es igualmente importante para cuantos participan de la vida de un Estado, ya como gobernantes ya como gobernados. Todos ellos tienen un interés semejante, aun cuando de signo distinto, en determinar cómo se ordenarán las relaciones laborales, en tanto y cuanto éstas constituyen la base sobre la cual reposa la vida de la colectividad. Más aún: todos gozan del derecho de proponer esta política, como una expresión de su derecho a participar en la conducción del Estado; y de ejecutarla o de contribuir a su ejecución, si ella concierne a la actividad económica que realiza. No es solo, obviamente, el quehacer de los partidos políticos o de los grupos en la dirección del Estado; también lo es de las organizaciones sindicales, de las asociaciones de empleadores, de los trabajadores individualmente considerados, de las cátedras universitarias, de los estudiantes y de los estudiosos de estos temas.

La política laboral, conjuntamente con el Derecho del Trabajo, conforman el objeto principal de la Ciencia del Derecho del Trabajo.

En la economía capitalista, las relaciones laborales tienen por ámbito a la empresa, célula o unidad de aquella; y se dan entre un empleador, propietario de los medios de producción y, como tal, organizador de la empresa, y uno, varios o muchos trabajadores. Esa relación consiste en un intercambio: el trabajador entrega su fuerza o capacidad de trabajo, para su uso en la producción de bienes o servicios, lo que implica someterse a la dependencia del empleador, pues es ésta la única manera como éste podría utilizarla; y el empleador paga por esa fuerza una remuneración o salario. Este intercambio se da en tanto dure la relación. La situación es la misma cuando cualquier persona toma a otra para que le preste servicios, incluso si aquélla es la administración pública.

Aunque pueda parecer un contrasentido hablar de política de remuneraciones, lo que quiere decir dirección por el Estado, respecto de relaciones entre particulares regidas por su propio interés o el interés prevaleciente, esa política existe y es posible, y se encuentra orientada a favorecer a una u otra parte en la relación; se manifiesta a través de mecanismos estatales que hasta ahora han dado como resultado una disminución de las remuneraciones o han significado un límite a su crecimiento.

Veamos cómo ha evolucionado esta política.

NOCIÓN DE REMUNERACIÓN

Jurídicamente, la remuneración es una contraprestación a cargo del empleador. La Ciencia del Derecho del Trabajo se limita a desarrollar este concepto; describe los elementos que lo componen, su modo de fijación y el régimen de pago, considerándolo a partir de su naturaleza de obligación, desde que ésta surge cuando el trabajador se pone a disposición del empleador hasta que aquél recibe el importe correspondiente. El esquema al que pertenece es muy simple; do ut des; dar algo a cambio de otra cosa; en otros términos, dar fuerza de trabajo por remuneración.

Sin embargo, esta manera tan simple de ver la remuneración comenzó a cambiar hace algunas décadas en Europa, cuando se pensó en el rol de las cotizaciones y prestaciones de la seguridad social que se habían extendido a casi toda la población activa luego de la segunda guerra mundial por exigencia de los trabajadores. Se hizo presente entonces la noción de salario social consistente en la totalidad de bienes y servicios que el trabajador y su familia reciben de las instituciones de seguridad social, cuyo financiamiento se atendía con las cotizaciones tanto de los trabajadores como de los empleadores. Resultaba evidente que la cotización del trabajador era y es una parte de su remuneración, y que la cotización del empleador es una suma adicional al salario pagado directamente al trabajador. El mecanismo de concentración de estos recursos a escala regional o nacional y su distribución de acuerdo con las necesidades de los beneficiarios, en unos casos, como ocurre con las prestaciones de salud, o según un número determinado de años de aportación, como por lo general sucede con las pensiones, quebrantaba la idea tradicional y errónea de equiparidad entre fuerza de trabajo y remuneración, puesto que los bienes y servicios recibidos de la seguridad social por el trabajador y su familia podían ser superiores o inferiores a las cotizaciones pagadas. Así se habló de una socialización del salario, no porque hubiera una socialización de los medios de producción, sino porque este salario pagado en la forma de prestaciones de seguridad social se distribuía entre un conjunto determinado de beneficiarios.

De allí la denominación de salario social que se le dio. Es evidente que la seguridad social, como una manifestación del intervencionismo estatal, constituye una forma de socialización, en tanto y cuanto hay una captación obligatoria de fondos de las empresas y los trabajadores por una o varias instituciones que los distribuyen como prestaciones a la pluralidad de beneficiarios. Pero la idea de la remuneración trascendió, además, del campo jurídico al campo económico al cual los tratadistas del Derecho del Trabajo habían rehusado penetrar. En realidad, la remuneración, desde que las relaciones de trabajo capitalistas se establecieron, se habían venido moviendo en dos planos paralelos sin conexión entre sí; el plano económico y el plano jurídico. Para los empresarios y para los trabajadores la remuneración nunca dejó de ser un concepto económico, y la ciencia económica construye su edificio teórico y práctico, en gran parte, sobre ella. Para los juristas y para la ciencia del Derecho del Trabajo, la remuneración es un concepto jurídico; es una suerte de resultado con el cual hay que trabajar. La fijación de su monto, el aspecto más importante, pertenece fundamentalmente al campo de la economía, y allí no ingresaban los juristas, y así lo enseñaban los teóricos de esta manera de ver las relaciones laborales. Pero esa conexión se ha producido y es necesaria. La teoría marxista con su análisis profundo de la génesis del valor y los trabajadores con sus reclamaciones por elevar el monto de la remuneración han sido los factores determinantes de la necesidad de estudiar la remuneración en su carácter económico y en su carácter jurídico; no como dos conceptos separados sino como un concepto único. Es obvio que esta ambivalencia determina una serie de modificaciones en la teoría jurídica.

NATURALEZA ECONÓMICA DE LA REMUNERACIÓN

Desde el punto de vista económico, la remuneración, en la economía capitalista, es el precio de la fuerza de trabajo, y en promedio equivale al valor de ésta, es decir, al valor del conjunto de bienes y servicios con los cuales el trabajador y su familia satisfacen sus necesidades mínimas, de manera que sea posible la renovación de las energías del, trabajador para que éste pueda presentarse los días siguientes a la empresa a proseguir el proceso productivo y para asegurar la continuidad de la fuerza de trabajo en el futuro. Durante los últimos tiempos se habla de una canasta familiar que contendría los bienes y servicios que una familia necesita, y se trata de cubrir con este eufemismo las necesidades de una familia promedio.

No hay, sin embargo, una canasta familiar única, sino varias; la de los trabajadores asalariados es distinta de la pequeña burguesía, concepto dentro del cual se encuentran los pequeños propietarios; y ambas difieren de la de los grandes propietarios de los medios de producción o burguesía, si bien hay en todas ellas productos comunes cuyo precio es semejante. La diferencia estriba en que el poder de compra de estos dos grupos les permite poner en sus canastas más y mejores productos.

La teoría económica marxista le ha llamado por eso, al salario el precio socialmente necesario de la fuerza de trabajo, porque debe considerarse en promedio las condiciones de vida en una sociedad y en un tiempo determinados.

Por su carácter de bien entregado al cambio, el precio de la fuerza de trabajo puede oscilar según las tendencias del mercado; si la demanda de las empresas excede a la oferta de trabajadores su precio se eleva; y si, por el contrario, la oferta de mano de obra es mayor que la demanda su precio decae hasta llegar a los límites de la subsistencia de los trabajadores y sus familias, más abajo de los cuales éstos serían aniquilados.

La segunda de estas situaciones ha sido el estado normal de la economía capitalista, incluso en los períodos de bonanza. El sistema ha generado permanentemente un exceso de fuerza de trabajo en relación a la cantidad de puestos de trabajo en las empresas, por la introducción de máquinas y técnicas de mayor productividad, por la concentración del capital y por la reducción o paralización de la producción debidas a la concurrencia.

A esa diferencia Marx le llamó el ejército industrial de reserva; gradas a éste le ha sido posible al capitalismo controlar el monto del salario; lo que indica que el pleno empleo, además de ser una utopía, constituye un hecho inconveniente para los empresarios capitalistas quienes admiten la reabsorción o absorción de la mano de obra sin trabajo sólo como un efecto de las inversiones más no como un fin en sí mismo, confiando en que el sistema nunca podrá disipar enteramente el desempleo.

La fijación de salarios mínimos generales, profesionales o de empresa, por la acción del Estado o merced a la negociación colectiva, no ha significado un cambio fundamental en el comportamiento del mercado de fuerza de trabajo, Los mínimos, particularmente los estatales, han sido colocados a un nivel tan bajo que no representan mayormente un obstáculo al libre juego de la oferta y la demanda, y no han impedido, por lo tanto, que los empresarios ubiquen las tarifas salariales, en general, muy cerca de estos límites mínimos. Sólo ciertas categorías de trabajadores, altamente capacitados o algunos grupos de profesionales muy solicitados, han podido lograr salarios muy altos.

CREACIÓN DE NUEVO VALOR POR EL TRABAJO

Para el empresario el precio de la fuerza de trabajo engloba todos los pagos hechos al trabajador, ya sean directos o indirectos, tanto el salario individual como el salario social y otros gastos practicados en relación a un individuo o a un conjunto de individuos. Su contabilidad registra estos egresos como una parte de su inversión: la inversión en capital variable.

Como tal se transfiere al precio de costo de los bienes y servicios producidos y debe ser recuperado luego que éstos son vendidos. La producción de una empresa contiene, así, básicamente el valor de la inversión en medios de producción (instrumentas de producción, como máquinas y herramientas, locales, la infraestructura de la colectividad e insumos o materias primas), el valor de la inversión en fuerza de trabajo y el nuevo valor creado por el trabajo o plusvalía. La suma de estos valores le pertenece jurídicamente al empresario, como una consecuencia de la propiedad de los medios de producción. El, como dueño de los medios de producción, es también el organizador de la empresa y el beneficiario del producto.

Sin embargo, el nuevo valor creado es un resultado del trabajo; es la energía humana materializada en un nuevo valor agregado del cual el empresario toma posesión de jure y de facto en virtud del ordenamiento jurídico.

Puede hacerlo gracias el principio elaborado por los juristas romanos según el cual el esclavo adquiere o produce para el amo o para aquél a quien es dado en locación. Sucede lo mismo cuando una persona libre se alquila a sí misma: la esencia de este contrato consiste justamente en la renuncia del trabajador, forzada por la necesidad, a los bienes y servicios creados y en la entrega de este derecho al empleador, figura a la cual se le ha denominado, en la doctrina española, la ajenidad. El trabajar para otro, en estas condiciones, o la locación de la fuerza de trabajo, implica obviamente subordinarse jurídicamente. La ajenidad y la subordinación son, por ello, los dos rasgos tipificantes de la relación laboral capitalista sobre la cual se levanta toda la economía capitalista.

No hay, en consecuencia, equiparidad entre el salario y el valor del producto del trabajo. Hay quienes dicen, sin gran fundamento, que el salario paga el trabajo. La equivalencia que se das en otros contratos de intercambio entre lo que se entrega y lo que se recibe es propia, en rigor, también del cambio de fuerza laboral por salario, puesto que éste paga, más o menos, lo que costó la producción de la fuerza de trabajo. Es mucho más, por supuesto, el valor que ese trabajo puede crear.

En el trabajo autónomo no existen estos dos caracteres. El productor independiente es dueño de los medios de producción y emplea su propia fuerza de trabajo. Por consiguiente, tiene el derecho de hacer suyo el nuevo valor creado, evidenciado con la venta de los bienes y servicios producidos.

Su relación con los adquirientes de estas mercancías es directa; tiene lugar mediante contratos de compraventa o de ejecución de servicios. La situación de los trabajadores asalariados es distinta, pues entre ellos y los compradores o usuarios de la producción se levanta como intermediario el empleador.

El fin del empresario capitalista al determinarse a realizar una actividad económica consiste precisamente en la obtención de la plusvalía. Carecería de sentido para él invertir si el resultado final fuera sólo la recuperación de la misma suma empleada.

Sus dos grandes presupuestos, sobre los cuales basa toda su existencia como inversionista, son asegurar la subsistencia de esta fuente de nuevo valor y aumentar la cantidad de éste. El ordenamiento jurídico y una determinada política empresarial le permiten llegar a la realización de ambos. Garantizada la propiedad de los medios de producción y el derecho subsecuente de disponer de la plusvalía, la manera de aumentarla puede ser: 1) elevando los precios de venta de los bienes y servicios producidos hasta donde soporte la capacidad de compra del mercado y lo admita la concurrencia; 2) aumentando la productividad del trabajo de las personas a su servicio, mediante mejoras en los instrumentos y procedimientos técnicos; 3) aumentando la intensidad del trabajo; 4) reduciendo los salarios; 5) utilizando todos estos medios. Los cuatro últimos pertenecen, en mayor o menor grado, al campo del Derecho del Trabajo y de la política laboral. Pero se hallan, al mismo tiempo, en el campo de la economía empresarial. Todos forman una parte muy importante de la microeconomía.

Se diría, por lo tanto, que la economía capitalista, en pleno, se dirige a captar la masa de plusvalía producida por la fuerza de trabajo. La producción para la satisfacción de las necesidades individuales y colectivas es sólo un medio y no un fin en sí mismo, y sólo importa en la medida en que puede reportar una masa más grande de plusvalía,

Esta manera de ser del capitalismo trasciende al trabajo independiente, al cual se le puede sustraer una cantidad dada de plusvalía subvaluando los bienes producidos o aumentando el precio de los medios de producción adquiridos. 

Si se observa la producción de la totalidad de las empresas de un país se constata que su valor incluye los mismos valores que cada mercancía, es decir, el valor de los medios de producción, designado como amortización, el valor de la fuerza de trabajo y la plusvalía.

El análisis macroeconómico posibilita una determinación más o menos exacta de estos valores, pero, a su vez, permite seguir el proceso del desarrollo económico, en, sus fases de producción, distribución y consumo que se expresan en el producto bruto interno, el ingreso nacional y el gasto total, respectivamente; en otros términos, el producto al descomponerse en sus valores da lugar al ingreso de cada grupo, o su equivalente monetario, el cual da acceso a la compra de los bienes y servicios de que el producto se integra, o gasto.

Se puede ver así claramente que la remuneración o salario es el ingreso de los trabajadores, en tanto que la plusvalía es el ingreso de los capitalistas, y que una y otra implican cierta capacidad de compra de la propia producción. La visión general del sistema y el manejo del aparato estatal ofrecen la posibilidad de poner en práctica políticas de remuneración determinadas.

LAS ESCUELAS ECONÓMICAS Y LA REMUNERACIÓN

La actitud de las principales escuelas económicas ha sido, en este sentido, distinta. Para el liberalismo económico los salarios debían ser determinados completamente por el juego de la oferta y la demanda, posición que en el plano jurídico se expresaba en una libertad de contratación absoluta, excluyente de cualquier intervención estatal modificadora de los términos del contrato.

No se podría decir, sin embargo, que el Estado, o por mejor decirlo los representantes de los grupos capitalistas que lo conducían, hayan adoptado una política abstencionista en las relaciones laborales; su rol era, por el contrario, muy activo en resguardo del libre flujo de las leyes del mercado, lo que equivale a decir que la represión de los trabajadores fue por demás severa y casi siempre cruel, para impedirles reclamar unidos, ya que hacerlo hubiera sido una distorsión de la libre contratación individual, la única admitida. La política liberal controlaba, pues, las remuneraciones mediante el mercado y la fuerza pública.

Bajo esta concepción se desarrollaron las relaciones de trabajo desde la revolución industrial hasta finalizar casi el siglo XIX. El liberalismo debió batirse, no obstante, en retirada, cuando la clase obrera organizada sindical y políticamente fue conquistando algunos derechos sociales que el Estado burgués tuvo que reconocer, a pesar suyo, y particularmente los de sindicalización y negociación colectiva, luego de una lucha continua y penosa.

El tenue intervencionismo estatal de nuevo tipo, precipitado bajo la forma de la facultad reglamentaria de las relaciones de trabajo, conjuntamente con la convención colectiva, que han dado lugar al Derecho del Trabajo, no suprimieron la libre oferta y demanda de fuerza de trabajo: sólo las limitaron. Esto significaba que el trato individual no podía infringir los límites representados por los salarios mínimos estatales o convencionales. Más aún, la contratación se hizo, en parte, colectiva, pero era contratación, al fin y al cabo. Fue un gran progreso evidentemente el haber pasado de una situación a otra, pero el poder del sistema capitalista de controlar los salarios fue tocado muy superficialmente.

Alguna doctrina del Derecho del Trabajo se ha complacido en relievar el tránsito de una situación a otra exagerando su real significación y presentándolo como el non plus ultra en la evolución de las relaciones de trabajo, dando por inconmovible la existencia y poder de la empresa capitalista, y restando importancia al hecho de que el advenimiento de una nueva manera de contratar y del poder estatal reglamentario fue el resultado de la acción obrera.

La intervención estatal modificadora de las relaciones de trabajo, más acentuada al paso que el aparato administrativo del Estado se hacía más complejo e importante, no perdió su carácter represivo precedente. A pesar de haber sido conseguidos ya por los trabajadores los derechos de sindicalización, negociación colectiva y, en algunos casos, huelga, el Estado, en cuanta ocasión le era posible, limitaba o desconocía estos derechos a través de la actividad de cualquiera de sus poderes públicos. Los salarios mínimos estatales, cuando se les estableció, fueron tan pequeños que estaban en los límites permisibles para la subsistencia de una sola persona. Reducidas o aniquiladas la sindicalización, la negociación colectiva y la huelga, por la persecución, la fijación de los salarios fue determinada por el trato individual, vale decir por el empleador.

El intervencionismo estatal alcanza un nuevo vuelo con el New Deal de Roosevelt, en los Estados Unidos y la teoría de Keynes, en los años 30. Fue el reconocimiento, por el capitalismo, de que su subsistencia sin la ayuda del Estado era imposible. La única manera de atenuar la crisis económica, que se arrastraba desde 1929, debía ser mediante una acción planificada del Estado, basada en la incorporación de poder de compra en la sociedad. La teoría económica capitalista, intentando manejar esta política global para cada país, descubre la macroeconomía. Pero no se incide sobre las relaciones laborales. Las remuneraciones para el keynesismo deben seguir siendo fijadas por el mercado. A lo más cabrá esperar una leve elevación de los salarios a medida que las inversiones relanzaban la actividad empresarial y las empresas retomaban mano de obra; pero el impulso logrado no llegó a disipar completamente el desempleo. Los excedentes de mano de obra servían para el control eficaz de los montos remunerativos.

Con el keynesismo se implantan definitiva y claramente en los países capitalistas la noción y la posibilidad de ejecutar una política económica determinada, y asimismo una política social poniendo en juego el aparato estatal. Surge también la posibilidad de controlar los salarios mediante un proceso inflacionario dirigido por la administración estatal.

Más desembozada y directamente, el capitalismo apeló en otros casos, al Estado bajo la forma de regímenes corporativos para imponer un régimen laboral con salarios férreamente reducidos.

Luego de la segunda guerra mundial, y restaurada la economía de los países europeos occidentales por la inversión de grandes capitales procedentes de América del Norte y por el espíritu de trabajo, iniciativa y formación profesional de esos pueblos, se generó una reacción, en los medios empresariales y teóricos capitalistas, contra el intervencionismo estatal.

El esfuerzo de la reconstrucción había producido una ola de expansión económica que encontró en el libre juego del mercado el terreno apropiado para desenvolverse casi sin obstáculos. Ahuyentada la crisis, era evidente que el rol tutelar del Estado respecto de la economía decaía. Correlativamente, el establecimiento y fortalecimiento de la democracia política en la mayor parte de los países capitalistas favoreció la vigencia de los derechos sociales, como la sindicalización, la negociación colectiva, la huelga, la seguridad social. Se pudo hablar así, especialmente en Alemania Federal, de una economía social de mercado, dado que la economía era liberal y, como parte de ésta las organizaciones sindicales podían tratar libremente con los empleadores sobre la categorización profesional, las condiciones de trabajo y las escalas remunerativas. La libertad económica parecía conjugarse con la libertad política. Al amparo de estas condiciones, la acción sindical intensa de los trabajadores obligaba a los empleadores a conservar, más o menos, la parte del producto destinada al pago de salarios. Este poder incontestable de negociación hizo más fuertes a las organizaciones sindicales. Advirtiendo que su injerencia se tomaba menos necesaria, los conductores del Estado, adictos de modo general a la concepción de una economía de mercado, limitaron su intervención en materia social a las áreas no tocadas por la convención colectiva, como el salario mínimo interprofesional. La política salarial manifestaba su presencia indirectamente, insertada en los resortes de la política económica. Al crear un grupo de países capitalistas de Europa Occidental la Comunidad Económica Europea, para equilibrar, mediante la constitución de un gran mercado, el poder de los Estados Unidos, la emulación entre sí por mantenerse fieles a la libre concurrencia, condición para la existencia de este bloque, garantizó también la contratación laboral colectiva. El precio de la fuerza de trabajo tendió a uniformarse en estos países por la presión sindical que encontraba en la negociación colectiva su vía natural de desahogo.

Sin embargo, la plena vigencia de una economía de mercado no eliminó, ni mucho menos, el desempleo. La presencia del ejército industrial de reserva seguía siendo determinante para impedir que el poder de negociación de las organizaciones sindicales lograse elevar los niveles salariales. Es cierto que los desempleados al recibir un subsidio ya no caían en la miseria extremada a la que eran arrojados antes de la década del 40 cuando carecían de este derecho, y que seguían representando un cierto poder de compra; pero sus condiciones de vida reducidas los volvían competidores temibles de los trabajadores ocupados. La política social en la Comunidad Económica Europea, a fin de reducir la protesta sindical, buscó aliviar el desempleo, ayudando a la reconversión de las empresas o a la reinstalación de los desempleados en otras empresas.

La ola de liberalismo de los países capitalistas altamente industrializados se transmitió con intensidad diversa a los países en vías de desarrollo, pero, en casi todos los casos, sin el componente de la libertad política, y, por lo tanto, sin admitir, sino muy limitadamente, la libertad sindical y la negociación colectiva.

En numerosos países de la periferia económica capitalista, el Estado tuvo que intervenir decididamente en materia social, mas no a favor de los trabajadores sino para impedirles el trato colectivo con los empleadores, salvo que sus organizaciones se aviniesen a aceptar las condiciones y salarios impuestos por éstos, lo que sucedió y sucede aún, en muchos casos.

La distancia social que los separaba de Europa Occidental era, así, de un siglo. Pero, como la protesta social resultaba incontenible, el Estado se vio además obligado a intervenir en otros aspectos de la política salarial tratando de cubrir el espacio, que hubiera debido ocupar la negociación colectiva, por medio de la imposición obligatoria de niveles salariales en vía de autoridad o resolviendo los conflictos, lo que no sucedía en los países capitalistas altamente industrializados.

 

INFLACIÓN Y REMUNERACIONES

La crisis económica desencadenada a partir de 1974 en los países capitalistas no ha modificado sustancialmente la situación descrita, salvo en cuanto a un endurecimiento del trato a los dirigentes sindicales en los países no desarrollados, como ocurre en América Latina, acompañada o no de la desaparición de la democracia representativa.

Pero esta crisis, además de ser deflacionaria, en tanto provoca desempleo masivo, es inflacionaria. Como tal, recorta el poder de compra salarial y lo transfiere a grupos muy pequeños de capitalistas nacionales o a empresas extranjeras en la diferencia de los términos del intercambio.

La inflación se presenta, por lo tanto, como un procedimiento gigantesco generado por el propio sistema capitalista para extraerles a los trabajadores una parte cada vez más grande de sus salarios reales. No se trata sólo de la captación de la plusvalía por el capitalismo sino de mucho más. Como no es posible retornar al siglo pasado aniquilando la sindicalización de los trabajadores y la negociación colectiva, y restaurando a plenitud el convenio individual, el sistema capitalista ha producido este mecanismo de expropiación del salario que cumple la misma función que el trato individual en el siglo pasado y que puede escapar al control por el Estado.

Si en aquellos tiempos, el rechazo por los trabajadores de la explotación produjo una normatividad para su defensa cabría esperar también hoy que el rechazo de la inflación les conduzca a un régimen apropiado de protección contra ella, salvo que se piense que el sistema capitalista se halla ya agotado y no resistiría reformas, debiendo procederse, antes bien, a un cambio estructural, lo que resulta evidentemente necesario y parece viable.

 

POLÍTICA ECONÓMICA Y POLÍTICA SOCIAL

En lo que tiene de vida el sistema capitalista ha habido, en suma, una política laboral, y, dentro de ésta, una salarial, de los grupos en la dirección del Estado, orientada por la necesidad del capitalismo de resguardar y aumentar la masa de plusvalía, como una constante. Sin embargo, hace sólo unas pocas décadas que esta política se sirve de instrumentos más agudos, a medida que el aparato administrativo se perfecciona y puede terciar en la vida económica en forma más determinante.

La política social aparece, empero, como tributaria de la política económica que implica la conducción macroeconómica. Aquélla es parte de ésta. Ambas tendrían que ser como las dos fases de una misma conducta de dirección, si se supusiera que una y otra se interinfluencian, mas no sucede así porque no son independientes. De hecho, una política económica presupone una clase determinada de política social. En términos de administración pública esto da lugar a que el departamento ministerial encargado de la economía y de las finanzas públicas adquiera una fuerza e importancia enormes, y que las decisiones de política social se tomen por el titular y funcionarios de este ministerio, quedándole a la administración pública del trabajo un rol accesorio de recolección de la documentación, conciliación de las partes y presentación de los problemas.

La supremacía del grupo estatal conductor de la economía determina que las disposiciones legales, los salarios mínimos y la solución de los conflictos económicos, si la administración pública interviene en su solución tengan que acomodarse a los lineamientos de la política. La normatividad laboral sólo puede escapar al inmovilismo en que los empresarios y esta política quisieran dejarla, cuando la presión laboral adquiere tal fuerza que rompe el cerco y sitúa la norma en un nivel más elevado.

Por consiguiente, no sería posible pretender que la acción sindical quede confinada al plano netamente social o laboral; tiene que proyectarse al plano económico y se convierte también en una acción de signo político, en tanto reclama un cambio en la política económica o una nueva política económica.

A nivel de la empresa, las organizaciones sindicales, al plantear sus reivindicaciones laborales, tienen que ingresar necesariamente al conocimiento de la marcha económica de aquélla. Pero, a medida que las reclamaciones comprenden a conjuntos cada vez más grandes de trabajadores, los planteamientos se vuelven más económicos y políticos, en tanto y cuanto el interés de todos ellos se asocia a la marcha económica de todo el país.

Y esto adquiere caracteres de necesidad en condiciones de inflación en que la expropiación del poder de compra de los asalariados es un hecho general, inherente a la conducción económica del país situada más allá de la microeconomía.

UNA ALTERNATIVA EXPERIMENTAL

Pero entonces sería pertinente la apertura de canales a través de los cuales los trabajadores y, asimismo, los empleadores, pudieran participar en la formación de la política económica y social, y en su ejecución. Esto puede implicar su asociación a la gestión del aparato administrativo. Hasta ahora, en nuestro país y en casi todos los demás de América Latina, se ha propuesto una participación meramente consultiva a través de los consejos de trabajo pertenecientes al ministerio de trabajo, participación consistente en la posibilidad de los representantes de las organizaciones de trabajadores y empleadores de expresar su opinión sobre aspectos señalados por el Gobierno y a pedido de éste. Evidentemente la exposición de las opiniones de cada grupo, por lo general contradictorias entre sí, ha dado lugar a debates y, en ciertos casos, ha determinado acuerdos, pero no ha obligado al Gobierno a convertirlos en disposiciones legales. La idea de estos órganos de consulta no es nueva, Invariablemente, la organización de todos los ministerios de trabajo los contiene, pero su funcionamiento ha dependido del Gobierno. Recientemente, en nuestro país, se ha reactivado el Consejo Nacional de Trabajo, que con una denominación semejante existía en la anterior Ley Orgánica del Ministerio de Trabajo. Un tanto ampulosamente se le ha denominado órgano de concertación a tono con una actitud del Gobierno de acercamiento a las organizaciones sindicales. Pero, no se trata, en verdad, de una instancia de concertación sino de un simple órgano consultivo receptor de las opiniones y sugerencias de las partes, que pueden llevar cada una por su lado o ser conjuntas, o suscitar un debate, sin que el Gobierno se encuentre obligado, en absoluto, a acatar los acuerdos logrados. Concertar quiere decir tomar acuerdos obligatorios para las partes. Una concertación es una convención colectiva que puede tener un alcance nacional si los grupos entre los cuales se da ostentan representatividad nacional. Si de lo que se trata es de experimentar un modelo macro laboral, dentro de un modelo económico que permita una evolución del sistema, compatible, a su vez, con una democracia política, debiera estimularse el acercamiento de los interlocutores sociales al nivel de sus centrales nacionales. Pero para promover su confianza y resguardar su equilibrio, un paso importante debiera ser incorporar en la administración pública del trabajo a representantes de las organizaciones de empleadores y trabajadores para verificar las cifras relativas a los componentes de los precios, y desde luego de las remuneraciones.

Sin embargo, la posibilidad de esta forma de concertación no podría implicar en nuestro país sustraerle al Estado la facultad, reconocida por la Constitución (art. 54), de intervenir en la solución de los conflictos de trabajo, y, entre ellos, en las negociaciones colectivas cuando no hay acuerdo entre las partes, intervención que podría discurrir como una fuerza de moderación del capital, en función de las necesidades económicas del país, si se da aquella participación, y si, al mismo tiempo, el Estado, vale decir la administración pública del trabajo, respeta el derecho de huelga reconocido también por la Constitución (arts. 55 y 61).

Finalmente, se abre la posibilidad de la indexación de las remuneraciones a los índices de alza del costo de vida, pero esta modalidad ha sido rechazada, casi de modo general, en Europa donde se prefiere en todo caso que sean las organizaciones sindicales y los empleadores quienes fijen la remuneración. Tampoco en América Latina se ha dado la indexación de la remuneración; en la Argentina existe sólo para las deudas laborales vencidas. El rechazo de este procedimiento por la administración capitalista tiene su explicación en que sería contraproducente con el efecto fundamental de la inflación que consiste en la reducción del salario. No obstante, en nuestro país, los miembros de los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial tienen indexadas sus remuneraciones a un número determinado de remuneraciones mínimas mensuales que aumentan cada cierto tiempo; también gozan de este derecho los trabajadores textiles y los de la energía eléctrica; los demás trabajadores de la actividad administrativa pública y de la empresa privada deben limitarse a los aumentos que otorga el Gobierno para los que ha sido facultado por la ley, y a los que puedan obtener por la negociación colectiva. Sin embargo, la resistencia de los Gobiernos a admitir la indexación no podría significar que no se pueda postular teórica y prácticamente este medio de devolverle al salario, sino todo, parte de su poder de compra. No existe, en realidad, otra manera de acercarse a este objetivo, sobre todo cuando no está en el alza de salarios el origen de la inflación sino en otras causas.

Frente a la realidad de la preeminencia de la política económica en la fijación de las remuneraciones, cabe preguntarse cuál debería ser el rol de la Ciencia del Derecho del Trabajo, en este aspecto. Tendrá que avanzar necesariamente a este campo so pena de quedar relegada a un papel exegético de las normas producidas sin su intervención en el campo económico. Ya no es posible, por lo tanto, mantener cerrada la comunicación entre la Ciencia Económica y la Ciencia Jurídica. La práctica de la fijación de las remuneraciones demuestra, por lo demás, que el jurista debe hallarse profundamente imbuido de sólidos conceptos económicos si pretende que su labor de asesoramiento, de juzgamiento o pedagógico sea eficaz.

CONCLUSIONES

1° La política de remuneración, como parte de la política social, se encuentra en la base de la política económica, por cuanto la remuneración constituye parte importante de la inversión y es asimismo parte importante del ingreso nacional y de la capacidad de compra o mercado interno del país.

2° Por consiguiente, cualquier modificación en la política social implica una modificación correlativa de la política económica, y a la inversa.

3° Las organizaciones sindicales y de empleadores al plantear sus puntos de vista o demandas, entre sí o frente a los órganos del Estado, no podrían, por ello, limitarse al campo exclusivamente laboral y abstenerse de ingresar al campo de los planteamientos de política y economía. Especialmente, en cuanto concierne a las remuneraciones, y mayormente en una situación de inflación, sus planteamientos inciden necesariamente sobre la política económica a ejecutarse desde el Gobierno.

4° La concertación, como un medio de participar en la elaboración, y ejecución de la política económica puede ser útil para los trabajadores y los empleadores, y, asimismo, para el Gobierno, entendiendo que concertar es tomar acuerdos por los empleadores y los trabajadores con efectos normativos y obligacionales.

5° La huelga, como un medio de acción sindical utilizable en favor de la concertación y negociación colectiva, no debe implicar la intervención del Estado, pues una economía social de mercado consiste en la libertad de las partes de contratar.

6° La indexación de las remuneraciones a los índices del costo de vida es uno de los pocos medios eficaces de devolver a los salarios el poder adquisitivo afectado por la inflación, pero se requiere la intervención de las organizaciones sindicales de trabajadores y empleadores en el control ele los índices y procedimientos a utilizarse.

7° La Ciencia del Derecho del Trabajo debe proyectarse hacia el estudio de la política económica, en tanto ésta se vincula estrechamente con la política social.

8° Consecuentemente, la formación de los juristas y técnicos laborales debe considerar el estudio de la Economía y su vinculación con el Derecho del Trabajo.

 

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