jueves, 27 de mayo de 2021

 



CONTRATO DE TRABAJO (2000)

PROLOGO

Francisco Gómez Valdez nos ofrece un nuevo testimonio de su permanente inquietud y de su incansable laboriosidad con su nuevo libro «El contrato de trabajo», necesaria y digna continuación de su «Ley Procesal de Trabajo» de 1998.

De inmediato se advierte una diferencia entre ambas obras: «Ley Procesal del Trabajo» es más pragmática, de allí su éxito como libro de consulta obligada de los expertos. En cambio, en «El Contrato de Trabajo», el Autor plantea el estudio de las instituciones conformantes de este núcleo normativo, pasando de la teoría a la práctica, como si luego de dictar una clase como profesor universitario tuviera que desarrollarla en su actividad como abogado, síntesis cada vez menos frecuente en nuestro país donde la casuística codiguera (sería irreverente decir positivista) se ha instalado en el fárrago cotidiano de la controversia judicial.

Al cabo de más de dos siglos de evolución, el contrato de trabajo se presenta como una de las instituciones jurídicas más sólidas, puesto que su función en el plano económico, el más importante en la vida de las sociedades, es posibilitar el uso de la fuerza del trabajo ajena en casi todas las actividades, sin la cual éstas no podrían realizarse. Esta institución conserva los rasgos esenciales del antiguo contrato de locación de servicios y ha adquirido otros debido a la presión de quienes prestan el trabajo, integrando en sí, de este modo, las dos corrientes ideológicas y normativas del derecho: una por la cual el contrato de trabajo constituye el marco legal de la utilización de la fuerza de trabajo por el empresario y, por lo tanto, favorable a éste; y otra por la cual las reglas de ese contrato limitan la voluntad del empresario en el reclutamiento, el uso y el aprovechamiento de la capacidad laboral aportando con ello determinados derechos al trabajador. Ambas corrientes arribaron a un equilibrio estable en los principales países altamente industrializados hacia la década del sesenta, con variantes determinadas por la correlación de las fuerzas sociales intervinientes en la relación laboral, pero con caracteres, derechos y obligaciones relativamente semejantes. En gran parte, el contrato de trabajo así delineado reproducía los términos del pacto social, rector de aquellas sociedades, por el cual los mínimos convenidos por las grandes partes pactantes no pueden ser reducidos cualquiera que sea el resultado de las periódicas contiendas electorales para conformar el Poder Legislativo. La franja de derechos y obligaciones colocada por encima de ese límite es susceptible de modificaciones según la significación de las fuerzas políticas y sociales ganadoras de los comicios.

De manera que luego de la gran crisis petrolera de 1974 y más específicamente después de haber sido lanzada la corriente de la flexibilidad laboral, los derechos de los trabajadores no pudieron ser desactivados, aunque bajo gobiernos conservadores con el apoyo de una parte de la pequeña burguesía haya podido darse la introducción de ciertas formas de contratación laboral denominadas atípicas, si bien asentadas en algunas necesidades del propio aparato productivo y con el consentimiento, en ciertos casos, de algunos grupos afectados. Se prefirió, en todo caso, la negociación colectiva para introducir determinadas modificaciones, sobre todo en cuanto a la duración del trabajo poniendo en práctica una flexibilidad negociada.

Hoy a nadie en el mundo le cabe la menor duda de que la flexibilidad laboral corno antídoto contra el desempleo, argumento con el cual se le lanzó como doctrina justificándola, nunca funcionó ni podía funcionar, porque sus medidas normativas producen directa e indirectamente desempleo. Para algunos esa contradicción en sí de la flexibilidad era muy clara, y no debía pasar si se inclinaban hacia los trabajadores; o, por el contrario, si estaban a favor de los empresarios, debía ser convertida en normativa de inmediato y, cuan más radicalmente, mejor. Otros se dejaron estar en una contemplación benévola de la moda flexibilizadora. De manera general, en Europa, la flexibilidad no pudo transponer la década del ochenta.

Pero ésta no ha sido la situación en América Latina, donde esa corriente, corno otras, llegan tardíamente y demoran en desaparecer como ciertas epidemias. La flexibilidad tuvo aquí su momento de eclosión en la década del noventa por obra de gobiernos de derecha y de centro, populistas y autocráticos. En veintitantos países de América Latina se puede encontrar todas las variantes de esa experiencia y el mismo resultado: la flexibilidad no ha significado nada bueno; no ha podido reducir el desempleo; no ha promovido la inversión; no ha contribuido a elevar el nivel de vida de la población; tampoco ha generado un mayor valor agregado ni ha posibilitado un aumento de las contribuciones al fisco. Por el contrario, ha servido para darles a los empresarios beneficios suplementarios efímeros y el desahogo de una revancha contra los dirigentes sindicales y los trabajadores conscientes de sus derechos sociales, en quienes vieron sus enemigos tradicionales. Ni la inversión ni la producción pueden aumentar, ni tampoco las ganancias, con una fuerza de trabajo desvalorizada, es decir sin una formación profesional adecuada y mal retribuida.

En nuestro país, la legislación laboral y de seguridad social se desarrollaron lentamente desde comienzos del siglo XX hasta el fin de la década del sesenta a impulsos de la presión social, la incipiente doctrina laboralista y las conveniencias y temores de los grupos en el poder político. Y súbitamente, entre 1970 y 1975, por las especiales circunstancias políticas en este período, el Derecho de Trabajo y el Derecho de la Seguridad Social fueron reestructurados y situados en la modernidad sin mengua de la producción y la productividad, sino al contrario, estimulándolas.

Después, vino un largo proceso de erosión de esa legislación en los tres quinquenios siguientes con tres tipos de gobierno y estilos distintos, y, finalmente, en la década del noventa fue llevada a una involución hasta dejarla en situaciones fragmentadas similares a las existentes escalonadamente varias décadas antes de la del sesenta, con ciertas variantes del gusto e interés de las empresas bancarias, de seguros y de inversión de los fondos de pensiones beneficiarias con aportaciones cautivas procedentes de la relación laboral.

Objeto fundamental de estos cambios fue el contrato de trabajo en sus momentos de concertación, desarrollo y extinción. A la legislación de 1970 a 1975 se le cambió simplemente el sentido de sus disposiciones más importantes: lo que era favorable al trabajador fue en adelante favorable al empleador, y no hubo en esto ni siquiera alguna innovación de técnica normativa, pues a las instituciones jurídicas sistematizadas de cierto modo en aquel período se les amputó las ramas con determinados derechos sociales y se injertó en su lugar los miembros de cuerpos muertos varias décadas antes.

Estos cambios legales se deslizaron en el terreno de las relaciones laborales y las saturaron. Cambiaron éstas y cambió también la orientación de la jurisprudencia que decide finalmente sobre la aplicación de las normas. Pese a la existencia de un desvirtuado principio prooperatorio en la Constitución de 1993, la tendencia fue la contraria y comenzó así a aparecer un repertorio de decisiones jurisprudenciales laborales favorables a los empresarios e incluso contra legem émitidas por magistrados en su mayor parte satisfechos de su poder jurisdiccional consciente de hallarse instalados dentro de un sistema del cual son parte importante.

 

Así llegamos al final del siglo XX, después del cual se abre una perspectiva inmediatamente similar a lo sucedido hasta ahora, cuyas posibilidades de cambio en nuestro país no se avizoran aún, a tono con la presencia menoscabada y sin fuerza de los grupos laborales afectados por la recesión y la legislación y jurisprudencia laborales.

La lectura de las páginas densas de experiencia y de comentarios a esta realidad del contrato de trabajo del libro del mismo nombre de Francisco Gómez Valdez, incitan a la reflexión, no sólo sobre el contenido y la aplicación de las disposiciones legales, sino también sobre el trasfondo y su razón de ser; reflexión que es también un resultado del libro.

Francisco Gómez Valdez tiene la autoridad suficiente para el análisis exhaustivo del contrato de trabajo realizado en su obra. Formado hasta obtener el título de abogado en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Mayor de San Marcos, siguió luego los estudios de postgrado en la Universidad de París I al promediar la década del ochenta. Me complace recordar cómo, no bien concluidos sus exámenes para recibirse de abogado, un día se presentó en mi oficina en aquella casa de estudios buscando mi opinión sobre su futura formación, y le dije lo que he recomendado y recomiendo a muchos otros estudiantes y jóvenes profesionales: «váyase al extranjero a proseguir su formación, y si es a Francia mejor». Y él partió hacia ese país poco tiempo después para someterse al altísimo nivel y al rigor de los estudios de derecho de la universidad francesa, con maestros cuya luz, corno las estrellas lejanas de primera magnitud, aún no han llegado al nuestro o la perciben sólo quienes están dotados de los instrumentos adecuados.

Gran parte de la producción intelectual de Francisco Gómez Valdez y de su visión del Derecho del Trabajo se explica por esta formación, pero, además, por su compromiso como profesor universitario con la mejor doctrina laboral, por su actitud como abogado al servicio de los grupos humanos más necesitados de apoyo y por su calidad de hombre de bien.

Lima, febrero del 2000

Jorge Rendón Vásquez

Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

 


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