COMENZÓ UN TRES DE OCTUBRE …
Por Jorge Rendón Vásquez
Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
¿Cómo se llegó al 3 de octubre de 1968?
No, desde luego, sólo a ese día, que el inmarcesible paso del tiempo debía alcanzar de todos modos, sino al proceso de cambios económicos y sociales que comenzó entonces en el Perú y se prolongó hasta julio de 1975.
Esta revolución sobrevino por la confluencia de tres grupos de factores: las contradicciones económicas y sociales de nuestro país, una ideología de cambio y la correlación de fuerzas al interior de las Fuerzas Armadas.
Los males y contradicciones de nuestra sociedad —que comenzaron antes aún de la conquista hispánica del Tahuantinsuyo y continuaron con la explotación feudal de las mayorías sociales y sus secuelas de oscurantismo e iniquidades— habían llegado al ápice de la crisis. La estructura capitalista, desarrollada desde fines del siglo XIX al interior de esa economía retrógrada, había dejado de avenirse con ella, contradicción a la que se añadió la del imperialismo con el pueblo y los intereses de una parte del capitalismo, cuya expansión aquél trababa. La descomunal corrupción de los grupos políticos, que habían venido gobernando y cogobernando al país, fue el habitual acompañamiento de esas contradicciones.
La revolución ideológica, surgida, primero, como un haz de denuncias contra la opresión de las mayorías sociales, en particular indias, desde fines del siglo XIX y, luego, definida por José Carlos Mariátegui como el planteamiento de una gran transformación económica y social, fue ganando la conciencia de los grupos más ilustrados y luego la de muchos hombres y mujeres de las clases sociales oprimidas hasta convertirse en un vendaval, que los medios de comunicación oligárquicos fueron ya impotentes de parar con la desinformación, la alienación y la propaganda adversa.
Las Fuerzas Armadas se constituyeron en el motor de esa revolución por la acción concurrente de factores sociales e ideológicos. La selección de sus oficiales por rigurosos exámenes de ingreso a sus escuelas de formación llevó a éstas a una mayoría de jóvenes procedentes de familias de clase media de bajos ingresos y a algunos de las clases trabajadoras. La instrucción en sus varios niveles allí recibida no fue sólo castrense; como en los demás centros de educación superior no pudo dejar de ofrecerles una visión real de la sociedad y del mundo, que la influencia de las escuelas militares de Estados Unidos y Europa no llegó a oscurecer del todo. La ideología del cambio social se abrió paso también, por lo tanto, en la conciencia de numerosos oficiales. En mi novela “El botín de la Buena Muerte” relato cómo pudo haber sido esta absorción inevitable, mientras recorrían las ciudades, pueblos, campos y selvas, y presenciaban los abusos cometidos con el pueblo.
A pesar de lo mucho que se ha escrito sobre la Revolución del 3 de octubre y sobre Juan Velasco Alvarado —en su mayor parte para denigrarlos— , las fuentes sobre la preparación de la insurrección son escasas, y pareciera que continúan envueltas en la bruma del secreto conspirativo.
Las cúpulas de las Fuerzas Armadas hacían política desde siempre, aunque más al servicio de ciertos grupos de la oligarquía de la cual se consideraban el brazo armado, tanto que ésta nunca necesitó poseer partidos políticos estables. Para muchos oficiales el derrotero natural de su vida eran los ascensos hasta los grados más elevados en los cuales los clanes oligárquicos buscaban seducirlos e incorporarlos a sus acaudalados ambientes, un modus operandi que para los más ambiciosos, hábiles e inescrupulosos podía conducir a la Presidencia de la República, como el grado de mayor jerarquía. La ciega disciplina (“las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones”) aseguraba la adhesión de los oficiales de graduación inferior, entre los cuales no pocos confiaban en que su amistad o genuflexión les redituarían alguna ventaja.
Esta actitud comenzó a variar desde el golpe de Estado del 18 de julio de 1962 que colocó en la cima del poder político a una trilogía de los jefes más encumbrados de las Fuerzas Armadas, como una acción institucional de éstas. Su intención era hacer Presidente de la República a Fernando Belaúnde Terry, quien había ocupado el segundo lugar en las elecciones de mayo de ese año. Lo apoyaban porque se había comprometido a realizar un conjunto de cambios que el comando de las Fuerzas Armadas estimaba indispensable. Se replegaron a sus cuarteles luego de facilitar su llegada a la Presidencia, para lo cual tuvieron que encerrar en la prisión selvática del Sepa a los mil dirigentes más conspicuos de los grupos de izquierda marxista, en enero de 1963.
Pero Belaunde los defraudó olímpicamente. Nunca tuvo la talla ni el coraje para emprender los cambios pactados. Su partido, Acción Popular, resultó un fiasco, y el Apra se convirtió en una fuerza obsecuente y aguerrida al servicio de la oligarquía y del imperialismo. Finalmente, Belaunde con el apoyo del Apra, se embarró en una fraudulenta negociación con la International Petroleum Co., que fue como el gatillo que disparó la Revolución.
¿Fue Velasco Alvarado el impulsor originario de la Revolución o fue más bien un grupo de coroneles, entre los cuales destacaban Leonidas Rodríguez Figueroa, Jorge Fernández Maldonado, Rafael Hoyos Rubio y Enrique Gallegos Venero, de ideología socialista, quienes se acercaron a él y le confiaron su propósito? En todo caso, Velasco Alvarado se hizo cargo con decisión del comando secreto de la conspiración y supo esperar mientras reunía las dos condiciones necesarias para triunfar: atraer a su causa a la mayor cantidad de oficiales de confianza, sobre todo coroneles y generales del Ejército, recomendándoles la mayor reserva posible; y llegar a la cúspide del comando. Por su parte, los cuatro coroneles mencionados, en contacto inmediato con él, se encargaron de elaborar el proyecto, que se denominaría Plan Inca, de las acciones con las cuales nuestro país sería puesto en el camino de cierta clase de socialismo.
Los generales comprometidos con el viejo régimen y los vacilantes fueron neutralizados por la firmeza de Velasco Alvarado y su grupo más cercano, cada vez más compacto ideológicamente. Entre la oficialidad, la mayoría simpatizó con el proyecto revolucionario, y la otra parte acató las decisiones del comando por disciplina. La Revolución se configuró así como una acción institucional de las Fuerzas Armadas que asumían la conducción del Estado, como si fueran un partido político, lo que conllevaba el control de los ascensos a coroneles y generales, la cobertura de los puestos con mando de tropa con jefes leales a ella y la información constante a los oficiales de las realizaciones del Gobierno y de su razón de ser.
Esta naturaleza de la Revolución, basada en la adhesión de los más altos jefes militares y en un equilibrio no siempre estable entre ellos, por los continuos ataques de la prensa oligárquica a cuya influencia muchos seguían siendo sensibles, la mantuvo al borde de una zozobra permanente, como su talón de Aquiles, y, a la larga, acabaría con ella.
El primer gran problema de este carácter fue una sesión del Consejo de Ministros, todos nombrados por Velasco Alvarado, celebrada el 23 de enero de 1969, en la cual el general Ángel Valdivia Morriberón, Ministro de Economía y Finanzas, propuso nombrar Presidente de la República al general Ernesto Montagne Sánchez, en vista de que Velasco Alvarado debía llegar a la edad del retiro unos días después, moción que fue aprobada por mayoría. Informado del acuerdo, Velasco llamó al entonces coronel Arturo Valdez Palacio, secretario del Consejo de Ministros y miembro del Cuerpo Jurídico Militar, y le pidió su opinión. Valdez Palacio le mostró el Estatuto de la Revolución. Y, sin perder ni un día, Velasco Alvarado, como Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y Comandante General del Ejército, convocó a una reunión de los comandantes de las tres Fuerzas Armadas a quienes, según ese Estatuto, correspondía el nombramiento del Presidente de la República. Valdivia Morriberón se excusó por el “error” cometido, y Velasco Alvarado continuó en la Presidencia de la República. Los ministros autores de este fallido golpe de Estado sólo pudieron ser erradicados del gobierno y de sus cuerpos algunos meses después cuando varios coroneles del núcleo revolucionario ascendieron a generales y creció la adhesión a Velasco y su grupo entre las Fuerzas Armadas.
El proceso de cambios proyectado en el Plan Inca y las acciones de gobierno correlativas hubieran sido imposibles sin el concurso de los civiles de altísimo nivel profesional e ideología coherente con la Revolución, llamados a cooperar ocupando cargos de asesoría, dirección y control. Los jefes militares descartaron sus simpatías políticas pasadas, y asumieron sus sugerencias y disposiciones con gran consideración y ánimo de aprender. El gobierno Revolucionario prescindió por completo de los partidos políticos.
Parecía que tanto los jefes militares más identificados con la Revolución como los civiles del gobierno sabían que la oportunidad podía desvanecerse en algún momento (como en un poema de Enrique Heine: “Pasó la Ocasión, la diosa rara, / nos vio de pie diciéndonos ternezas / y, riendo, se alejó.”), y trabajaban con tesón y sin límite de tiempo llevando a cabo las tareas de la Revolución.
Sólo así el Perú pudo cambiar para siempre y, como aconteció con otras revoluciones, hubo mucho de ella que quedó después de su ocaso, y algo que hicieron desaparecer quienes llegaron al gobierno después al amparo de la decepción y confusión ideológica de las grandes mayorías sociales, arrastradas por el reflujo de la historia.
(3/10/2013)
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