(Lima, 26 de diciembre de 1930- 25 de junio de 2009)
Análisis Laboral, AELE, julio 2009
EL
LUIS APARICIO QUE YO CONOCÍ
Jorge Bernedo Alvarado
Nunca, que no fuesen cartas
o ahora correos electrónicos, he escrito en primera persona. Considero que se
necesita gozar de mucho reconocimiento para hacer eso. Prefiero el plural tan
colectivo como imaginario y hasta cómplice. Pero debo hacerlo, en este caso
debo hacerlo. Rompo así nuevamente una regla. Nunca había alabado a una persona
en público (que no fuera mi padre, en lo que recuerdo), pero lo hice en un
congreso internacional con el auditorio del Hotel Sheraton repleto, y me
enorgullezco de haberlo hecho, por supuesto, por Don Luis Aparicio Valdez, para
mí el doctor, el Doc. Jefe, padre, amigo. Aliado y consejero. Todo y más a la
vez.
Vuelvo a romper mis reglas,
decía, con el mismo orgullo –un orgullo modesto, desde luego– y lo hago por él
mismo, que se nos fue –como de un rayo diría el poeta– poco después del día del
padre en que quise visitarlo, como en el año anterior, con mi hija pequeña, la
princesita como le decía. A ella también iluminó con su cariño, igual que a mis
hijos mayores, igual que a todos mis parientes y conocidos que le haya
presentado, de manera invariable, llana y a la vez plena de especial grandeza.
Quienes han estado alguna vez cerca de este espíritu mayor, seguramente me
comprenden.
Este es a la vez que un
pálido homenaje, un testimonio personal, de parte. Los subtítulos son del Doc.
Así vuelve a estar en mi artículo, que siempre revisó, mejoró y alentó,
respetando –como los mejores directores de publicaciones que hay en la tierra–
aún contra sus propias convicciones, la independencia del autor; pero señalando
con su luz, creadoras dudas, reflexiones al margen, por encima del bien y del
mal, con verdadera maestría.
AL
PIE DEL CAÑÓN
Un joven, digo ahora –debe
ser de mi edad, no habíamos cumplido en aquel entonces los 30 años– apareció
por mi oficina del Ministerio de Trabajo, enviado desde otra del mismo
Ministerio y de la misma dirección –la gloriosa DGE del Empleo– para que le
proporcione algunas cifras o datos –sobre los niveles de empleo y la población
económicamente activa me parece. Venía porque le indicaron que yo podría darle
algunas primicias sobre las cifras, que primero pasaban por nuestra Oficina de
muestreo estadístico, para verificar que no tenían errores de procesamiento.
Siempre –aunque no les gustara a mis jefes, más por rigor que por ocultamiento–
repartí cifras a más no poder. Ya tenía ese gusano. Por supuesto se las
entregué. Varias veces regresó en busca de otras primicias y siempre encontré
algo que alcanzarle, además de tener el placer de conversar con él. En nuevas
ocasiones, me entregó un ejemplar de la revista ANÁLISIS LABORAL. Todo un
privilegio para mí, esa revista solamente la tenía el Despacho Ministerial y
algunos Directores. Era una revista novedosa, hablando de las leyes laborales,
pero también salpicada de unas notas sobre población, de Elsa Alcántara, y
sobre empleo, de Arturo Vásquez Párraga, mi visitante. Era el año 1978 y debió
llegar el de 1979.
Fue por ese entonces que
Arturo Vásquez me habló del Dr. Aparicio, a quien yo solamente había visto
pasar por los pasillos ministeriales. Me dijo que quería conocerme, lo que me
pareció desproporcionado. No tardó en decirme la razón: él se iba a buscar el
futuro en la Universidad de Austin, Texas, donde ha tenido trayectoria destacada.
Arturo me insistió,
preocupado por su pronta partida. Me pidió que comentara un cuadro con un par
de párrafos, para que lo viera el Doc. Me dio fecha y hora para una visita.
Llegué a la cita. Me
encontré con un hombre que me llevaba veinte años aproximadamente, ergo que
rondaba los cincuenta. Alto y de buen peso, casi permanentemente sonriente,
seguro de sus pasos. Ya quedaba la Oficina en Pablo Bermúdez, cerca del
Ministerio, de la panadería Franco y sus alfajores, cercana a Rovegno y sus
vinos y latas de jamón. Y a la churrasquería de Arenales, del futbolista
uruguayo, que ponía tangos y cerraba muy tarde.
Este señor, que impresionaba
a primera vista, me contó la historia del Ministerio, me pagó por el par de
párrafos a pesar de mi oposición y me dijo que escribiera un artículo y que me
pagaría mejor. Lo hice y volvimos a conversar, me discutió más que corregir
algunas cosas, y luego se dedicó a conversarme, en una especie de encuentro de
dos mundos. El venía de conocer el mundo del trabajo a través de la OIT. Yo lo
estaba descubriendo en la estadística. Yo había sido dirigente estudiantil, un
chino comunista abandonado a su suerte, un prospecto de dirigente sindical, un
viajero por variados rincones del Perú gracias al trabajo, aficionado al
fútbol, al atletismo y a los toros, a la literatura con muchos conocidos en esa
vida. Pero don Luis Aparicio era infinito. Me contó anécdotas de política
peruana –del APRA en especial– a las que no había alcanzado sino de oídas y de niño,
de la vida estudiantil en París, cercano a Luis Loli, a Julio Ramón Ribeyro, a
Chariarse, y a otros personajes, de cómo funcionaban las Reuniones Anuales de
la OIT siempre tan pobladas de parlamentarios advenedizos. Me instruyó sobre la
ópera –las dirigía frente a la radio– épocas del crecimiento de Sol Armonía –o
el tocacassette con sus cintas preferidas, y hasta me consiguió algunas
entradas para que vuelva a visitar el Municipal. Me hizo entender y enamorarme
del mundo del trabajo: un complejo formado por leyes laborales, por la
seguridad social –que fue su pasión– y su financiamiento, por el empleo y los
ingresos de la gente, por el mundo sindical, por la historia y la geografía,
por la economía y la política, por la psicología social y la demografía. ¿Qué
no cabe en el mundo del trabajo? En la creciente biblioteca de ANÁLISIS
LABORAL, con el auxilio de Cabanellas y los clásicos, con la revista de OIT y
con todos los libros que podíamos curiosear, me fui formando de a pocos.
ANÁLISIS LABORAL –que casi quiere decir el Doc– y la DGE del Ministerio de
Trabajo, fueron mis universidades. La diferencia es que la primera hablaba, y
era un placer conversarle. Allí estaba el Doc, puntual y esforzado siempre. Al
pie del cañón, así decía.
UN
NUMERÓN
Los primeros años de esta
revista han sido inolvidables. Con el doctor Aldo Vértiz, y con Alfredo
Chienda, que se trataban de buen hombre, al pie de la batuta del Doc –la
patronal le decía Aldo, solo entre nosotros, en son de broma– teníamos unas
gratas reuniones en las noches de los miércoles, junto a unas invariables
butifarras con Coca Cola, donde discutíamos la política y las leyes y el propio
contenido de la revista. El Doc tomaba su lapicero y papel blanco y comenzaba a
decir: Carátula, Carta, Escenas… si no se le adelantaba el Dr. Vértiz. Seguían,
otras secciones fijas: Legislación, Jurisprudencia, Invitados y al final los
temas nuevos a comentar, en una época en la que la legislación laboral cambiaba
sin cesar. Luego las páginas para cada tema. Después una discusión acerca de lo
que cada cual escribía, pero sobre todo alrededor de las nuevas leyes, para
enorme beneficio mío. El Doc contemplaba con benevolencia el encendido debate,
pero no dejaba de sacar nunca la conclusión final, y algún argumento mágico de su
chistera que milagrosamente armonizaba a todos, que pensábamos de manera
divergente, pero que él podía llevar a conclusiones mejores, dejando siempre
una lección. Más de una vez nos convencimos a punta de diccionarios y de
consultas con los textos en la mano. Aun más veces, la magia del Doc era el
toque decisivo.
Pero las reuniones eran una
fiesta si había nuevas leyes trascendentes –la política de salarios, la
estabilidad laboral, la compensación por tiempo de servicios (y sus topes
absurdos solamente para empleados)– que teníamos que comentar interviniendo
todos, con apuntes sociales y económicos, con análisis jurídico demoledor o
aleccionador al menos. Entonces, el Doc comenzaba desde la trama a decir: “¡Un
numerón! ¡Este va a ser un numerón!”. Lo corregíamos con devoción –tiempo sin
impresoras ni computadoras, de los linotipos y el papel poliéster– las
correcciones finales debían contener la misma cantidad de caracteres de lo
corregido –en la imprenta de don Pepe Carvallo y el fiel corrector don José Soto–
y siempre apurados por tener todo a su tiempo.
Así llegaba el numerón.
Cuando por fin era traído de la imprenta, el Doc lo tomaba primero siempre con
alegría, lo miraba y remiraba como a un hijo y no dejaba, mientras pasaba de
una en una las frescas páginas, de exclamar alegre: ¡Un numerón! ¡Un numerón,
un numerón!
Así amaba el Doc a la
revista. Tanto que le vi, en la misma imprenta de don Pepe Carvallo, llorar
emocionado al tomar en sus manos el número 100. Era casi un monumento para mí,
ver
a este hombre fuerte y rotundo, enternecido, por el número mágico de esa
revista.
¡QUÉ
DICE EL HOOOOMBREEE!
No bastaban los miércoles
para nuestras conversas. Frecuentemente tenía alguna razón para ir a la
revista, al mediodía o luego de horas de trabajo, volando desde mi oficina
hacia la cercana revista. En otras ocasiones acordábamos almorzar con lapicero
en mano, y finalmente inventamos el trabajo de los sá- bados en la mañana, para
recoger ideas, para corregir, para absolver dudas. Su saludo, si me sorprendía
en el escritorio o si me recibía era el ¡qué dice el hoooombreee! exclamado
como si estuviera distante o me hubiera esperado mucho tiempo. Me he quedado
con ese saludo para otras personas y para toda la vida.
Había muchos hombres a los
que saludaba en ese tiempo y que pasaron por la oficina. Algunos inolvidables
como Alfonso Grados, o políticos entonces en camino como el actual alcalde
limeño. También periodistas históricos en las reuniones de aniversario, como el
cumpa Donayre, o Alfonso Delboy, que me decía hijo, o Álvaro Rojas Samanez y su
vocación por la historia política. Cuando dejé el Ministerio de Trabajo, en
1989, y tuve escritorio en la revista, no dejaba jamás de llamarme, si
consideraba que debería conocer a ese invitado o visitante. Podía ser Inés
Temple, o Luis Delgado Aparicio, o funcionarios de la OIT, o la corte de
nuestros laboralistas, amigos solamente por el hecho de serlo. Y eso que yo
era, para muchos, pero jamás para el Doc, una evitable compañía, la de un
dirigente sindical de los trabajadores estatales, y para colmo, del Ministerio
de Trabajo.
Siempre admiré, de otra
parte, su facilidad para resolver los problemas por teléfono porque siempre
había por allí algún conocido o simplemente porque sin conocerle personalmente
la gente le tenía aprecio. Lo que sí, el Doc jamás olvidaba un favor por
pequeño que fuera. Y nunca dejó de preocuparse de la desgracia ajena. Es allí,
me aconsejaba, donde se conocen los amigos, y lo veíamos disparado salir hacia
hospitales, velorios o misas, dejando pendiente cualquier cosa por urgente que
pareciera. La amistad, como el mejor terreno cultivable, era practicada con
devoción, sin intereses, por el deber ser, por el siempre cercano ¡qué dice el
hombre! de Don Luis.
LA
SABIA LIDIA DE LAS DISCREPANCIAS
Es sabido que el Dr.
Aparicio había dejado la Universidad del Pacífico, en donde dirigía el Centro
de Investigación por discrepancias con nuevos profesionales. Tuvo una
importante solidaridad de muchos buenos amigos y profesores, pero al fin,
prefirió el comienzo exitoso de su revista y de todo el complejo que es ahora
AELE. Como resultado, sus discrepancias se prolongaron y tuvo un ir y venir de
cartas, que ejerció como un deporte. Cuando le sorprendía en esas tareas o me
consultaba algún término, me hacía aclaraciones increíbles. Me contaba de esos
entonces jóvenes y los llenaba de virtudes. Se trataba de un “joven
economista”, brillante, claro, o de un jurista con un manejo exhaustivo, casi
genial, de la lógica de los reglamentos, no había caso. Le recordaba yo
entonces el verso de Vallejo, tan a la mano, del proletario y la gana dantesca,
españolísima, de amar, aunque sea a traición, al enemigo. Sonreía. Y siempre
fue así, supe de algunas ocasiones de controversia pero nunca pasaban a
mayores. Por el contrario, vivía alabando por doquier, buscando siempre el
mejor lado de todos.
Recuerdo un incidente, muy
especial. Como AELE presentamos una investigación sobre las todavía jóvenes
AFP. Le preocupaba mucho al Doc, como a nadie que conozca, la situación de los
jubilados. Su formación europea, pensaba, lo lleva a eso, en este país donde
jubilarse con pensión decente, es algo demasiado improbable y lejano –el Doc me
contó que no había obreros mineros jubilados pues morían antes de la edad de
jubilación, y sus aportes engrosaban el fondo útil para las amigables
jubilaciones de los empleados y los ejecutivos– y lo que interesa a la gran
mayoría de trabajadores, es pasar el día y ver si sus hijos se educan para
salir del hoyo de pobreza en donde están sumergidos. Para el Doc, en cambio, la
jubilación era un tema muy real y de fondo.
Vuelvo a la presentación. El
trabajo se presentaba en un hotel miraflorino. En el hall se presentó un
funcionario previsional que también participaría del acto quién reclamaba de
algunas afirmaciones contenidas en el documento, las que estaban respaldadas
por la estadística oficial, según le indique, pero la intemperancia continuaba.
Entonces el Doc, llevó a un lado al reclamante y sin abandonar mi presencia le
comenzó a preguntar, con voz serena y como quien recuerda, por diversas
personas que ambos conocían. Poco a poco el interlocutor fue calmándose,
terminaron dándose mano y antebrazo, y en la exposición el discrepante terminó
afirmando que se trataba de una investigación muy importante. Claro que nunca
se publicó.
Mis mayores enojos con el
Doc se debían a mi puntualidad –o mejor, vocación por el suspenso– para
entregar los artículos, los cuales le llegaban (y llegan) al filo del envío a
la imprenta. Entonces, el artificio del Doc era decirme, en el más amable tono
posible, que había tomado el espacio para publicar otra cosa. Él sabía muy bien
que allí me daba en el ojo, y que era la mejor manera de corregir las cosas. Y
en alguna ocasión en la que dije que mejor dejaba la revista debido a que me
era muy molesto este juego me respondió con un correo escueto, “no fastidies,
estoy enfermo”. Y no me quedó más que ponerme a escribir, como siempre, y en el
fondo, feliz.
ARENALEEES
El Dr. Aparicio tenía una
solemnidad y altura que lo hacían casi papal. Pero volviendo a los años
gloriosos de su adultez, refrenaba su espíritu afín al jolgorio, la broma, con
algunos tragos, muy esporádicos, pero gozosos.
Más he aquí que Arturo
Vásquez, Arturito, el compañero de los días iniciales había vuelto al Perú. Había
que celebrarlo. Me dijo que lo recogeríamos al atardecer y que iríamos ¿adónde?
ahora que no estaba la churrasquería de Arenales y su futbolista tanguero,
quedaba una nueva opción, la de Ballesteros, el arquero de la “U”, que había
inaugurado su propia parrilla. Hacia allí enfilamos. "Dejemos los
autos", dijo, "esto va a ser cosa seria". No lo creía y la
verdad me tomó desprevenido. Pedimos una ronda de pisco sour dobles y los
bebimos casi de golpe, siguiendo el ritmo del doctor. Luego vino el mozo y el
Doc le dijo, traéme seis para que no camines tanto. Me puse en guardia, a ese
ritmo caería redondo Arturo, y posiblemente después yo. Otros seis y dobles.
Claro Doctor, decía tambaleando Arturo –que para colmo no era de tragos– pero
estaba sabiamente ubicado en una esquina en sillón de cuero. Las parrillas y
vino por botellas. Yo tomaba tieso, admirado por este desborde pero con esa
seriedad que no deja que te marees, que te sugestiona para seguir de pie.
Contábamos chistes. El Doc reconoció que el mozo que nos atendía era traído de
la churrasquería de Arenales, y lo llamaba coreando jubiloso ¡¡¡Arenaleeees,
Arenaleeees, otro vino!!! Claro, era algo nunca visto, estaba ante un problema.
La emoción marea más que el licor, pero combinados, nos llevan lejos y pronto.
Confirmado. El Doc dijo que contaría historias familiares… a mí, porque Arturo
ya había sucumbido. Le convencí que teníamos que irnos, a él, que siempre
marcaba el paso. Levantó las cejas, se irguió, casi se recuperó de un exagerado
viaje. Y me dijo mirando el sueño feliz de Arturo, hay que llevarlo, qué dirá
su señora. Tomamos un taxi. Tuvimos problemas para que Arturo recordara donde
vivía, pero llegamos al fin. Me tocó disculparlo, decirle a la "jefa"
que el doctor estaba en el taxi. Luego tomar la placa del auto y bajarme pues
el Doc se iría hasta La Molina. Al día siguiente, el Doc me llamaba para
preguntarme por los autos. Definitivo, era la única vez en la que vi que había
celebrado más allá de su límite, como advirtió, en serio, muy en serio. ¡Y yo
había sobrevivido! ¡Casi un milagro!
Pero duró poco. El Doc no
olvida. Llegó un cóctel en la Oficina, de los de aniversario. Estábamos
departiendo con los asistentes, cuando de pronto el Doc me dijo que quería
brindar conmigo, pero un poco más allá en un apartado de la Oficina. Yo
encantado, claro. El Doc llevó una botella de cognac, de buen cognac. Sirvió
una dosis muy seria en las copas esféricas y ¡salud! Y otro salud y otras dosis
serias, continuas, en lo que era casi un duelo, cuyo final no recuerdo.
Solamente que había acabado la reunión y el Doc vino por mí, con envidiable
frescura, a levantarme del knockout. No había siquiera posibilidad de empate.
MÁS
SABE EL DIABLO
Yo sé muy bien lo que es el
Dr. Aparicio para mí. Una especie de padre adicional, un ejemplo, un
benefactor, en fin, el Doc incomparable.
Pero solamente bordeo la
imagen que supongo él tendría de mí. Era para él, me parece, una especie de
enviado, un zorro de abajo que le informaba, cosas que no veía pero siempre
alcanzaba. Recuerdo que, por ejemplo, le conté cómo andaban las premuras por
Villa el Salvador y Lurigancho cuando el shock de precios de 1988. Se
organizaron, mágicamente, las ollas y comedores populares, a veces ayudados por
colectas, de ONGs, de parroquias. Fue un golpe duro y seco, además inútil, en
nombre de la economía, inflingido sobre todo a los pobres. El Doc, siempre tuvo
salidas. Llamen a las ollas Record, allí está un gran tipo, el seguro ayudará,
recomendó. Y así fue, como todos saben, esa fábrica fue una gran colaboradora
para la sobrevivencia de los barrios alejados y castigados.
Más de una vez coincidimos
en recuerdos, especialmente de canciones y de libros, o en amigos suyos que ya
no veía, pero de quienes le informaba, gracias a la suerte mía de tener amistades
mayores en edad. Paco Bendezú, Leopoldo Chariarse, el activo Enrique Congrains,
datos por favor de Julio Ramón Ribeyro; los próceres del empleo, Benjamín
Samamé, Alberto Insúa, Francisco Codina, Edgar Flores, Abel Centurión, el gran
“ñato” Alarcón; los periodistas nuevos pero que compartíamos –Eloy Jáuregui,
Jorge Pimentel– la gente de las universidades. Yo intentaba datearle, es la
verdad, porque él después me abrumaba con información complementaria.
De cuando en vez, sacaba
algo de mi propia, pequeña chistera y le sorprendía. Y así fue que escuche su
comentario. “Más sabe el diablo por Bernedo, que por diablo”. Hasta ahora lo
aplico a otros, cuando lo merecen.
TALLARÍN
SIN QUESO
En los últimos años hemos
sido más distantes. Las ocupaciones nos centrifugaron como grupo, el correo
electrónico nos fue reemplazando como personas y pasamos a ser textos que van y
vienen. El Doc planteaba, de almuerzo en almuerzo, las reuniones a las que
acudí siempre. Está- bamos comiendo, no hace mucho unos spaghettis con lomo,
pero no habían traído el parmesano de ley. Riendo, el Doc soltó: “Tallarín sin
queso es como amor sin beso”. Hablamos varias veces de la muerte. Lamentamos no
haber estado más tiempo, compartiendo juntos, por los rumbos que da la vida,
como se suele suspirar. Cuántas cosas podríamos todavía cambiar. Me reclamó que
no haya hecho un poema –para la revista, conociendo mis aficiones– y me contó
que de su parte tenía algunos cuentos, que no me logró enseñar. Hazte un
soneto, me dijo, para Análisis Laboral por ejemplo, alguna vez que hablamos de
esto, son fáciles de hacer, en rima libre. Sí, coincidimos, Doc, son fáciles de
hacer y son ligeros por esa facilidad. Aquí he hecho uno en su memoria. Fue
fácil y de noche, pero no sé si le ha de gustar la ligereza.
SONETO PARA EL DOC
Un timonel hoy viaja
hacia otra orilla
Cruzando al madrugar
su última niebla
Lleva confiado el
barco de la vida
Y deja sobre el mar
sutil su huella
Una estrella le
alumbra centinela
Y otra mayor su fe
rescata y puebla
Esta arena en la
playa donde agitan
Sus dolores de amor
blancos pañuelos
Es don Luis Aparicio
quien maneja
La senda, el ritmo y
los recuerdos
Mientras el tiempo
corre por su cuerda
Y solo el mismo
tiempo calavera
Sembrado para siempre
en este suelo
Le da distancia al
barco en que se fuera
Como en los tiempos de
antes. Lo he recordado poco por el espacio Doc. No hay que abusar. Hay que
mantener el tono ágil, si no, nadie nos lee. Nos estamos viendo Doc. Como
siempre, no se preocupe.