¿De dónde viene y adónde va el Derecho del Trabajo?
Naturaleza
económica, social y jurídica de los derechos sociales
JORGE RENDÓN
VÁSQUEZ
Profesor Emérito de la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos, Doctor en Derecho por esta Universidad, Docteur en Droit
por la Université de Paris I (Sorbonne), exprofesor de la Université de
Paris-Nord.
FEBRERO
2019 / ANÁLISIS LABORAL
Como otras ramas del derecho, el Derecho del Trabajo es un conjunto de normas relativamente autónomo en el sistema normativo de cada Estado.
Estas
normas aparecen como disposiciones de voluntad de los legisladores, quienes, a
partir de la Revolución Francesa de 1789, son o deben ser elegidos por la
ciudadanía.
En el
siglo XX, una parte de la ciencia jurídica determinó que las normas no son sólo
disposiciones de voluntad, sino, además, relaciones sociales emergentes como
compromisos de los distintos grupos sociales conformantes de la sociedad y la
forma de esas relaciones para ser válidas.
El
sistema normativo, en la sociedad capitalista, tiene como uno de sus ejes más
importantes al derecho de propiedad, definido por el Código Civil francés de
1804 como el poder de uso, disfrute y disposición de las cosas, con carácter
absoluto, exclusivo y perpetuo. Este poder puede recaer sobre toda clase de bienes
materiales: inmuebles y muebles; e inmateriales: créditos, servicios y
creaciones abstractas. No es, sin embargo, una relación de mando del
propietario sobre los bienes, sino una relación del propietario con las demás
personas, las que están obligadas a dejarlo ejercer sus atribuciones, no
turbarlo y ejecutar las prestaciones a que se obligaron. Sólo el Estado, por
voluntad de la ciudadanía –otra convención–, puede limitar el poder del
propietario y tomar una parte de su propiedad en función de los fines comunes
de la sociedad, como la administración del Estado, la prestación de los
servicios públicos, la construcción de obras públicas y la promoción de ciertos
valores necesarios para ciertos grupos sociales y para el desarrollo de la
economía, la defensa y la seguridad del Estado y de la población.
Estos
caracteres del derecho de propiedad son inherentes también a los derechos
sociales, surgidos por la evolución social.
Acaecida
la Revolución Industrial en la segunda mitad del siglo XVIII e instaurado el
liberalismo económico como el mecanismo de funcionamiento de la sociedad
capitalista, los empresarios tuvieron que incorporar a sus fábricas, talleres y
otros establecimientos a obreros que ofrecían su fuerza de trabajo para hacer
posible la producción. Unos y otros se encontraban en el mercado como personas
jurídicamente libres y fijaban las condiciones del trabajo según las leyes de
la oferta y la demanda. Ello daba como resultado que, si la oferta de fuerza de
trabajo era mayor, lo que sucedía casi siempre, la duración diaria del trabajo
podía llegar a 18 y más horas, sin descanso semanal y en pésimas condiciones de
higiene y salud, por salarios miserables que les alcanzaban a los obreros
apenas para subsistir hasta que se aniquilaban y eran reemplazados por otros.
Este
era, en realidad, un intercambio de dos clases de propiedad, como en cualquier
contrato a título oneroso: el trabajador entregaba su fuerza o capacidad
laboral que le pertenecía y el empresario pagaba por ella una suma dineraria de
la cual era dueño. Fue esta la manera como la fuerza de trabajo, en tanto que
costo y como potencialidad productiva de un nuevo valor, ingresaba al
patrimonio del capitalista.
La
lucha de los obreros por hacer menos penosas las condiciones del trabajo y
aumentar el salario fue desigual, lenta y cargada de sacrificios, penalidades y
muerte para quienes se empeñaron en ella. En la primera mitad del siglo XIX esa
lucha sensibilizó a ciertos intelectuales y los impulsó a elaborar algunas
teorías sobre la construcción de una nueva sociedad sin explotación del hombre
por el hombre. El marxismo fue una de ellas. Los dirigentes más lúcidos de los
trabajadores y numerosos intelectuales se adhirieron a él y constituyeron
partidos socialistas en la mayor parte de países europeos, en cuyo programa se
inscribía la conquista de derechos sociales y el establecimiento de una
sociedad socialista. Hacia fines del siglo XIX, estos partidos accedieron al
poder legislativo y se movieron a tentar el control del poder ejecutivo.
Ante esta
posibilidad y para aquietar la protesta social, los gobiernos de la burguesía
se vieron obligados a conceder ciertos derechos sociales, de los cuales los más
importantes fueron la jornada de trabajo de 8 horas, el reconocimiento de la
libertad sindical y la negociación colectiva y un comienzo de seguros sociales.
Estos
nuevos derechos introdujeron una variación fundamental en el intercambio de la
fuerza de trabajo: esta cesaba de ser un bien cuyo precio se fijaba enteramente
por la oferta y demanda. En adelante, sólo podría ser utilizada en determinadas
condiciones favorables al obrero, y su precio podía aumentar, lo que en el
plano económico implicaba que el capitalista no podría pagar menos del precio
de los derechos sociales. La libre negociación sólo podría darse para
establecer niveles por encima de esos mínimos.
A
comienzos del siglo XX, los derechos sociales, noción que abarcaba la
remuneración y los derechos complementarios laborales y de seguridad social, se
generalizaron. La Constitución alemana de Weimar en 1919 los institucionalizó
por un pacto social que se reprodujo, luego de la Segunda Guerra Mundial, en
los textos constitucionales de varios países europeos, en la Declaración de
Derechos Humanos de 1948 y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales de 1966. Después, numerosos países los han incorporado a
sus constituciones políticas con diverso alcance.
Los
derechos sociales se han consolidado como el activo patrimonial más importante
de las personas que deben trabajar para existir. De esa naturaleza económica,
social y jurídica dimanan tres de sus caracteres más importantes: su función
alimentaria, entendida como capacidad de satisfacer las necesidades personales
y familiares de los trabajadores, según el grado de desarrollo económico,
social y cultural de sus países; su indisponibilidad por las autoridades
legislativas y ejecutivas; y la irrenunciabilidad por sus titulares para
defenderlos de las exacciones a que podrían exponerse por desconocimiento o por
la necesidad de emplearse. Al Estado, por consiguiente, no le es posible
eliminarlos ni reducirlos en provecho de los empleadores, lo que, de hacerlo,
equivaldría a transferirles a estos una parte de la propiedad de los
trabajadores sin pago. Al contrario, el Estado tiene el deber de ampliarlos
para restituirles su poder adquisitivo, ponerlos en correspondencia con el
progreso económico y dar a los trabajadores una participación en las
utilidades, cuyo costo adicional pasa, por lo general, al precio de los bienes
producidos.
La
naturaleza económica, social y jurídica de la fuerza de trabajo, como una forma
de propiedad, tiene como fundamento no sólo la evolución social y la lógica del
sistema jurídico, sino también ciertas normas de la Constitución Política que
no pudieron ser evitadas cuando esta fue aprobada. Una de ellas es la que
declara: “El trabajo es […] un derecho” (artículo 22º), norma que significa,
prima facie, que el trabajo, como prestación laboral, es un derecho patrimonial
que obliga a quien utiliza la fuerza de trabajo a pagar su precio, conformado
por la remuneración y los derechos complementarios. Este derecho sólo puede ser
mejorado: “El Estado promueve condiciones para el progreso social y económico”
(artículo 23º); “El trabajador tiene derecho a una remuneración equitativa y
suficiente, que le procure, para él y su familia, el bienestar material y
espiritual” (artículo 24º). El término remuneración tiene en este artículo una
extensión que abarca también los derechos sociales. “La defensa de la persona
humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del
Estado” (artículo 1º). “El derecho de propiedad es inviolable. El Estado lo
garantiza. Se ejerce en armonía con el bien común y dentro de los límites de la
ley. A nadie puede privarse de su propiedad, sino exclusivamente, por causa de
seguridad nacional o necesidad pública, declarada por ley, y previo pago en
efectivo de indemnización justipreciada que incluya compensación por el
eventual perjuicio” (artículo 70º).
A
partir de 1990, el Estado, bajo la égida del poder empresarial, confiscó una
parte de los derechos sociales de todos los trabajadores y de algunos grupos,
suprimiéndolos o reduciendo sus alcances económicos. Esa actitud continúa
amenazando otros derechos sociales con el falaz argumento de la promoción de la
competitividad. Si eso es lo que los empresarios desean podrían abaratar las
mercancías que expenden, renunciando a una parte de su propiedad.
El
futuro del Derecho del Trabajo, que reúne las normas reguladoras del intercambio
de la fuerza de trabajo, dependerá de la correlación de fuerzas de los
empresarios y los trabajadores –de la actividad privada y de la administración
pública–, de la conciencia de estos sobre la importancia de sus derechos
sociales, de su formación ideológica y de la actitud de las otras clases y
grupos sociales sobre la marcha de la sociedad.
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