jueves, 17 de octubre de 2019

HOMBRES, TIERRAS Y BONOS-Dr. Jorge Rendón Vásquez




HOMBRES, TIERRAS Y BONOS
Por Jorge Rendón Vásquez
              Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Chevalier de l'Ordre National du Mérite de Francia.

Steven Spielberg, uno de los grandes demiurgos de la cinematografía, nos entretiene o nos hace pensar, a fondo y sin términos medios. Nos capturó para solazarnos y relajarnos con ColumboTiburónEncuentros cercanos del tercer tipoIndiana JonesGremlinsRegreso al futuro y Jurasssic Park. Nos obligó a reflexionar con El color púrpuraLa lista SchindlerAmistad y Lincoln.

Hace unos días volví a ver su film Amistad, de 1997. Narra la historia real de un centenar de hombres y mujeres de la costa occidental del África cazados en 1837, trasladados a Cuba y vendidos como esclavos a dos españoles, quienes los embarcan en la goleta Amistad para revenderlos. En el trayecto, sus propietarios hacen echar por la borda a unos cincuenta por falta de provisiones para alimentarlos. Los esclavos se rebelan, toman el barco y conminan al timonel a llevarlos de regreso a su país. Pero éste los engaña y pone proa al norte. Un guardacostas de los Estados Unidos encuentra a la goleta Amistad, la aborda y la lleva a tierra. En la ciudad de New Heaven los esclavos son enjuiciados por piratería y asesinato. Finalmente, asume su defensa John Quincy Adams, ex Presidente de los Estados Unidos, quien convence a la Corte Suprema, pese a estar compuesta por una mayoría de sudistas partidarios de la esclavitud, y obtiene de ella la liberación de esos hombres y mujeres. El argumento de Adams, magistralmente interpretado por Antony Hopkins, es la lucha por la libertad que estuvo en la base de la ideología de los prohombres que dieron la independencia al pueblo de los Estados Unidos de América.
La película me puso de inmediato ante la historia de la esclavitud en nuestro país que terminó con el decreto de Ramón Castilla del 5 de diciembre de 1854, si bien dejando secuelas. Esa liberación fue considerada por el gobierno, los propietarios de esclavos y los juristas a su servicio una expropiación y, como tal, debía ser justipreciada y pagada por el Estado. A pesar de lo aberrante que nos parece ahora ese pago, entonces se le juzgó del todo normal y nadie se alzó contra él. Los esclavos, de todas las edades, fueron rigurosamente tasados y generaron bonos que el Estado pagó con sus recursos, procedentes en su mayor parte de la venta del guano de islas. Si los propietarios estimaban insuficiente el justiprecio o se demoraba la cancelación de los bonos, recurrían a la justicia, y los jueces, que por su formación e ideología se asemejaban a muchos de hoy, casi siempre les daban razón, pero ninguno ponía en duda el derecho al pago. No he visto que los historiadores al uso del derecho relaten estos casos. Las normas jurídicas en ese tiempo, como ahora, que se arrastraban como la sombra garante de la propiedad privada desde la remota Roma, cuando surgió para asegurar el dominio sobre los seres humanos esclavizados, no podían dejar de ser aplicadas ni por error.
Una situación semejante a la de los esclavos se presenta con la tierra.
Ésta es un bien de producción desde que los seres humanos descubrieron que podía dar frutos periódicos. Advirtiendo esa virtud de la tierra, por su natural curiosidad y mientras se quedaban en las cuevas y chozas por el embarazo, las mujeres plantaron las primeras semillas y recogieron las cosechas. Desde entonces no fue posible concebir un grupo humano sedentario sin la posesión de la tierra. Pero ésta fue también objeto de codicia y despojo al mismo tiempo que se esclavizaba a sus poseedores. Y, en todos los casos, esa apropiación fue la causa determinante de las conquistas.
Nos sucedió también en el Perú.
La propiedad privada de la tierra sobrevino con la conquista española a partir de 1530, y con ella se introdujo la esclavitud inmediata de los hombres y mujeres que formaban el Tahuantinsuyo a los que se convirtió en siervos de la gleba. Ningún tribunal se opuso a esta apropiación por la violencia. Al contrario, el Consejo de Indias, máxima instancia administrativa y judicial en los asuntos concernientes a los territorios conquistados por los contratistas de la Corona española y sus mercenarios, la impulsó y convalidó, expidiendo las cédulas de propiedad, que fueron continuadas como sus hijos legítimos por los títulos que los propietarios de las tierras afectadas por la Reforma Agraria de 1969 exhibieron para recibir el pago por la expropiación. Los bonos de la deuda agraria son los nietos de aquellas cédulas.
Sólo se salvaron de la usurpación y la esclavitud emprendidas por los conquistadores (a quienes la Municipalidad de San Isidro honra con la denominación de una avenida principal con ese nombre) los ayllus que colaboraron con los españoles luchando contra los generales de Atahualpa, Manco Inca, Túpac Amaru, Juan Santos Atahualpa y otros jefes del Tahuantinsuyo. A esos grupos el virrey Toledo los redujo, estructurándolos como comunidades indígenas, y promoviendo para ellos el otorgamiento de cédulas posesorias por la Corona española. Y los dirigentes de las comunidades se aferraron a esas declaraciones, como a la vida misma, y las hicieron valer, en muchos casos invocando su lealtad a la Corona y, durante la República, al poder central, contra los hacendados que pretendían despojarlos. La Constitución de 1922 asumió una tibia protección de ellas al reconocerles existencia legal, tendencia que la Constitución de 1933 expandió, como un eco de la teorización de José Carlos Mariátegui, José Castro Pozo y el movimiento indigenista, declarando que el Estado garantiza la integridad de su propiedad considerada imprescriptible e inenajenable. En cambio, ambas constituciones ignoraron a los descendientes de los indios subyugados, perennizados como siervos.
A pesar de que el Gobierno de Velasco Alvarado valorizó, en la mayor parte de casos, en muy poco las tierras afectadas por la Reforma Agraria de 1969, basándose en las propias declaraciones juradas de sus ex propietarios, se generó una deuda del Estado a favor de éstos, fundada legalmente en la Constitución de 1933. Esta deuda dejó de ser pagada a partir de 1980 por todos los gobiernos, siguiendo el viejo dicho: “Quien viene atrás que arree”.

         Se expropió los fundos con mayor extensión que los mínimos inafectables, las tierras bajo conducción indirecta o arrendadas, aquéllas cuyos dueños no cumplían las leyes laborales y las no cultivadas. La valorización de los predios y bienes accesorios se basó en las declaraciones juradas de los propietarios sobre su valor para el pago del impuesto a la renta, y se les entregó, en cada caso, los bonos de cancelación. Ello, porque según la Constitución de 1933, vigente en ese momento, la expropiación debía ser justipreciada y pagada, aunque histórica y socialmente esos propietarios carecían del derecho al pago, porque esas tierras habían pertenecido a los antiguos peruanos a quienes despojaron por la fuerza los conquistadores e inmigrantes hispánicos llegados durante el Virreinato, y sus sucesores.
La Reforma Agraria tenía que hacerse de todos modos. Fue el paso obligado hacia una tardía reparación a los campesinos descendientes de nuestros antecesores del Tahuantinsuyo para terminar con cuatro siglos y medio de conquista y marchar hacia una nueva configuración económica y social en el Perú. Pero le faltó ser complementada con una ley de indemnización a esos compatriotas por los abusos, expoliación y discriminación a los que fueron sometidos, indemnización que debería haber sido pagada por sus antiguos explotadores y que debería haber compensado el justiprecio de los fundos expropiados. A nadie en el gobierno militar se le ocurrió plantearla por su extracción social, determinante del lado oscuro de su ideología, y no pudieron avizorar, por lo tanto, que más allá de la coyuntura legal, palpitaba la historia.
El episodio de la reclamación para el pago de los bonos de la deuda agraria, acumulados luego por ciertos especuladores, se asemeja, guardadas las distancias, al proceso que se les hizo a los amotinados de la goleta Amistad. También el Perú era un navío con trabajadores aherrojados como galeotes para remar de por vida y hacer avanzar muy lentamente la embarcación. En ambas situaciones el fondo del debate es la vigencia de ciertos valores inmanentes a los hombres: la libertad y el derecho a vivir sin opresión. Bajo el esclavismo, la dominación de los hombres, convertidos jurídicamente en cosas, era directa. Bajo el feudalismo, la dominación de los seres humanos, convertidos en siervos, tiene como condición la propiedad de la tierra.
Pero esto era demasiado para los jueces del Tribunal Constitucional requeridos por una pretensión indebida sobre los bonos de la deuda agraria, que tres de ellos admitieron, estirando las normas procesales a gusto de los titulares de esos bonos. Con esta decisión notificaban de paso a quienes pudieran tener interés que son muy buenos chicos, una cualidad a tenerse en cuenta, presumiblemente, cuando se aparten por fin de esos cargos que, salvo uno, han dejado de ejercer con derecho.
(26/8/2013)

 

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