CAMBIO DE MINISTROS: EN OCTUBRE NO HAY MILAGROS
Por Jorge Rendón Vásquez
La interpelación al ministro de Trabajo Iber Maraví, a la que podría haber
seguido su censura por la coalición de los grupos derechistas y aventureros en
el Congreso de la República, tuvo un desenlace esperado para algunos y
sorpresivo para otros.
Quitándose el sombrero campesino, el Presidente de la República prefirió ceder,
pero no del todo. Se deshizo de siete ministros, vilipendiados a diario por los
periódicos, semanarios y la TV de Lima, no sin antes rebuscar por un lado y
otro y escuchar a quienes no habían ganado las elecciones o lo atacaban. Cuando
halló a los reemplazantes los juramentó.
Fue como echarle a la olla de la derecha con agua hirviendo un poco de agua
fría.
Pero, con esta concesión ¿cesará esa derecha recalcitrante de atacar al
Presidente de la República y al partido Perú Libre?
En octubre no hay milagros, ni después tampoco.
Para quienes no lo sepan En octubre no hay milagros es una novela de
Oswaldo Reinoso, publicada en 1965, que reprodujo la trama de la novela Ulises
de James Joyce y dejó la impronta de su impactante título.
Con este cambio, el presidente Pedro Castillo opta por la gobernabilidad, a
criterio de la derecha. El quid consiste en determinar qué se entiende por ella.
La expresión gobernabilidad comenzó a ser usada luego de los movimientos
sociales de la década del sesenta del siglo pasado que reclamaban la defensa y
la extensión del Estado de Bienestar, más democracia y menos exclusión. La
difundieron los técnicos del Banco Mundial en sus informes, aludiendo con ella
a una actitud de cooperación e interacción entre el Estado y los actores
sociales. En otros términos, propugnaban un diálogo sedativo ante una realidad
social que debía permanecer intacta. En nuestro país, comenzó a utilizarla
Alejandro Toledo cuando decidió tentar suerte aquí en la década del ochenta.
Desde entonces, resurge de tiempo en tiempo, cuando la ola de protesta empieza
a encresparse. Una definición más precisa de gobernabilidad sería la de
mansedumbre de las grandes mayorías sociales o de los representantes de sus
organizaciones reivindicativas.
Hace unos dos mil quinientos años, la política fue definida por Aristóteles
como el gobierno de la ciudad (de la polis en griego antiguo). A comienzos
del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo hizo de la política el conjunto de procedimientos
para llegar al poder del Estado y mandar en los principados, las democracias o
lo que fuera, por cualquier medio: sucesión dinástica, elecciones, golpes de
Estado, acciones audaces, acuerdos parlamentarios, cabildeos e intrigas. La
gratitud y la lealtad son valores extraños a la política. De allí la desvergonzada
y célebre sentencia de Maquiavelo: el fin justifica los medios. Raymond Aron,
al presentar, en 1962, una edición francesa de El Príncipe, la obra
cumbre de este teórico, dijo por ello: “No hay necesidad de atribuir a
nuestro autor una capacidad de disimulación, abyecta o sublime. Maquivelo se ha
convertido en sabio y para nuestro siglo ebrio de ciencia, este adjetivo basta
para todo. Maquiavelo es el fundador de la ciencia política”.
Mi punto de vista es, sin embargo, que la política puede y debe ser dotada
de valores morales.
Antes de las elecciones de este año, Pedro Castillo no existía en la política
peruana. Era un maestro de primaria y dirigente sindical con mucho empuje y una
gran honestidad, cualidades que no suelen ser significativas en la política
que, en nuestro país, es entendida, por quienes la practican desde que los conquistadores
españoles subyugaron al Tahuantinsuyo, como el juego de trapacerías, acomodos,
lambisconería, corrupción y otras movidas.
Con gran visión, los altos dirigentes del partido Perú Libre se fijaron en
él y en su potencial y lo inventaron, postulándolo a la presidencia de la
República, lo asistieron y desplegaron su acción en todo el Perú en una
contienda en la que para la derecha y sus medios de prensa él era un candidato diminuto
y sin ninguna posibilidad; y, sin embargo, ganó en la primera vuelta, llegando
casi al 20% de la votación válida.
En ese momento, Pedro Castillo comenzó recién a existir para el poder
empresarial y su prensa propia y alquilada, incluida la disfrazada de
independiente. Y comenzaron los ataques contra él y Perú Libre, con todo: que
la democracia estaba en peligro de expirar, que les quitarían sus propiedades a
todos, y lo que circulaba más íntimamente en los barrios de más alto poder
económico de Lima: que una ola de cholos serranos amenazaba a las familias
blancas y sachablancas de Lima. ¡Qué horror¡ Nunca antes en el Perú se había asistido a una
campaña mediatica y de propaganda con tal nivel de depredación. Y, a pesar de
todo eso y contra viento y marea, el partido Perú Libre y Pedro Castillo
convencieron a más de un 50% de la población electoral para que votaran por
este en la segunda vuelta, y ganaron. Resistiéndose a admitir su derrota, la
derecha y su candidata, ahítas de rabia, prosiguieron su ofensiva para despojar
a Castillo de su triunfo en el conteo de votos, sin parar de menoscabarlo y
agraviar a Perú Libre y a sus dirigentes. Pero, no tuvieron éxito, y Castillo
fue proclamado Presidente de la República.
Después, la campaña de demolición ha continuado, esta vez con el objetivo de
separar a Castillo de Perú Libre y, sobre todo, del dirigente fundador de este
partido, presentados como los enemigos públicos de la buena sociedad limeña por
quienes manufacturan la “opinión pública”. Cuando se supo quiénes serían los
ministros, el poder empresarial oligárquico y sus valedores congresistas y
periodistas los estudiaron a fondo y decidieron abatirlos uno tras otro y, de
entrada, negarle el voto de confianza en el Congreso de la República al primer
gabinete ministerial de Castillo. Pero, esta primera tentativa, preludiada por
un torneo feudal de ataques sin ton ni son, no alcanzó los votos suficientes
para echarlo abajo.
La derecha recalcitrante se desquitó, interpelando en el Congreso al
ministro Iber Maraví. Fue otro torneo de imprecaciones sin fundamento en la
Constitución y, en particular, en los artículos de esta que proclaman la
presunción de inocencia y que la interpelación de los ministros solo procede en
relación a sus acciones como tales. Será, por eso que se aferran tanto a esta
Constitución, para violarla como quieran. El proyecto de interpretación
auténtica de la Constitución para imponer sus condiciones al voto de confianza
al consejo de ministros es otra muestra de ello.
Es de suponer que para el poder empresarial y su derecha recalcitrante el
cambio de ministros es una buena señal, porque, tal vez piensan, que Pedro Castillo
ya empieza a pasar por el aro. No les importan las motivaciones y cálculos
distintos que haya tenido para removerlos, y, si les es posible gobernar con
él, lo admitirán, siendo cada vez más exigentes y valiéndose de algunas trastadas
recomendadas por Nicolas Maquiavelo. Hay razones, sin embargo, para creer que
Pedro Castillo no se resignará a ser solo el Presidente del sombrero campesino.
Para las grandes mayorías sociales de nuestro país lo concreto es que las reformas
prometidas en la campaña electoral deberán esperar, puesto que requieren leyes
que dependen de la composición del Congreso. La posibilidad de promover algunas
por decreto supremo es muy limitada, pero aun así, para acometerlas hace falta
determinar lo que podría ser cambiado, y surge la duda de si estos ministros,
salvo uno que otro, lo sabrán o se contentarán con dejarse llevar por la nave
burocrática y la estructura neoliberal.
Ante esta perspectiva, es evidente que la campaña de capacitación política
de las grandes mayorías sociales destinada a reforzar su conciencia de ser ellas
los grandes actores de los cambios que ellas y nuestro país necesitan tendría que
continuar, primero, porque que son ellas la razón de ser declarada por las
cuales el partido Perú Libre y sus representantes están en la política, y
segundo, porque son la fuerza que podrá neutralizar a la derecha oligárquica y
sus instrumentos políticos.
(Comentos, 10/10/2021)
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