El mayor de los dos jubilados sentados ante mi escritorio no me sacaba los ojos de encima, mientras yo hojeaba una antigua compilación de normas laborales. Estaban allí porque, ya desengañados por varios estudios jurídicos, yo les había dicho por teléfono que conocía el tema. Querían que su ex empleadora en liquidación, una empresa minera del Estado, les entregara los bonos representativos de las utilidades a que tuvieron derecho mientras trabajaban, veinte o más años antes. Al verme pasar de una hoja a otra, buscando las normas aplicables, luego de formularles algunas preguntas, el suspicaz jubilado no pudo con su genio y decidió que yo ignoraba el tema consultado. Se levantó airadamente y, arrastrando a su compañero, abandonó mi oficina.
Sonreí al verlos partir. Era evidente que creían que la platita estaba esperándolos y que yo no sabía cómo llegar a ella. Pero estaban equivocados. Conozco ese asunto y no superficialmente. Soy el autor de la compilación de normas que revisaba, actualizada varias veces y, modestia aparte, fuente de información para jueces, abogados y profesores de Derecho del Trabajo. Además, como asesor del gobierno de Juan Velasco Alvarado, había intervenido en la redacción de las disposiciones sobre participación de los trabajadores en las utilidades.
Al quedarme solo no pude más que asociar esta frustrada consulta con una información periodística sobre un proyecto de ley tramitado por un parlamentario para convertir las acciones de inversión, derivadas también de la participación de los trabajadores en las utilidades, en acciones de capital, y así surgió este comento.
Una de las realizaciones sociales más importantes del gobierno del general Juan Velasco Alvarado fue la entrega de un porcentaje de las utilidades de la empresa a la comunidad laboral, constituida por los trabajadores de aquélla. Con ese porcentaje, que variaba del 5% al 15% según el sector económico de la empresa, la comunidad laboral adquiría acciones de capital que la sociedad propietaria de la empresa debía emitir. Al llegar al 50% del capital de la sociedad, esa participación, denominada patrimonial, debía ser empleada en adquirir acciones de otras empresas. Si las empresas pertenecían al Estado, sus trabajadores recibían bonos que, como las acciones de capital, daban derecho a la distribución de utilidades en los mismos términos que éstas, pero no posibilitaban el acceso a la junta de accionistas. Se dispuso, además, que un porcentaje de las utilidades, del 3% al 10% según el sector de la empresa, fuese distribuido a los trabajadores, según su remuneración y asistencia al trabajo.
Fue ésta una forma no traumática de transición a otro modelo de estructura económica, empleando las utilidades de la empresa que, en la concepción del gobierno de Velasco Alvarado, creaban el capital y el trabajo. La Constitución de 1933, entonces vigente, amparaba esta participación, que ninguno de los gobiernos anteriores tuvo la intención de instrumentar.
Para los capitalistas, la participación patrimonial fue una maldición. Para los trabajadores fue, en cambio, una sorpresa. Nunca sus organizaciones sindicales ni los partidos políticos a los que adherían habían postulado algo semejante. Para un grupo de intelectuales y profesionales, y sus seguidores en las universidades, se trataba de una nefasta medida corporativo fascista.
Como si despertaran de un profundo letargo, los trabajadores tardaron en comprender el significado económico y social de la participación patrimonial. Más les agradaba la participación líquida, que les ponía en los bolsillos, al finalizar cada ejercicio económico, una cantidad de dinero contante y sonante que nunca se habían imaginado recibir.
También en este aspecto los extremos se tocaron, primero con cierta timidez como tanteándose, y, luego, asociándose, pero asumiendo papeles distintos. Los capitalistas refunfuñaban y conspiraban en secreto, aunque haciendo hablar a su prensa; los intelectuales, profesionales y estudiantes de la contra se lanzaron a una frenética campaña contra el gobierno con volantes, revistas y cotilleo, propalados en abundancia en las universidades. Atacaban la reforma agraria, las expropiaciones, la participación en las utilidades, la estabilidad laboral y otros cambios en la legislación laboral y de seguridad social, la apertura de nuestro país hacia los países socialistas y del Tercer Mundo, y otras realizaciones de trascendencia. Todo lo que hacía el gobierno de Velasco Alvarado estaba mal para ellos. ¿Por qué se comprometieron en esa conducta, instigada desde lejos por la CIA? Muchos de ellos eran vástagos de propietarios afectados por la reforma agraria o de altos empleados de las empresas que el Estado expropiaba o que habían sido tocadas por el control. Carecían, sin embargo, del valor de luchar a cara descubierta por sus familias y les fue más cómodo disfrazar su acción, vistiéndose de izquierdistas.
El relevo de Velasco Alvarado por Francisco Morales Bermúdez, el 30 de agosto de 1975, acabó con el proceso de cambios hacia el socialismo en el Perú. A la terminación de la reforma agraria y las expropiaciones siguió el fin de la participación patrimonial de los trabajadores en la empresa, que comenzó con el decreto ley 21789, del 1/2/1977. El cambio fundamental introducido en este campo fue la conversión de las acciones de capital de las comunidades laborales en “acciones laborales” que debían ser entregadas a cada trabajador para su libre disposición. Estas acciones daban derecho a la distribución de las utilidades, pero no a la intervención en la junta de accionistas. En lo sucesivo, la participación patrimonial de los trabajadores sería sólo en acciones laborales. El efecto inmediato de esta medida fue la venta generalizada de sus acciones por los trabajadores. No les interesaba la participación en la propiedad de la empresa. Esas acciones fueron a dar a capitalistas persuadidos de que era una inversión segura.
El gobierno de Alberto Fujimori, con la autorización del Congreso de la República y sin la oposición de ningún grupo parlamentario, eliminó, por último, la participación patrimonial en acciones laborales, dejando sólo la participación líquida en un porcentaje que va del 5% al 15%, según el sector de la empresa. (Decreto Legislativo 677, del 2/10/1991.) Los trabajadores y sus organizaciones se las dejaron arrebatar sin pena ni gloria. A las acciones laborales subsistentes se les denominó “acciones de trabajo” y, como esta denominación incomodaba a los capitalistas, el Congreso de la República, dominado por el fujimorismo, las llamó “acciones de inversión”, sin cambiar su naturaleza, es decir, sin dar derecho a integrar la junta de accionistas (Ley 27028, del 29/12/1998).
Estas acciones pertenecen ahora a particulares. Se cotizan en la Bolsa de Valores, como cualquier otro título valor, y es improbable que haya trabajadores que las posean.
El parlamentario interesado en convertir las acciones de inversión en acciones de capital con una ley fue antaño un acérrimo antivelasquista caracterizado de izquierdista, y perseveró, luego, como dirigente de un partido político de izquierda. Ciertos diarios han informado que él y otros miembros de su familia poseerían un buen paquete de esas acciones. Me he preguntado, a título especulativo, si procede esta tentativa, y no le encuentro fundamento en la Constitución. No sería posible cambiar por una ley la naturaleza jurídica de las acciones de inversión establecida por leyes anteriores. Sólo la junta de accionistas podría hacerlo (Constitución, art. 62º). Pero, además, creo que es éticamente censurable que un congresista se prevalga de su función para obtener ventajas personales o de familia. Es posible que, desde el punto de vista político, poco le importe a ese congresista el juicio moral de los ciudadanos, lo que parecería normal en tiempos en que la política navega en la inmoralidad como su medio natural, incluyendo a ciertos grupos de la soi disant izquierda, y, en especial, a los nacidos en la década del setenta para combatir al único gobierno que hizo mucho por las grandes mayorías sociales.
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