Por Jorge Rendón Vásquez
Cuando un campesino indígena se encontraba en el camino con otro solían preguntarse
a manera de saludo: ¿De dónde vienes? ¿adónde vas?
Las mismas preguntas podemos hacerle a nuestra sociedad.
Antes de que los conquistadores españoles se derramaran sobre el gran
territorio del Tahuantinsuyo, la patria de nuestros remotos antecesores, habían
aquí cientos de miles de hectáreas de tierras cultivadas con agua del cielo o
llevada por canales que partían de las cumbres nevadas y recorrían cientos de
kilómetros, inmensas manadas de auquénidos domesticados y una red de caminos
que unían a los pueblos por alejados que estuvieran. Había también grandes
construcciones pétreas y viviendas para todos. El oro y la plata, abundantes
por doquier como efigies religiosas, vasijas domésticas y adornos, carecían de
valor monetario. Todas estas obras y riqueza fueron realizadas día a día, en un
período cuyo comienzo se hunde en el misterio del tiempo y que solo se explican
por la inteligencia, el conocimiento de la naturaleza y la laboriosidad de
aquellos remotos antecesores de nuestro pueblo.
Los conquistadores españoles se apoderaron de todo esto, autorizados por
capitulaciones expedidas por las muy magnánimas majestades de España, redactadas
por abogados del Consejo de Indias, salidos de la sapiente Universidad de
Salamanca, y bendecidas por los papas y la noble jerarquía católica. Como los
reyes de España no daban nada por nada, impusieron a los empresarios y
mercenarios favorecidos con esos documentos que les entregaran el quinto de
cuanto bien o servicio se apoderaran u obtuvieran de las poblaciones y territorios
conquistados (se diría ahora el 20%). Previendo que los pueblos de tan lejanas
tierras resistirían la dominación, los reyes de España confirieron a los
conquistadores, por cláusulas explícitas e implícitas, el derecho de esclavizar,
sojuzgar, depredar, matar, torturar y despreciar a sus habitantes y arrancarles
el fruto de su trabajo que pasaría a convertirse en propiedad de los reales
socios comanditarios y de sus comisionados.
En la Europa de los siglos XV y posteriores, la explotación de los siervos y,
luego, la de los obreros se basaba en el predominio legal e ideológico de los
señores feudales, la nobleza parasitaria, los maestros y los capitalistas sobre
gentes que eran racialmente iguales.
En la América hispánica, a esa dominación absoluta se añadió la
discriminación racial. Por disposiciones del Consejo de Indias, el ministerio
de colonias de España, la sociedad fue dividida en castas raciales, de manera
que los blancos quedaron situados en la cúspide de la pirámide racial con todos
los poderes, siguiendo hacia abajo los mestizos, pardos, negros y, en el último
lugar, los indios, en una situación cercana a la de las bestias.
Solo los blancos podían ser propietarios de fundos, minas, obrajes y
tiendas de comercio, educarse, ocupar los cargos del virreinato, y ser parte de
la vida social y cultural. Los mestizos, pardos, negros e indios estaban
destinados al trabajo: los negros no podían ser sino esclavos; los indios
siervos, salvo los de comunidades respetuosas de las leyes de España; los
mestizos y pardos artesanos o auxiliares de los blancos en el sojuzgamiento y
la represión de los negros e indios. Y, en la mente de todos ellos, se creó una
ideología de superioridad natural en la casta blanca y de sumisión e impotencia
en las castas calificadas como inferiores.
Establecida la República, por la acción de los ejércitos libertadores
venidos de Argentina, Chile y la Gran Colombia, la estratificación social del
virreinato, sólidamente instalada en la mente de todos, se mantuvo en vigencia.
El poder de mandar fue heredado por la casta blanca, sobre todo la avecindada
en Lima, ciudad que, por ello, y por la obsecuencia de sus dependientes continuó
siendo el centro del dominio estatal y cultural en la República.
Durante los cien años que siguieron, como había acontecido en los
trescientos de dominación hispánica, no se añadió ni una hectárea a las tierras
cultivadas, la actividad productiva más importante. Al contrario, se perdieron
muchas, por abandonó o pérdida de los canales que las abastecían de agua.
Tampoco se construyó algún camino nuevo. Las minas se agotaron. La oligarquía
blanca y sus segundones se dedicaron a parasitar a sus trabajadores y al Estado
y a hacer de la corrupción una regla normal de vida.
Hacia fines del siglo XIX, el capitalismo recién pudo abrirse camino, y
aparecieron nuevas empresas y con ellas una pequeña clase obrera, conformada,
en su mayor parte, por trabajadores mestizos radicados en las ciudades o
emigrados a ellas. Y también comenzó a cambiar el panorama político, muy lenta
y difícilmente, por la presencia de estos nuevos ciudadanos, cuyos votos
resultaron necesarios para los candidatos de la oligarquía y sus vasallos
profesionales.
Pero el capitalismo, incipiente y débil, fue incapaz de desarrollarse por
sí y sobreponerse a la economía feudal. Requería el impulso del Estado que
advino con el Leguiismo y el Velasquismo.
En la tercera década del siglo XX, el presidente de la República Augusto B.
Leguía, le atribuyó al Estado una función promotora de la economía, para lo
cual creó el Banco Central y la Contraloría General de la República, promovió
las inversiones extranjeras y el desarrollo de entidades financieras e
industriales, inició una legislación laboral favorable a los empleados privados
y la primera reforma universitaria, emprendió una política de irrigaciones
(Olmos, El Imperial, La Joya) y la construcción de nuevos caminos, utilizando en
parte mano de obra indígena forzada (la conscripción vial). Para la oligarquía,
dueña de las haciendas más grandes de la Costa, y para el gamonalismo feudal de
la Sierra, estos cambios no podían ser admitidos, aunque se beneficiaran de algún
modo con ellos, y se concertaron para echar abajo a Leguía con la complicidad
de una parte de la oficialidad militar, la clase media blanca y cierta población
carente de conciencia política, ante la incomprensión de los grupos
contestarios de izquierda que habían surgido en las dos décadas anteriores. Mal
comienzo para esta izquierda que en los noventa años posteriores ha seguido
siendo, en los hechos, tributaria de la oligarquía y a la que las clases
trabajadoras no le deben ninguna norma de protección.
El Perú de hoy, su economía y su conformación social, política y cultural
es el resultado del arranque (el take off) emprendido por el grupo de
oficiales de las Fuerzas Armadas y los técnicos civiles que comandó el general
Juan Velasco Alvarado, entre 1968 y 1975. El feudalismo fue disuelto y la
oligarquía agropecuaria liquidada, las tierras expropiadas fueron entregadas a
sus trabajadores, se crearon nuevos derechos sociales, el Estado asumió un rol
promotor del desarrollo, se impulsó la industrialización, se promovió una
reforma educacional para el trabajo y el desarrollo de la personalidad de los
educandos (saboteada por los grupos de cierta pretendida izquierda conformes
con la oligarquía y el feudalismo), se pusieron las bases de un Poder Judicial
independiente de los grandes intereses económicos y basado en los méritos de
los concursantes, etc.; y, poco después, el Perú se convirtió en un gran
mercado, bullente de producción e intercambio, en el que comenzaron a surgir
nuevos grupos capitalistas y una nueva clase profesional procedente de las
capas trabajadoras urbanas y rurales, en su mayor parte mestizas.
En los 45 años posteriores al gobierno de Velasco, la conformación social y
política del Perú cambió respecto de la que había existido hasta antes de aquel
momento.
En las elecciones de 2021, una parte de la nueva clase profesional
provinciana, organizada en un nuevo partido y sin experiencia en el manejo del
Estado, se movió hacia el poder político y, en la primera vuelta electoral,
logró colocar a 37 representantes en el Congreso de la República y, en la
segunda, su candidato ganó la Presidencia de la República, un maestro de
escuela de origen campesino, limpio y con muchas ganas de darle a las mayorías
sociales más equidad y oportunidades. Para el poder empresarial y su base
social, el establishment limeño y blanco, esto era inaudito, porque rompía
los cánones discriminatorios de la conquista hispánica y les arrebataba el
dominio del Poder Ejecutivo que siempre habían ejercido por sí o por
interpósita persona. No es extraño, por eso, que piensen en una segunda versión
del descuartizamiento de Túpac Amaru. Sus soldados de choque, instalados en el
Congreso de la República con los ojos cerrados ante los cambios en nuestra
sociedad, no tienen otra fuerza de propulsión que su creencia de que pueden
blandir su poder circunstancial sin consecuencias para ellos y para los grupos que
los han financiado, y sin que les importe que su obstruccionismo perjudique a
nuestro país y atente contra una existencia social armónica, una conducta que
los ha hecho del todo disfuncionales y le evoca al pueblo la histórica frase: Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?
Este conflicto no es meramente coyuntural, político. Es una contradicción
de profundas raíces históricas, cuyo conocimiento exige la identificación
minuciosa de sus términos antagónicos, tanto en la estructura capitalista, como
realidad necesaria que requiere ser reformada, redistribuyendo la riqueza
creada por el trabajo para convertirla en obras y servicios públicos, como en
la superestructura política, asegurando la vigencia de una democracia y Estado
de Derecho basados en una real igualdad de todos ante la ley y en la
erradicación de la discriminación en todas sus formas, y en particular la
racial cuyo ciclo debe ya terminar.
(Comentos, 30/10/2021)