SU MAJESTAD LA CORRUPCIÓN
Por Jorge Rendón Vásquez
Docteur en Droit por l’Université Paris I (Sorbonne)
Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Hace
unos años mi amigo, el jurista Teodosio Palomino, publicó un libro con
este título. Fue el anatema, cargado de amargura e indignación, de un
ciudadano educado en la práctica de la moral como leitmotiv de la vida.
Esta
expresión andaba ya por el mundo hace mucho. Tal vez vino de España
donde la corrupción formaba parte de las costumbres administrativas. La
había heredado de Roma, la enriqueció con sus modalidades autóctonas y
la trasladó a América con la conquista. Los archivos del Consejo de
Indias, que era como un ministerio de colonias con el poder de juzgar,
están colmados de expedientes por corrupción que, como era natural, se
resolvían por otras formas de corrupción habituales en los jueces y
funcionarios. La corrupción no fue, sin embargo, privativa de España.
Circulaba en la sangre de los poderosos y súbditos de otros imperios.
Genéricamente,
la corrupción es la descomposición de una materia orgánica hasta
convertirse en una sustancia inútil, dañina y repelente. En la vida
social es la prescindencia de las normas legales y morales con el
propósito de apoderarse de un bien, gozar de un servicio o tomar una
ventaja cualquiera sin derecho y sin entregar la contraprestación
equivalente, o practicar un acto indebido evadiendo responder por él. La
inspira la astucia y puede acompañarla la prepotencia. Si aniega la
sociedad, la sumerge en un caldo putrefacto, en el que muchos se
habitúan a vivir naturalmente.
El ambiente predilecto de la corrupción es el Estado, como institución y como poder.
Como
institución, el Estado —o la sociedad organizada legalmente— dispone de
un ingente patrimonio y de recursos que lo alimentan. Es mucho dinero
en juego y tentador manejarlo. Como poder, el Estado organiza, dispone y
controla los servicios públicos. La ciudadanía obedece, habida cuenta
de la obligación de los funcionarios del Estado de sujetarse a la ley.
Es también apetecible para algunos arribar al ejercicio de este poder,
no sólo por el placer de mandar, sino además por lo rentable que puede
ser.
En
las autocracias, los gobernantes y sus funcionarios meten la mano sin
limitación en las arcas estatales, como si fueran propias. En las
democracias, los funcionarios con poder de decisión se valen del
disimulo y de cierta técnica, disfrazada con formas legales o encubierta
por la complicidad de quienes controlan la legalidad.
Por
un lado, los actores de la corrupción son los funcionarios encargados
de la emisión de los actos legales, administrativos y judiciales
relativos a los bienes o favores codiciados; y, por el otro, los
beneficiarios de esos actos, que reclaman la devolución acrecida de su
contribución a una campaña electoral, o pretenden evadir el pago de
tributos, incorporar a su patrimonio ciertos bienes, servicios o
caudales, o ser titulares de contratos de obras públicas, suministros,
servicios, ventas de bienes, etc. etc.
Las
formas de la corrupción son cualitativa y cuantitativamente
ilimitadas, tanto si el funcionario actúa en solitario, como si lo hace
en sociedad. Como parte del acontecer delictivo, son susceptibles de
mejoras e innovaciones. Ningún funcionario pareciera hallarse exento de
la contaminación. Parodiando a Rousseau, para quien el hombre nace bueno
pero la sociedad lo corrompe, el funcionario puede entrar limpio al
servicio del Estado o de alguna entidad privada, y ser atrapado por la
corrupción si su formación moral es endeble. Un ex presidente de la
República del Perú, grandulón y adiposo, graficó con una frase de
antología las posibilidades de enriquecerse en el ejercicio del poder,
incluso con una actitud pasiva. “La plata llega sola”,
sentenció. Y no lo decía solo como un teórico. Durante su gestión se
convirtió en un rey Midas que podía convertir en oro cuanto acto
administrativo debía autorizar. Su pretensión de presentarse como
candidato presidencial de nuevo y el apoyo que ciertos capitalistas y
votantes le prestarían revela hasta qué punto la corrupción ha llegado a
desterrar la moral de un sector de nuestra sociedad.
Casi
todos los países del mundo padecen este mal: los altamente
desarrollados y los menos desarrollados; los capitalistas y los
socialistas.
La
pregunta fundamental que cabe hacerse es ¿qué podemos hacer los
ciudadanos para combatirlo? ¿Cómo se podría cortarle la cabeza a ese
monstruo que, como la mítica Medusa con cientos de serpientes como
cabellos, convertía en piedra a quien la miraba?
Se requeriría, a mi juicio, dos pasos: el diagnostico de la enfermedad y una propuesta de tratamiento.
La
corrupción es, en realidad, un conjunto de delitos cuya etiología, o
causa, sus actores dominan exhaustivamente, más que los funcionarios
llamados a combatirla. Conocen las leyes que habrán de violentar y sus
anfractuosidades, los sujetos que les procurarán lo que quieren, las
maneras de eludir el control administrativo y la persecución penal, y a
los agentes encargados del control y los jueces. Saben quién es quién en
la administración y la justicia, sus necesidades, debilidades, vicios,
pertenencia a partidos políticos, relaciones de familia, amistad, club,
etc. Y se especializan en el manejo de los procesos judiciales y los
procedimientos administrativos, asistidos por profesionales que, por
honorarios o alguna forma de participación, colaboran con ellos sin
escrúpulos. Como los demás delincuentes, el planeamiento de sus actos de
corrupción se completa con la evasión física y legal.
Se
requiere adecuar los órganos administrativos a cargo del control del
cumplimiento de la ley a los requerimientos del combate de la
corrupción.
En
el Perú, el sistema de control de los recursos públicos ha sido
confiado a una sola persona. Es el contralor, cuyo nombramiento
corresponde al Congreso de la República con una votación especial que
conlleva coincidencias obligadas en los intereses de los representantes.
Este funcionario dispone de una frondosa burocracia, cuyos actos
dependen de el. El definitiva, el contralor acomoda su acción a las
conveniencias de quienes lo nombran. El sistema de control alternativo
es el del tribunal de cuentas, integrado por un colectivo de vocales,
cuyo nombramiento debiera corresponder a las instituciones
representativas de la sociedad. En este sistema, el control se reparte
entre los vocales por entidades y regiones, sin perjuicio de obrar en
conjunto como un tribunal en los procedimientos de investigación y
rendición de cuentas. Sería sumamente eficaz contra la corrupción.
Pero,
además, es necesario eliminar las normas que eximen a los jueces de
responsabilidad en la emisión de sus decisiones, otra forma de
corrupción. La Oficina de Control de la Magistratura (OCMA) no puede
tocarlos por el artículo 44˚ de la Ley de la Carrera Judicial, 27277,
que impide procesarlos por sus actos jurisdiccionales, aunque violen
flagrantemente la ley. En esta Ley no se ha tipificado como falta las
infracciones a la ley en las resoluciones judiciales. (Fue promovida por
el gobierno de Alan García no bien ingresó a su gestión y promulgada el
4/11/2008. Tuvo como fin evidente protegerse y proteger a los suyos de
futuros procesos por corrupción.) Pero además, los magistrados nombrados
para constituir la OCMA se resisten a juzgar a sus pares por espíritu
de cuerpo. Por lo tanto, los jueces gozan de libertad para inaplicar las
leyes contra los procesados por corrupción y por otros hechos ilícitos:
penales, civiles y de cualquier otra clase. Ordenan de manera
irrevocable, conceden la impunidad y pueden enfrentarse a los otros
poderes e instituciones del Estado. Pese a su nombramiento por concurso
por una institución que representa a la sociedad, acceden a un poder
autocrático luego de asumir sus cargos. Correlativamente, resulta casi
imposible encausarlos por prevaricato por ciertas normas de la Ley del
Ministerio Público que entregan al fiscal de la Nación la prerrogativa
de la acción por prevaricato contra los jueces. Aunque el Código Penal
ha definido este delito, procesar a quienes lo cometen puede resultar
casi imposible, si los fiscales y, en la cúspide, el fiscal de la Nación
deciden no interponer la acción judicial, lo que sucede en la mayor
parte de casos y, en particular, cuando el prevaricato se vincula a la
exoneración de responsabilidad de personajes encumbrados económica o
políticamente. Debería ser el Consejo Nacional de la Magistratura la
entidad a cargo del procesamiento de los jueces.
Con
respecto a la corrupción y a otros delitos graves no debería haber
prescripción, ni de fondo ni procesal. La prescripción es una vía de
escape de la responsabilidad administrativa, civil y penal. Los bienes
jurídicos protegidos por la ley, y en particular los inherentes a la
sociedad, requieren una vigilancia y sanción permanentes cualquiera que
sea el tiempo que transcurra desde la comisión de los delitos contra
ella.
La
reacción contra la corrupción habrá de surgir de la misma ciudadanía a
condición de informarse sobre ella, tomar conciencia de la necesidad y
la posibilidad de erradicarla, apoyar las maneras de hacerlo y
constituir comités de vigilancia coronados por una institución de nivel
equivalente a la del defensor del pueblo. Esta entidad y sus instancias
regionales tendrían la función de interponer las acciones que sean
necesarias contra los actores de la corrupción y de denunciarlos ante el
Congreso de la República, complementada con la iniciativa parlamentaria
en los asuntos de su competencia.
(6/5/2015)
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