domingo, 25 de junio de 2017

EL LUIS APARICIO QUE YO CONOCÍ- Análisis Laboral, AELE, julio 2009



       (Lima, 26 de diciembre de 1930- 25 de junio de 2009)

Análisis Laboral, AELE, julio 2009
EL LUIS APARICIO QUE YO CONOCÍ

Jorge Bernedo Alvarado

Nunca, que no fuesen cartas o ahora correos electrónicos, he escrito en primera persona. Considero que se necesita gozar de mucho reconocimiento para hacer eso. Prefiero el plural tan colectivo como imaginario y hasta cómplice. Pero debo hacerlo, en este caso debo hacerlo. Rompo así nuevamente una regla. Nunca había alabado a una persona en público (que no fuera mi padre, en lo que recuerdo), pero lo hice en un congreso internacional con el auditorio del Hotel Sheraton repleto, y me enorgullezco de haberlo hecho, por supuesto, por Don Luis Aparicio Valdez, para mí el doctor, el Doc. Jefe, padre, amigo. Aliado y consejero. Todo y más a la vez.

Vuelvo a romper mis reglas, decía, con el mismo orgullo –un orgullo modesto, desde luego– y lo hago por él mismo, que se nos fue –como de un rayo diría el poeta– poco después del día del padre en que quise visitarlo, como en el año anterior, con mi hija pequeña, la princesita como le decía. A ella también iluminó con su cariño, igual que a mis hijos mayores, igual que a todos mis parientes y conocidos que le haya presentado, de manera invariable, llana y a la vez plena de especial grandeza. Quienes han estado alguna vez cerca de este espíritu mayor, seguramente me comprenden.

Este es a la vez que un pálido homenaje, un testimonio personal, de parte. Los subtítulos son del Doc. Así vuelve a estar en mi artículo, que siempre revisó, mejoró y alentó, respetando –como los mejores directores de publicaciones que hay en la tierra– aún contra sus propias convicciones, la independencia del autor; pero señalando con su luz, creadoras dudas, reflexiones al margen, por encima del bien y del mal, con verdadera maestría.


AL PIE DEL CAÑÓN

Un joven, digo ahora –debe ser de mi edad, no habíamos cumplido en aquel entonces los 30 años– apareció por mi oficina del Ministerio de Trabajo, enviado desde otra del mismo Ministerio y de la misma dirección –la gloriosa DGE del Empleo– para que le proporcione algunas cifras o datos –sobre los niveles de empleo y la población económicamente activa me parece. Venía porque le indicaron que yo podría darle algunas primicias sobre las cifras, que primero pasaban por nuestra Oficina de muestreo estadístico, para verificar que no tenían errores de procesamiento. Siempre –aunque no les gustara a mis jefes, más por rigor que por ocultamiento– repartí cifras a más no poder. Ya tenía ese gusano. Por supuesto se las entregué. Varias veces regresó en busca de otras primicias y siempre encontré algo que alcanzarle, además de tener el placer de conversar con él. En nuevas ocasiones, me entregó un ejemplar de la revista ANÁLISIS LABORAL. Todo un privilegio para mí, esa revista solamente la tenía el Despacho Ministerial y algunos Directores. Era una revista novedosa, hablando de las leyes laborales, pero también salpicada de unas notas sobre población, de Elsa Alcántara, y sobre empleo, de Arturo Vásquez Párraga, mi visitante. Era el año 1978 y debió llegar el de 1979.

Fue por ese entonces que Arturo Vásquez me habló del Dr. Aparicio, a quien yo solamente había visto pasar por los pasillos ministeriales. Me dijo que quería conocerme, lo que me pareció desproporcionado. No tardó en decirme la razón: él se iba a buscar el futuro en la Universidad de Austin, Texas, donde ha tenido trayectoria destacada.

Arturo me insistió, preocupado por su pronta partida. Me pidió que comentara un cuadro con un par de párrafos, para que lo viera el Doc. Me dio fecha y hora para una visita.

Llegué a la cita. Me encontré con un hombre que me llevaba veinte años aproximadamente, ergo que rondaba los cincuenta. Alto y de buen peso, casi permanentemente sonriente, seguro de sus pasos. Ya quedaba la Oficina en Pablo Bermúdez, cerca del Ministerio, de la panadería Franco y sus alfajores, cercana a Rovegno y sus vinos y latas de jamón. Y a la churrasquería de Arenales, del futbolista uruguayo, que ponía tangos y cerraba muy tarde.

Este señor, que impresionaba a primera vista, me contó la historia del Ministerio, me pagó por el par de párrafos a pesar de mi oposición y me dijo que escribiera un artículo y que me pagaría mejor. Lo hice y volvimos a conversar, me discutió más que corregir algunas cosas, y luego se dedicó a conversarme, en una especie de encuentro de dos mundos. El venía de conocer el mundo del trabajo a través de la OIT. Yo lo estaba descubriendo en la estadística. Yo había sido dirigente estudiantil, un chino comunista abandonado a su suerte, un prospecto de dirigente sindical, un viajero por variados rincones del Perú gracias al trabajo, aficionado al fútbol, al atletismo y a los toros, a la literatura con muchos conocidos en esa vida. Pero don Luis Aparicio era infinito. Me contó anécdotas de política peruana –del APRA en especial– a las que no había alcanzado sino de oídas y de niño, de la vida estudiantil en París, cercano a Luis Loli, a Julio Ramón Ribeyro, a Chariarse, y a otros personajes, de cómo funcionaban las Reuniones Anuales de la OIT siempre tan pobladas de parlamentarios advenedizos. Me instruyó sobre la ópera –las dirigía frente a la radio– épocas del crecimiento de Sol Armonía –o el tocacassette con sus cintas preferidas, y hasta me consiguió algunas entradas para que vuelva a visitar el Municipal. Me hizo entender y enamorarme del mundo del trabajo: un complejo formado por leyes laborales, por la seguridad social –que fue su pasión– y su financiamiento, por el empleo y los ingresos de la gente, por el mundo sindical, por la historia y la geografía, por la economía y la política, por la psicología social y la demografía. ¿Qué no cabe en el mundo del trabajo? En la creciente biblioteca de ANÁLISIS LABORAL, con el auxilio de Cabanellas y los clásicos, con la revista de OIT y con todos los libros que podíamos curiosear, me fui formando de a pocos. ANÁLISIS LABORAL –que casi quiere decir el Doc– y la DGE del Ministerio de Trabajo, fueron mis universidades. La diferencia es que la primera hablaba, y era un placer conversarle. Allí estaba el Doc, puntual y esforzado siempre. Al pie del cañón, así decía.

UN NUMERÓN

Los primeros años de esta revista han sido inolvidables. Con el doctor Aldo Vértiz, y con Alfredo Chienda, que se trataban de buen hombre, al pie de la batuta del Doc –la patronal le decía Aldo, solo entre nosotros, en son de broma– teníamos unas gratas reuniones en las noches de los miércoles, junto a unas invariables butifarras con Coca Cola, donde discutíamos la política y las leyes y el propio contenido de la revista. El Doc tomaba su lapicero y papel blanco y comenzaba a decir: Carátula, Carta, Escenas… si no se le adelantaba el Dr. Vértiz. Seguían, otras secciones fijas: Legislación, Jurisprudencia, Invitados y al final los temas nuevos a comentar, en una época en la que la legislación laboral cambiaba sin cesar. Luego las páginas para cada tema. Después una discusión acerca de lo que cada cual escribía, pero sobre todo alrededor de las nuevas leyes, para enorme beneficio mío. El Doc contemplaba con benevolencia el encendido debate, pero no dejaba de sacar nunca la conclusión final, y algún argumento mágico de su chistera que milagrosamente armonizaba a todos, que pensábamos de manera divergente, pero que él podía llevar a conclusiones mejores, dejando siempre una lección. Más de una vez nos convencimos a punta de diccionarios y de consultas con los textos en la mano. Aun más veces, la magia del Doc era el toque decisivo.
Pero las reuniones eran una fiesta si había nuevas leyes trascendentes –la política de salarios, la estabilidad laboral, la compensación por tiempo de servicios (y sus topes absurdos solamente para empleados)– que teníamos que comentar interviniendo todos, con apuntes sociales y económicos, con análisis jurídico demoledor o aleccionador al menos. Entonces, el Doc comenzaba desde la trama a decir: “¡Un numerón! ¡Este va a ser un numerón!”. Lo corregíamos con devoción –tiempo sin impresoras ni computadoras, de los linotipos y el papel poliéster– las correcciones finales debían contener la misma cantidad de caracteres de lo corregido –en la imprenta de don Pepe Carvallo y el fiel corrector don José Soto– y siempre apurados por tener todo a su tiempo.

Así llegaba el numerón. Cuando por fin era traído de la imprenta, el Doc lo tomaba primero siempre con alegría, lo miraba y remiraba como a un hijo y no dejaba, mientras pasaba de una en una las frescas páginas, de exclamar alegre: ¡Un numerón! ¡Un numerón, un numerón!

Así amaba el Doc a la revista. Tanto que le vi, en la misma imprenta de don Pepe Carvallo, llorar emocionado al tomar en sus manos el número 100. Era casi un monumento para mí, ver a este hombre fuerte y rotundo, enternecido, por el número mágico de esa revista.

 ¡QUÉ DICE EL HOOOOMBREEE!

No bastaban los miércoles para nuestras conversas. Frecuentemente tenía alguna razón para ir a la revista, al mediodía o luego de horas de trabajo, volando desde mi oficina hacia la cercana revista. En otras ocasiones acordábamos almorzar con lapicero en mano, y finalmente inventamos el trabajo de los sá- bados en la mañana, para recoger ideas, para corregir, para absolver dudas. Su saludo, si me sorprendía en el escritorio o si me recibía era el ¡qué dice el hoooombreee! exclamado como si estuviera distante o me hubiera esperado mucho tiempo. Me he quedado con ese saludo para otras personas y para toda la vida.

Había muchos hombres a los que saludaba en ese tiempo y que pasaron por la oficina. Algunos inolvidables como Alfonso Grados, o políticos entonces en camino como el actual alcalde limeño. También periodistas históricos en las reuniones de aniversario, como el cumpa Donayre, o Alfonso Delboy, que me decía hijo, o Álvaro Rojas Samanez y su vocación por la historia política. Cuando dejé el Ministerio de Trabajo, en 1989, y tuve escritorio en la revista, no dejaba jamás de llamarme, si consideraba que debería conocer a ese invitado o visitante. Podía ser Inés Temple, o Luis Delgado Aparicio, o funcionarios de la OIT, o la corte de nuestros laboralistas, amigos solamente por el hecho de serlo. Y eso que yo era, para muchos, pero jamás para el Doc, una evitable compañía, la de un dirigente sindical de los trabajadores estatales, y para colmo, del Ministerio de Trabajo.

Siempre admiré, de otra parte, su facilidad para resolver los problemas por teléfono porque siempre había por allí algún conocido o simplemente porque sin conocerle personalmente la gente le tenía aprecio. Lo que sí, el Doc jamás olvidaba un favor por pequeño que fuera. Y nunca dejó de preocuparse de la desgracia ajena. Es allí, me aconsejaba, donde se conocen los amigos, y lo veíamos disparado salir hacia hospitales, velorios o misas, dejando pendiente cualquier cosa por urgente que pareciera. La amistad, como el mejor terreno cultivable, era practicada con devoción, sin intereses, por el deber ser, por el siempre cercano ¡qué dice el hombre! de Don Luis.

LA SABIA LIDIA DE LAS DISCREPANCIAS

Es sabido que el Dr. Aparicio había dejado la Universidad del Pacífico, en donde dirigía el Centro de Investigación por discrepancias con nuevos profesionales. Tuvo una importante solidaridad de muchos buenos amigos y profesores, pero al fin, prefirió el comienzo exitoso de su revista y de todo el complejo que es ahora AELE. Como resultado, sus discrepancias se prolongaron y tuvo un ir y venir de cartas, que ejerció como un deporte. Cuando le sorprendía en esas tareas o me consultaba algún término, me hacía aclaraciones increíbles. Me contaba de esos entonces jóvenes y los llenaba de virtudes. Se trataba de un “joven economista”, brillante, claro, o de un jurista con un manejo exhaustivo, casi genial, de la lógica de los reglamentos, no había caso. Le recordaba yo entonces el verso de Vallejo, tan a la mano, del proletario y la gana dantesca, españolísima, de amar, aunque sea a traición, al enemigo. Sonreía. Y siempre fue así, supe de algunas ocasiones de controversia pero nunca pasaban a mayores. Por el contrario, vivía alabando por doquier, buscando siempre el mejor lado de todos.

Recuerdo un incidente, muy especial. Como AELE presentamos una investigación sobre las todavía jóvenes AFP. Le preocupaba mucho al Doc, como a nadie que conozca, la situación de los jubilados. Su formación europea, pensaba, lo lleva a eso, en este país donde jubilarse con pensión decente, es algo demasiado improbable y lejano –el Doc me contó que no había obreros mineros jubilados pues morían antes de la edad de jubilación, y sus aportes engrosaban el fondo útil para las amigables jubilaciones de los empleados y los ejecutivos– y lo que interesa a la gran mayoría de trabajadores, es pasar el día y ver si sus hijos se educan para salir del hoyo de pobreza en donde están sumergidos. Para el Doc, en cambio, la jubilación era un tema muy real y de fondo.

Vuelvo a la presentación. El trabajo se presentaba en un hotel miraflorino. En el hall se presentó un funcionario previsional que también participaría del acto quién reclamaba de algunas afirmaciones contenidas en el documento, las que estaban respaldadas por la estadística oficial, según le indique, pero la intemperancia continuaba. Entonces el Doc, llevó a un lado al reclamante y sin abandonar mi presencia le comenzó a preguntar, con voz serena y como quien recuerda, por diversas personas que ambos conocían. Poco a poco el interlocutor fue calmándose, terminaron dándose mano y antebrazo, y en la exposición el discrepante terminó afirmando que se trataba de una investigación muy importante. Claro que nunca se publicó.

Mis mayores enojos con el Doc se debían a mi puntualidad –o mejor, vocación por el suspenso– para entregar los artículos, los cuales le llegaban (y llegan) al filo del envío a la imprenta. Entonces, el artificio del Doc era decirme, en el más amable tono posible, que había tomado el espacio para publicar otra cosa. Él sabía muy bien que allí me daba en el ojo, y que era la mejor manera de corregir las cosas. Y en alguna ocasión en la que dije que mejor dejaba la revista debido a que me era muy molesto este juego me respondió con un correo escueto, “no fastidies, estoy enfermo”. Y no me quedó más que ponerme a escribir, como siempre, y en el fondo, feliz.



ARENALEEES

El Dr. Aparicio tenía una solemnidad y altura que lo hacían casi papal. Pero volviendo a los años gloriosos de su adultez, refrenaba su espíritu afín al jolgorio, la broma, con algunos tragos, muy esporádicos, pero gozosos.

Más he aquí que Arturo Vásquez, Arturito, el compañero de los días iniciales había vuelto al Perú. Había que celebrarlo. Me dijo que lo recogeríamos al atardecer y que iríamos ¿adónde? ahora que no estaba la churrasquería de Arenales y su futbolista tanguero, quedaba una nueva opción, la de Ballesteros, el arquero de la “U”, que había inaugurado su propia parrilla. Hacia allí enfilamos. "Dejemos los autos", dijo, "esto va a ser cosa seria". No lo creía y la verdad me tomó desprevenido. Pedimos una ronda de pisco sour dobles y los bebimos casi de golpe, siguiendo el ritmo del doctor. Luego vino el mozo y el Doc le dijo, traéme seis para que no camines tanto. Me puse en guardia, a ese ritmo caería redondo Arturo, y posiblemente después yo. Otros seis y dobles. Claro Doctor, decía tambaleando Arturo –que para colmo no era de tragos– pero estaba sabiamente ubicado en una esquina en sillón de cuero. Las parrillas y vino por botellas. Yo tomaba tieso, admirado por este desborde pero con esa seriedad que no deja que te marees, que te sugestiona para seguir de pie. Contábamos chistes. El Doc reconoció que el mozo que nos atendía era traído de la churrasquería de Arenales, y lo llamaba coreando jubiloso ¡¡¡Arenaleeees, Arenaleeees, otro vino!!! Claro, era algo nunca visto, estaba ante un problema. La emoción marea más que el licor, pero combinados, nos llevan lejos y pronto. Confirmado. El Doc dijo que contaría historias familiares… a mí, porque Arturo ya había sucumbido. Le convencí que teníamos que irnos, a él, que siempre marcaba el paso. Levantó las cejas, se irguió, casi se recuperó de un exagerado viaje. Y me dijo mirando el sueño feliz de Arturo, hay que llevarlo, qué dirá su señora. Tomamos un taxi. Tuvimos problemas para que Arturo recordara donde vivía, pero llegamos al fin. Me tocó disculparlo, decirle a la "jefa" que el doctor estaba en el taxi. Luego tomar la placa del auto y bajarme pues el Doc se iría hasta La Molina. Al día siguiente, el Doc me llamaba para preguntarme por los autos. Definitivo, era la única vez en la que vi que había celebrado más allá de su límite, como advirtió, en serio, muy en serio. ¡Y yo había sobrevivido! ¡Casi un milagro!
Pero duró poco. El Doc no olvida. Llegó un cóctel en la Oficina, de los de aniversario. Estábamos departiendo con los asistentes, cuando de pronto el Doc me dijo que quería brindar conmigo, pero un poco más allá en un apartado de la Oficina. Yo encantado, claro. El Doc llevó una botella de cognac, de buen cognac. Sirvió una dosis muy seria en las copas esféricas y ¡salud! Y otro salud y otras dosis serias, continuas, en lo que era casi un duelo, cuyo final no recuerdo. Solamente que había acabado la reunión y el Doc vino por mí, con envidiable frescura, a levantarme del knockout. No había siquiera posibilidad de empate.

MÁS SABE EL DIABLO

Yo sé muy bien lo que es el Dr. Aparicio para mí. Una especie de padre adicional, un ejemplo, un benefactor, en fin, el Doc incomparable.

Pero solamente bordeo la imagen que supongo él tendría de mí. Era para él, me parece, una especie de enviado, un zorro de abajo que le informaba, cosas que no veía pero siempre alcanzaba. Recuerdo que, por ejemplo, le conté cómo andaban las premuras por Villa el Salvador y Lurigancho cuando el shock de precios de 1988. Se organizaron, mágicamente, las ollas y comedores populares, a veces ayudados por colectas, de ONGs, de parroquias. Fue un golpe duro y seco, además inútil, en nombre de la economía, inflingido sobre todo a los pobres. El Doc, siempre tuvo salidas. Llamen a las ollas Record, allí está un gran tipo, el seguro ayudará, recomendó. Y así fue, como todos saben, esa fábrica fue una gran colaboradora para la sobrevivencia de los barrios alejados y castigados.
Más de una vez coincidimos en recuerdos, especialmente de canciones y de libros, o en amigos suyos que ya no veía, pero de quienes le informaba, gracias a la suerte mía de tener amistades mayores en edad. Paco Bendezú, Leopoldo Chariarse, el activo Enrique Congrains, datos por favor de Julio Ramón Ribeyro; los próceres del empleo, Benjamín Samamé, Alberto Insúa, Francisco Codina, Edgar Flores, Abel Centurión, el gran “ñato” Alarcón; los periodistas nuevos pero que compartíamos –Eloy Jáuregui, Jorge Pimentel– la gente de las universidades. Yo intentaba datearle, es la verdad, porque él después me abrumaba con información complementaria.

De cuando en vez, sacaba algo de mi propia, pequeña chistera y le sorprendía. Y así fue que escuche su comentario. “Más sabe el diablo por Bernedo, que por diablo”. Hasta ahora lo aplico a otros, cuando lo merecen.

TALLARÍN SIN QUESO

En los últimos años hemos sido más distantes. Las ocupaciones nos centrifugaron como grupo, el correo electrónico nos fue reemplazando como personas y pasamos a ser textos que van y vienen. El Doc planteaba, de almuerzo en almuerzo, las reuniones a las que acudí siempre. Está- bamos comiendo, no hace mucho unos spaghettis con lomo, pero no habían traído el parmesano de ley. Riendo, el Doc soltó: “Tallarín sin queso es como amor sin beso”. Hablamos varias veces de la muerte. Lamentamos no haber estado más tiempo, compartiendo juntos, por los rumbos que da la vida, como se suele suspirar. Cuántas cosas podríamos todavía cambiar. Me reclamó que no haya hecho un poema –para la revista, conociendo mis aficiones– y me contó que de su parte tenía algunos cuentos, que no me logró enseñar. Hazte un soneto, me dijo, para Análisis Laboral por ejemplo, alguna vez que hablamos de esto, son fáciles de hacer, en rima libre. Sí, coincidimos, Doc, son fáciles de hacer y son ligeros por esa facilidad. Aquí he hecho uno en su memoria. Fue fácil y de noche, pero no sé si le ha de gustar la ligereza.




SONETO PARA EL DOC

Un timonel hoy viaja hacia otra orilla
Cruzando al madrugar su última niebla
Lleva confiado el barco de la vida
Y deja sobre el mar sutil su huella

Una estrella le alumbra centinela
Y otra mayor su fe rescata y puebla
Esta arena en la playa donde agitan
Sus dolores de amor blancos pañuelos

Es don Luis Aparicio quien maneja
La senda, el ritmo y los recuerdos
Mientras el tiempo corre por su cuerda

Y solo el mismo tiempo calavera
Sembrado para siempre en este suelo
Le da distancia al barco en que se fuera

Como en los tiempos de antes. Lo he recordado poco por el espacio Doc. No hay que abusar. Hay que mantener el tono ágil, si no, nadie nos lee. Nos estamos viendo Doc. Como siempre, no se preocupe.


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