Por Jorge Rendón Vásquez
La democracia es un
sistema por el cual los ciudadanos de un Estado–nación, considerados iguales
ante la ley, deciden por su voto la forma de gobierno que quieren darse y
eligen a quienes habrán de aprobar las leyes y administrar el Estado. Es, según
una definición ya clásica, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el
pueblo (Abraham Lincoln, Gettysburg, 1863). El pueblo es el conjunto de
ciudadanos.
La democracia como noción
La noción de democracia ha
sido plasmada en la ley fundamental del Estado o Constitución que todos están
obligados a acatar como la condición de su pertenencia al Estado–nación.
La humanidad llegó a esta
noción luego de milenios de creer que el poder de mandar en los imperios,
reinos, principados y otras circunscripciones territoriales pertenecía a los
reyes y a la nobleza por derecho divino, reconocido o santificado por los altos
jerarcas de las iglesias. Las leyes y otras disposiciones obligatorias, casi
todas arbitrarias entonces, emanaban de estos personajes, y los miembros del
gobierno que ellos designaban las hacían cumplir de la manera más brutal, sobre
todo cuando las aplicaban a las personas de más baja condición social. Casi
todos los habitantes en esos tiempos creían que esa forma de gobierno era
normal y que así debía ser, y colaboraban con los reyes, nobles, Iglesia y
fuerzas represivas en la aplicación de las decisiones de estos, aunque fueran
en su perjuicio.
Llegar a la implantación
de las nociones de igualdad de todos ante la ley y de gobierno del pueblo por
el pueblo en una parte creciente del pueblo le tomó a la intelectualidad
burguesa europea más de doscientos años, luego de lo cual sus partidarios
asumieron el poder del Estado y desde allí las aprobaron como leyes. En
adelante, el Estado aseguró esta forma de ser social. Los países donde esto
sucedió, hacia fines del siglo XVIII, fueron las colonias inglesas de América
del Norte, convertidas en los Estados Unidos, y Francia. A estas nociones se
asoció en Francia la vindicta de las clases subyugadas contra los reyes, nobles
y sus sujetos que los habían tiranizado, resultante de su odio acumulado
durante siglos, que entre 1789 y 1793 hizo rodar más de 50,000 cabezas.
Luego la noción de
democracia fue asumida por los pueblos de otros Estados y se generalizó en el
mundo, tras décadas de luchas, ejercicio y retrocesos.
El funcionamiento de la
democracia
A la noción básica de
democracia se añaden las que determinan su vigencia o cumplimiento efectivo,
que exige: la creación en el Estado de ciertas dependencias encargadas de la
organización de los actos de votación por los ciudadanos; la existencia de partidos
políticos que postulan la representación de los ciudadanos; y la manera como
estos entienden qué es la democracia y por quiénes deben votar en los comicios.
Por pequeña que sea la
población de un Estado no es posible reunir a sus ciudadanos en asambleas. Deben
haber, por lo tanto, ciertos órganos estatales encargados del reconocimiento de
la ciudadanía, la inscripción de los grupos o partidos políticos, la
organización de los comicios y la solución de las controversias. Los
integrantes de estos órganos deben ser imparciales.
Tampoco es posible en los
Estados, la elección directa por los ciudadanos de las personas que quieran que
los representen. Han surgido para ello los partidos políticos con la función de
presentar a los candidatos por los cuales deberán votar los ciudadanos para la conformación
de los poderes Legislativo y Ejecutivo, y, en el Perú, de los gobiernos
regionales y locales o concejos municipales.
Además, se ha hecho
obligatorio el voto por la necesidad de fundar la dirección del Estado en la
voluntad colectiva de los ciudadanos y porque la democracia no solo atribuye
derechos sino también obligaciones, y una de las más importantes es la de
participar en la conformación de los órganos electivos del Estado.
Sin embargo, en la
realidad social, la democracia no se comporta tan esquemáticamente. Hay ciertos
hechos que la distorsionan, dando lugar a la elección casi cautiva de ciertos candidatos
cuyas intensiones difieren de las de sus votantes y, en muchos casos, son
inconvenientes o perjudiciales para estos.
Uno de ellos consiste en
que la noción de democracia en los ciudadanos no es unívoca. Depende de lo que cada
uno crea que ella es y de la manera como considere que él deba o pueda
intervenir. Y esto es muy variable: va desde la ausencia de esa noción en numerosos
ciudadanos hasta un conocimiento teórico y práctico muy completo en algunos.
Esto implica que la mayor parte de ellos decide su voto por la obligación de
votar y, en gran medida, por la propaganda de los partidos más organizados y
ricos y sus candidatos.
La realidad histórica
demuestra que la mayor parte de ciudadanos, luego de las declaraciones de
derechos del fines del siglo XVIII, se fueron sumiendo en el desconocimiento de
la democracia, en la indiferencia ante ella y en la impotencia, y dejaron
actuar a los grupos que asumieron el poder político o se quedaron en él más
allá de los períodos legales, contra las leyes y la voluntad popular o
respaldados por las armas del ejército y la policía. Tales fueron los casos
emblemáticos de Napoleón Bonaparte, quien se coronó él mismo como emperador en
1804, y de los reyes en Francia en 1815 y 1830, y de los innumerables
dictadores de América Latina y otras latitudes.
Los dos momentos de la
democracia
En la práctica de la
democracia hay dos momentos: el preelectoral y el de la actuación de las
personas elegidas.
Los actores del primer momento
son los partidos políticos inscritos. Son ellos los titulares de la facultad de
seleccionar a los candidatos, inscribirlos en los registros pertinentes y
organizar las campañas de propaganda para tratar de convencer a los electores de
que voten por ellos. Legalmente, los partidos son conjuntos de ciudadanos que
cumplieron los requisitos para obtener la personería política; en nuestro país,
acreditar cierto número de afiliados, contar con cierto número de comités y
locales, tener un ideario o programa y una dirección. En realidad, los partidos
son creaciones de algunos grupos de las clases sociales para acceder al poder
del Estado y, desde este, aprobar las leyes y otras disposiciones convenientes
a los intereses de sus miembros, incluida la corrupción en algunos partidos. Como
el costo de su funcionamiento: en organización, empleados, locales, viajes,
hoteles, pago de derechos, propaganda y otros, es, por lo general, elevado, son
los grupos de mayor poder económico los que pueden promoverlos y financiarlos. En
cambio, a las clases sociales dependientes o a los grupos salidos de estas o
identificados con ellas no les ha sido posible, por lo menos hasta ahora en el
Perú, ni siquiera convencer al número de ciudadanos requerido para la
inscripción de un partido político y, menos aún, para que cubran el pago de los
gastos, con lo cual quedan fuera de la lid electoral. Los electores de las
clases sociales de menores recursos con cierta conciencia política lo advierten
y optan por otras opciones legalmente posibles que consideran menos malas.
En consecuencia, el primer
momento de la democracia se caracteriza por las campañas de propaganda de los
partidos políticos para convencer a los electores que voten por sus candidatos.
La función de los electores es pasiva. Para obtener sus votos, desde comienzos
de la práctica de la democracia han sido elaboradas ciertas técnicas basadas en
la nula o insuficiente noción de democracia en los ciudadanos de las clases de
menor poder económico, que conforman la mayor parte de electores, una forma de
alienación y procedimiento comercial de manipulación. Su resultado es la
elección mayoritaria de los candidatos de los partidos representativos de los
grupos económicos de mayor poder. El caso más aberrante de esta manera de
decidir de los electores fue el de Alemania en 1933 que invistió a Adolfo
Hitler de la plenitud de poderes del Estado, decisión con la que él y su
partido nazi precipitaron al mundo a la Segunda Guerra Mundial y al asesinato
de más de seis millones de judíos por las tropas del ejército y las SS.
En el segundo momento de
la democracia, los políticos que asumen la dirección de los órganos del Estado
proceden a operar según los intereses de los grupos que los postularon o,
desvinculándose de estos, de otros grupos o de sus conveniencias y ventajas
personales, puesto que, según la Constitución, ellos representan a la Nación y no
hay normas que ciñan ese mandato a los intereses y preferencias de quienes los
inscribieron y tampoco a los de quienes les confirieron el mandato con su voto.
En otros términos, los políticos elegidos reciben una autorización para
legislar y gobernar como ellos quieran, o una carta en blanco regida por las exiguas
normas de la Constitución sobre la manera de comportarse y sin la obligación de
responder por sus votos y decisiones si transgreden sus compromisos y promesas.
En este momento, los
electores pierden totalmente protagonismo. Su opinión queda en su fuero interno
y, por lo tanto, deja de interesar. La contienda verbal en los órganos
colegiados del Estado y en los medios de prensa tiene como actores a los
políticos elegidos y a los periodistas, opinólogos y otros personajes que los
sirven, que se atacan, malquistan, injurian y defienden: un espectáculo
permanente que llena las páginas de los diarios y revistas y los espacios de la
TV, y que se vende con los chismes de la farándula, el fútbol y la crónica
policial. Es obvio que sus críticas y diatrivas jamás culpan a los electores
que pusieron a esos políticos en los cargos estatales. Estos ya son nadie, y
solo algunos los imaginan como remotos o fantasmagóricos testigos que
declararán por sus votos en el próximo proceso electoral, aunque ya se sabe que
en este la manipulación podrá imponer a otros candidatos.
En muchos otros Estados es
también así, aunque en los subdesarrollados económica y culturalmente las
transgresiones a la Constitución, disfrazadas frecuentemente con atuendos
legales, son normales. Por lo demás, siempre les es posible a muchos políticos
elegidos convalidar sus hechos ilegales, sobre todo su enriquecimiento ilícito y
el de sus parientes y amigos a expensas de los caudales del Estado, valiéndose
de los órganos judiciales y electorales proclives a apartarse de la ley y al
impulso de abogados fértiles en sofismas.
¿Qué hacer, entonces?
La democracia podría
avanzar hacia estadios de mayor conciencia en las mayorías electoras y de
perfeccionamiento del mandato recibido por los políticos elegidos. El factor
fundamental de su vigencia real es la conciencia que de ella tenga la mayor
parte de la ciudadanía. Pero para ello deben concurrir varios factores: una
educación acendrada y extensa de los niños y adolescentes; una información
veraz y ausente de manipulación por los medios de prensa; un sistema de
formación profesional compatible con el progreso material e intelectual de
nuestra sociedad; una labor pedagógica del Estado, los partidos políticos democráticos
y las organizaciones que se creen para este fin sobre el significado y el funcionamiento
de la democracia; y una visión más realista en los intelectuales y estudiantes
universitarios que a la larga lops mueva a la acción.
Los programas políticos
deberían servir para la promoción de la economía, el aumento de la riqueza, la necesidad
de dar empleo, una distribución más equitativa del producto, la eliminación de
la corrupción, disponer de servicios públicos más extendidos y mejores, incluida
una solución rápida y ajustada a las leyes de los conflictos legales, sin lugar
para las utopías, sino solo para los cambios que la realidad social requiera.
Addenda
En nuestro país hay una
grave anomalía concerniente a los partidos políticos y a los candidatos que
ellos presentan. Luego de ser estos elegidos nada obsta para que se aparten del
partido al que pertenecen o que desacaten sus disposiciones, no obstante que
sin la postulación por ese partido no habrían podido competir, y perdiéndose de
vista que son los partidos las agrupaciones con personería política y no sus
candidatos. En todo caso, queda entendido que estos se comprometen a promover
el ideario y los proyectos de sus partidos en el ejercicio de la función
legislativa, ejecutiva, regional o municipal. Una exclusión del representante
elegido del partido que lo postuló, por renuncia o causa grave legalmente
definida, debería implicar su retiro de la función legislativa o de otro orden
y su reemplazo por el accesitario declarado. Sería esta una manera de
establecer cierto orden y limpieza en el funcionamiento de la democracia en
nuestro país.
Además, por la importancia
de las funciones electivas, se debería sancionar penalmente a los políticos
elegidos que infrinjan la Constitución con sus votos y hechos.
(Comentos, 2/3/2024)
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