sábado, 30 de octubre de 2021

ESTA SOCIEDAD, NUESTRA SOCIEDAD- Por Jorge Rendón Vásquez

 



ESTA SOCIEDAD, NUESTRA SOCIEDAD

Por Jorge Rendón Vásquez

 

Cuando un campesino indígena se encontraba en el camino con otro solían preguntarse a manera de saludo: ¿De dónde vienes? ¿adónde vas?

Las mismas preguntas podemos hacerle a nuestra sociedad.

Antes de que los conquistadores españoles se derramaran sobre el gran territorio del Tahuantinsuyo, la patria de nuestros remotos antecesores, habían aquí cientos de miles de hectáreas de tierras cultivadas con agua del cielo o llevada por canales que partían de las cumbres nevadas y recorrían cientos de kilómetros, inmensas manadas de auquénidos domesticados y una red de caminos que unían a los pueblos por alejados que estuvieran. Había también grandes construcciones pétreas y viviendas para todos. El oro y la plata, abundantes por doquier como efigies religiosas, vasijas domésticas y adornos, carecían de valor monetario. Todas estas obras y riqueza fueron realizadas día a día, en un período cuyo comienzo se hunde en el misterio del tiempo y que solo se explican por la inteligencia, el conocimiento de la naturaleza y la laboriosidad de aquellos remotos antecesores de nuestro pueblo.

Los conquistadores españoles se apoderaron de todo esto, autorizados por capitulaciones expedidas por las muy magnánimas majestades de España, redactadas por abogados del Consejo de Indias, salidos de la sapiente Universidad de Salamanca, y bendecidas por los papas y la noble jerarquía católica. Como los reyes de España no daban nada por nada, impusieron a los empresarios y mercenarios favorecidos con esos documentos que les entregaran el quinto de cuanto bien o servicio se apoderaran u obtuvieran de las poblaciones y territorios conquistados (se diría ahora el 20%). Previendo que los pueblos de tan lejanas tierras resistirían la dominación, los reyes de España confirieron a los conquistadores, por cláusulas explícitas e implícitas, el derecho de esclavizar, sojuzgar, depredar, matar, torturar y despreciar a sus habitantes y arrancarles el fruto de su trabajo que pasaría a convertirse en propiedad de los reales socios comanditarios y de sus comisionados.

En la Europa de los siglos XV y posteriores, la explotación de los siervos y, luego, la de los obreros se basaba en el predominio legal e ideológico de los señores feudales, la nobleza parasitaria, los maestros y los capitalistas sobre gentes que eran racialmente iguales.

En la América hispánica, a esa dominación absoluta se añadió la discriminación racial. Por disposiciones del Consejo de Indias, el ministerio de colonias de España, la sociedad fue dividida en castas raciales, de manera que los blancos quedaron situados en la cúspide de la pirámide racial con todos los poderes, siguiendo hacia abajo los mestizos, pardos, negros y, en el último lugar, los indios, en una situación cercana a la de las bestias.

Solo los blancos podían ser propietarios de fundos, minas, obrajes y tiendas de comercio, educarse, ocupar los cargos del virreinato, y ser parte de la vida social y cultural. Los mestizos, pardos, negros e indios estaban destinados al trabajo: los negros no podían ser sino esclavos; los indios siervos, salvo los de comunidades respetuosas de las leyes de España; los mestizos y pardos artesanos o auxiliares de los blancos en el sojuzgamiento y la represión de los negros e indios. Y, en la mente de todos ellos, se creó una ideología de superioridad natural en la casta blanca y de sumisión e impotencia en las castas calificadas como inferiores.

Establecida la República, por la acción de los ejércitos libertadores venidos de Argentina, Chile y la Gran Colombia, la estratificación social del virreinato, sólidamente instalada en la mente de todos, se mantuvo en vigencia. El poder de mandar fue heredado por la casta blanca, sobre todo la avecindada en Lima, ciudad que, por ello, y por la obsecuencia de sus dependientes continuó siendo el centro del dominio estatal y cultural en la República.

Durante los cien años que siguieron, como había acontecido en los trescientos de dominación hispánica, no se añadió ni una hectárea a las tierras cultivadas, la actividad productiva más importante. Al contrario, se perdieron muchas, por abandonó o pérdida de los canales que las abastecían de agua. Tampoco se construyó algún camino nuevo. Las minas se agotaron. La oligarquía blanca y sus segundones se dedicaron a parasitar a sus trabajadores y al Estado y a hacer de la corrupción una regla normal de vida.

Hacia fines del siglo XIX, el capitalismo recién pudo abrirse camino, y aparecieron nuevas empresas y con ellas una pequeña clase obrera, conformada, en su mayor parte, por trabajadores mestizos radicados en las ciudades o emigrados a ellas. Y también comenzó a cambiar el panorama político, muy lenta y difícilmente, por la presencia de estos nuevos ciudadanos, cuyos votos resultaron necesarios para los candidatos de la oligarquía y sus vasallos profesionales.

Pero el capitalismo, incipiente y débil, fue incapaz de desarrollarse por sí y sobreponerse a la economía feudal. Requería el impulso del Estado que advino con el Leguiismo y el Velasquismo.

En la tercera década del siglo XX, el presidente de la República Augusto B. Leguía, le atribuyó al Estado una función promotora de la economía, para lo cual creó el Banco Central y la Contraloría General de la República, promovió las inversiones extranjeras y el desarrollo de entidades financieras e industriales, inició una legislación laboral favorable a los empleados privados y la primera reforma universitaria, emprendió una política de irrigaciones (Olmos, El Imperial, La Joya) y la construcción de nuevos caminos, utilizando en parte mano de obra indígena forzada (la conscripción vial). Para la oligarquía, dueña de las haciendas más grandes de la Costa, y para el gamonalismo feudal de la Sierra, estos cambios no podían ser admitidos, aunque se beneficiaran de algún modo con ellos, y se concertaron para echar abajo a Leguía con la complicidad de una parte de la oficialidad militar, la clase media blanca y cierta población carente de conciencia política, ante la incomprensión de los grupos contestarios de izquierda que habían surgido en las dos décadas anteriores. Mal comienzo para esta izquierda que en los noventa años posteriores ha seguido siendo, en los hechos, tributaria de la oligarquía y a la que las clases trabajadoras no le deben ninguna norma de protección.

El Perú de hoy, su economía y su conformación social, política y cultural es el resultado del arranque (el take off) emprendido por el grupo de oficiales de las Fuerzas Armadas y los técnicos civiles que comandó el general Juan Velasco Alvarado, entre 1968 y 1975. El feudalismo fue disuelto y la oligarquía agropecuaria liquidada, las tierras expropiadas fueron entregadas a sus trabajadores, se crearon nuevos derechos sociales, el Estado asumió un rol promotor del desarrollo, se impulsó la industrialización, se promovió una reforma educacional para el trabajo y el desarrollo de la personalidad de los educandos (saboteada por los grupos de cierta pretendida izquierda conformes con la oligarquía y el feudalismo), se pusieron las bases de un Poder Judicial independiente de los grandes intereses económicos y basado en los méritos de los concursantes, etc.; y, poco después, el Perú se convirtió en un gran mercado, bullente de producción e intercambio, en el que comenzaron a surgir nuevos grupos capitalistas y una nueva clase profesional procedente de las capas trabajadoras urbanas y rurales, en su mayor parte mestizas.

En los 45 años posteriores al gobierno de Velasco, la conformación social y política del Perú cambió respecto de la que había existido hasta antes de aquel momento.

En las elecciones de 2021, una parte de la nueva clase profesional provinciana, organizada en un nuevo partido y sin experiencia en el manejo del Estado, se movió hacia el poder político y, en la primera vuelta electoral, logró colocar a 37 representantes en el Congreso de la República y, en la segunda, su candidato ganó la Presidencia de la República, un maestro de escuela de origen campesino, limpio y con muchas ganas de darle a las mayorías sociales más equidad y oportunidades. Para el poder empresarial y su base social, el establishment limeño y blanco, esto era inaudito, porque rompía los cánones discriminatorios de la conquista hispánica y les arrebataba el dominio del Poder Ejecutivo que siempre habían ejercido por sí o por interpósita persona. No es extraño, por eso, que piensen en una segunda versión del descuartizamiento de Túpac Amaru. Sus soldados de choque, instalados en el Congreso de la República con los ojos cerrados ante los cambios en nuestra sociedad, no tienen otra fuerza de propulsión que su creencia de que pueden blandir su poder circunstancial sin consecuencias para ellos y para los grupos que los han financiado, y sin que les importe que su obstruccionismo perjudique a nuestro país y atente contra una existencia social armónica, una conducta que los ha hecho del todo disfuncionales y le evoca al pueblo la histórica frase: Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? 

 

Este conflicto no es meramente coyuntural, político. Es una contradicción de profundas raíces históricas, cuyo conocimiento exige la identificación minuciosa de sus términos antagónicos, tanto en la estructura capitalista, como realidad necesaria que requiere ser reformada, redistribuyendo la riqueza creada por el trabajo para convertirla en obras y servicios públicos, como en la superestructura política, asegurando la vigencia de una democracia y Estado de Derecho basados en una real igualdad de todos ante la ley y en la erradicación de la discriminación en todas sus formas, y en particular la racial cuyo ciclo debe ya terminar.

(Comentos, 30/10/2021)


lunes, 11 de octubre de 2021

CAMBIO DE MINISTROS: EN OCTUBRE NO HAY MILAGROS- Por Jorge Rendón Vásquez

 



CAMBIO DE MINISTROS: EN OCTUBRE NO HAY MILAGROS

Por Jorge Rendón Vásquez

 

La interpelación al ministro de Trabajo Iber Maraví, a la que podría haber seguido su censura por la coalición de los grupos derechistas y aventureros en el Congreso de la República, tuvo un desenlace esperado para algunos y sorpresivo para otros.

Quitándose el sombrero campesino, el Presidente de la República prefirió ceder, pero no del todo. Se deshizo de siete ministros, vilipendiados a diario por los periódicos, semanarios y la TV de Lima, no sin antes rebuscar por un lado y otro y escuchar a quienes no habían ganado las elecciones o lo atacaban. Cuando halló a los reemplazantes los juramentó.

Fue como echarle a la olla de la derecha con agua hirviendo un poco de agua fría.

Pero, con esta concesión ¿cesará esa derecha recalcitrante de atacar al Presidente de la República y al partido Perú Libre?

En octubre no hay milagros, ni después tampoco.

Para quienes no lo sepan En octubre no hay milagros es una novela de Oswaldo Reinoso, publicada en 1965, que reprodujo la trama de la novela Ulises de James Joyce y dejó la impronta de su impactante título.

Con este cambio, el presidente Pedro Castillo opta por la gobernabilidad, a criterio de la derecha. El quid consiste en determinar qué se entiende por ella.

La expresión gobernabilidad comenzó a ser usada luego de los movimientos sociales de la década del sesenta del siglo pasado que reclamaban la defensa y la extensión del Estado de Bienestar, más democracia y menos exclusión. La difundieron los técnicos del Banco Mundial en sus informes, aludiendo con ella a una actitud de cooperación e interacción entre el Estado y los actores sociales. En otros términos, propugnaban un diálogo sedativo ante una realidad social que debía permanecer intacta. En nuestro país, comenzó a utilizarla Alejandro Toledo cuando decidió tentar suerte aquí en la década del ochenta. Desde entonces, resurge de tiempo en tiempo, cuando la ola de protesta empieza a encresparse. Una definición más precisa de gobernabilidad sería la de mansedumbre de las grandes mayorías sociales o de los representantes de sus organizaciones reivindicativas.

Hace unos dos mil quinientos años, la política fue definida por Aristóteles como el gobierno de la ciudad (de la polis en griego antiguo). A comienzos del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo hizo de la política el conjunto de procedimientos para llegar al poder del Estado y mandar en los principados, las democracias o lo que fuera, por cualquier medio: sucesión dinástica, elecciones, golpes de Estado, acciones audaces, acuerdos parlamentarios, cabildeos e intrigas. La gratitud y la lealtad son valores extraños a la política. De allí la desvergonzada y célebre sentencia de Maquiavelo: el fin justifica los medios. Raymond Aron, al presentar, en 1962, una edición francesa de El Príncipe, la obra cumbre de este teórico, dijo por ello: “No hay necesidad de atribuir a nuestro autor una capacidad de disimulación, abyecta o sublime. Maquivelo se ha convertido en sabio y para nuestro siglo ebrio de ciencia, este adjetivo basta para todo. Maquiavelo es el fundador de la ciencia política”.

Mi punto de vista es, sin embargo, que la política puede y debe ser dotada de valores morales.

Antes de las elecciones de este año, Pedro Castillo no existía en la política peruana. Era un maestro de primaria y dirigente sindical con mucho empuje y una gran honestidad, cualidades que no suelen ser significativas en la política que, en nuestro país, es entendida, por quienes la practican desde que los conquistadores españoles subyugaron al Tahuantinsuyo, como el juego de trapacerías, acomodos, lambisconería, corrupción y otras movidas.

Con gran visión, los altos dirigentes del partido Perú Libre se fijaron en él y en su potencial y lo inventaron, postulándolo a la presidencia de la República, lo asistieron y desplegaron su acción en todo el Perú en una contienda en la que para la derecha y sus medios de prensa él era un candidato diminuto y sin ninguna posibilidad; y, sin embargo, ganó en la primera vuelta, llegando casi al 20% de la votación válida.

En ese momento, Pedro Castillo comenzó recién a existir para el poder empresarial y su prensa propia y alquilada, incluida la disfrazada de independiente. Y comenzaron los ataques contra él y Perú Libre, con todo: que la democracia estaba en peligro de expirar, que les quitarían sus propiedades a todos, y lo que circulaba más íntimamente en los barrios de más alto poder económico de Lima: que una ola de cholos serranos amenazaba a las familias blancas y sachablancas de Lima. ¡Qué horror¡  Nunca antes en el Perú se había asistido a una campaña mediatica y de propaganda con tal nivel de depredación. Y, a pesar de todo eso y contra viento y marea, el partido Perú Libre y Pedro Castillo convencieron a más de un 50% de la población electoral para que votaran por este en la segunda vuelta, y ganaron. Resistiéndose a admitir su derrota, la derecha y su candidata, ahítas de rabia, prosiguieron su ofensiva para despojar a Castillo de su triunfo en el conteo de votos, sin parar de menoscabarlo y agraviar a Perú Libre y a sus dirigentes. Pero, no tuvieron éxito, y Castillo fue proclamado Presidente de la República.

Después, la campaña de demolición ha continuado, esta vez con el objetivo de separar a Castillo de Perú Libre y, sobre todo, del dirigente fundador de este partido, presentados como los enemigos públicos de la buena sociedad limeña por quienes manufacturan la “opinión pública”. Cuando se supo quiénes serían los ministros, el poder empresarial oligárquico y sus valedores congresistas y periodistas los estudiaron a fondo y decidieron abatirlos uno tras otro y, de entrada, negarle el voto de confianza en el Congreso de la República al primer gabinete ministerial de Castillo. Pero, esta primera tentativa, preludiada por un torneo feudal de ataques sin ton ni son, no alcanzó los votos suficientes para echarlo abajo.

La derecha recalcitrante se desquitó, interpelando en el Congreso al ministro Iber Maraví. Fue otro torneo de imprecaciones sin fundamento en la Constitución y, en particular, en los artículos de esta que proclaman la presunción de inocencia y que la interpelación de los ministros solo procede en relación a sus acciones como tales. Será, por eso que se aferran tanto a esta Constitución, para violarla como quieran. El proyecto de interpretación auténtica de la Constitución para imponer sus condiciones al voto de confianza al consejo de ministros es otra muestra de ello.

Es de suponer que para el poder empresarial y su derecha recalcitrante el cambio de ministros es una buena señal, porque, tal vez piensan, que Pedro Castillo ya empieza a pasar por el aro. No les importan las motivaciones y cálculos distintos que haya tenido para removerlos, y, si les es posible gobernar con él, lo admitirán, siendo cada vez más exigentes y valiéndose de algunas trastadas recomendadas por Nicolas Maquiavelo. Hay razones, sin embargo, para creer que Pedro Castillo no se resignará a ser solo el Presidente del sombrero campesino.

Para las grandes mayorías sociales de nuestro país lo concreto es que las reformas prometidas en la campaña electoral deberán esperar, puesto que requieren leyes que dependen de la composición del Congreso. La posibilidad de promover algunas por decreto supremo es muy limitada, pero aun así, para acometerlas hace falta determinar lo que podría ser cambiado, y surge la duda de si estos ministros, salvo uno que otro, lo sabrán o se contentarán con dejarse llevar por la nave burocrática y la estructura neoliberal.

Ante esta perspectiva, es evidente que la campaña de capacitación política de las grandes mayorías sociales destinada a reforzar su conciencia de ser ellas los grandes actores de los cambios que ellas y nuestro país necesitan tendría que continuar, primero, porque que son ellas la razón de ser declarada por las cuales el partido Perú Libre y sus representantes están en la política, y segundo, porque son la fuerza que podrá neutralizar a la derecha oligárquica y sus instrumentos políticos.

(Comentos, 10/10/2021)


sábado, 2 de octubre de 2021

COMENZÓ UN TRES DE OCTUBRE -Por Jorge Rendón Vásquez

 



 

COMENZÓ UN TRES DE OCTUBRE …

Por Jorge Rendón Vásquez

 Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

 

¿Cómo se llegó al 3 de octubre de 1968?


No, desde luego, sólo a ese día, que el inmarcesible paso del tiempo debía alcanzar de todos modos, sino al proceso de cambios económicos y sociales que comenzó entonces en el Perú y se prolongó hasta julio de 1975.


Esta revolución sobrevino por la confluencia de tres grupos de factores: las contradicciones económicas y sociales de nuestro país, una ideología de cambio y la correlación de fuerzas al interior de las Fuerzas Armadas.


Los males y contradicciones de nuestra sociedad —que comenzaron antes aún de la conquista hispánica del Tahuantinsuyo y continuaron con la explotación feudal de las mayorías sociales y sus secuelas de oscurantismo e iniquidades— habían llegado al ápice de la crisis. La estructura capitalista, desarrollada desde fines del siglo XIX al interior de esa economía retrógrada, había dejado de avenirse con ella, contradicción a la que se añadió la del imperialismo con el pueblo y los intereses de una parte del capitalismo, cuya expansión aquél trababa. La descomunal corrupción de los grupos políticos, que habían venido gobernando y cogobernando al país, fue el habitual acompañamiento de esas contradicciones.


La revolución ideológica, surgida, primero, como un haz de denuncias contra la opresión de las mayorías sociales, en particular indias, desde fines del siglo XIX y, luego, definida por José Carlos Mariátegui como el planteamiento de una gran transformación económica y social, fue ganando la conciencia de los grupos más ilustrados y luego la de muchos hombres y mujeres de las clases sociales oprimidas hasta convertirse en un vendaval, que los medios de comunicación oligárquicos fueron ya impotentes de parar con la desinformación, la alienación y la propaganda adversa.


Las Fuerzas Armadas se constituyeron en el motor de esa revolución por la acción concurrente de factores sociales e ideológicos. La selección de sus oficiales por rigurosos exámenes de ingreso a sus escuelas de formación llevó a éstas a una mayoría de jóvenes procedentes de familias de clase media de bajos ingresos y a algunos de las clases trabajadoras. La instrucción en sus varios niveles allí recibida no fue sólo castrense; como en los demás centros de educación superior no pudo dejar de ofrecerles una visión real de la sociedad y del mundo, que la influencia de las escuelas militares de Estados Unidos y Europa no llegó a oscurecer del todo. La ideología del cambio social se abrió paso también, por lo tanto, en la conciencia de numerosos oficiales. En mi novela “El botín de la Buena Muerte” relato cómo pudo haber sido esta absorción inevitable, mientras recorrían las ciudades, pueblos, campos y selvas, y presenciaban los abusos cometidos con el pueblo.


A pesar de lo mucho que se ha escrito sobre la Revolución del 3 de octubre y sobre Juan Velasco Alvarado —en su mayor parte para denigrarlos— , las fuentes sobre la preparación de la insurrección son escasas, y pareciera que continúan envueltas en la bruma del secreto conspirativo.


Las cúpulas de las Fuerzas Armadas hacían política desde siempre, aunque más al servicio de ciertos grupos de la oligarquía de la cual se consideraban el brazo armado, tanto que ésta nunca necesitó poseer partidos políticos estables. Para muchos oficiales el derrotero natural de su vida eran los ascensos hasta los grados más elevados en los cuales los clanes oligárquicos buscaban seducirlos e incorporarlos a sus acaudalados ambientes, un modus operandi que para los más ambiciosos, hábiles e inescrupulosos podía conducir a la Presidencia de la República, como el grado de mayor jerarquía. La ciega disciplina (“las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones”) aseguraba la adhesión de los oficiales de graduación inferior, entre los cuales no pocos confiaban en que su amistad o genuflexión les redituarían alguna ventaja.


Esta actitud comenzó a variar desde el golpe de Estado del 18 de julio de 1962 que colocó en la cima del poder político a una trilogía de los jefes más encumbrados de las Fuerzas Armadas, como una acción institucional de éstas. Su intención era hacer Presidente de la República a Fernando Belaúnde Terry, quien había ocupado el segundo lugar en las elecciones de mayo de ese año. Lo apoyaban porque se había comprometido a realizar un conjunto de cambios que el comando de las Fuerzas Armadas estimaba indispensable. Se replegaron a sus cuarteles luego de facilitar su llegada a la Presidencia, para lo cual tuvieron que encerrar en la prisión selvática del Sepa a los mil dirigentes más conspicuos de los grupos de izquierda marxista, en enero de 1963.


Pero Belaunde los defraudó olímpicamente. Nunca tuvo la talla ni el coraje para emprender los cambios pactados. Su partido, Acción Popular, resultó un fiasco, y el Apra se convirtió en una fuerza obsecuente y aguerrida al servicio de la oligarquía y del imperialismo. Finalmente, Belaunde con el apoyo del Apra, se embarró en una fraudulenta negociación con la International Petroleum Co., que fue como el gatillo que disparó la Revolución.


¿Fue Velasco Alvarado el impulsor originario de la Revolución o fue más bien un grupo de coroneles, entre los cuales destacaban Leonidas Rodríguez Figueroa, Jorge Fernández Maldonado, Rafael Hoyos Rubio y Enrique Gallegos Venero, de ideología socialista, quienes se acercaron a él y le confiaron su propósito? En todo caso, Velasco Alvarado se hizo cargo con decisión del comando secreto de la conspiración y supo esperar mientras reunía las dos condiciones necesarias para triunfar: atraer a su causa a la mayor cantidad de oficiales de confianza, sobre todo coroneles y generales del Ejército, recomendándoles la mayor reserva posible; y llegar a la cúspide del comando. Por su parte, los cuatro coroneles mencionados, en contacto inmediato con él, se encargaron de elaborar el proyecto, que se denominaría Plan Inca, de las acciones con las cuales nuestro país sería puesto en el camino de cierta clase de socialismo.


Los generales comprometidos con el viejo régimen y los vacilantes fueron neutralizados por la firmeza de Velasco Alvarado y su grupo más cercano, cada vez más compacto ideológicamente. Entre la oficialidad, la mayoría simpatizó con el proyecto revolucionario, y la otra parte acató las decisiones del comando por disciplina. La Revolución se configuró así como una acción institucional de las Fuerzas Armadas que asumían la conducción del Estado, como si fueran un partido político, lo que conllevaba el control de los ascensos a coroneles y generales, la cobertura de los puestos con mando de tropa con jefes leales a ella y la información constante a los oficiales de las realizaciones del Gobierno y de su razón de ser.


Esta naturaleza de la Revolución, basada en la adhesión de los más altos jefes militares y en un equilibrio no siempre estable entre ellos, por los continuos ataques de la prensa oligárquica a cuya influencia muchos seguían siendo sensibles, la mantuvo al borde de una zozobra permanente, como su talón de Aquiles, y, a la larga, acabaría con ella.


El primer gran problema de este carácter fue una sesión del Consejo de Ministros, todos nombrados por Velasco Alvarado, celebrada el 23 de enero de 1969, en la cual el general Ángel Valdivia Morriberón, Ministro de Economía y Finanzas, propuso nombrar Presidente de la República al general Ernesto Montagne Sánchez, en vista de que Velasco Alvarado debía llegar a la edad del retiro unos días después, moción que fue aprobada por mayoría. Informado del acuerdo, Velasco llamó al entonces coronel Arturo Valdez Palacio, secretario del Consejo de Ministros y miembro del Cuerpo Jurídico Militar, y le pidió su opinión. Valdez Palacio le mostró el Estatuto de la Revolución. Y, sin perder ni un día, Velasco Alvarado, como Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y Comandante General del Ejército, convocó a una reunión de los comandantes de las tres Fuerzas Armadas a quienes, según ese Estatuto, correspondía el nombramiento del Presidente de la República. Valdivia Morriberón se excusó por el “error” cometido, y Velasco Alvarado continuó en la Presidencia de la República. Los ministros autores de este fallido golpe de Estado sólo pudieron ser erradicados del gobierno y de sus cuerpos algunos meses después cuando varios coroneles del núcleo revolucionario ascendieron a generales y creció la adhesión a Velasco y su grupo entre las Fuerzas Armadas.


El proceso de cambios proyectado en el Plan Inca y las acciones de gobierno correlativas hubieran sido imposibles sin el concurso de los civiles de altísimo nivel profesional e ideología coherente con la Revolución, llamados a cooperar ocupando cargos de asesoría, dirección y control. Los jefes militares descartaron sus simpatías políticas pasadas, y asumieron sus sugerencias y disposiciones con gran consideración y ánimo de aprender. El gobierno Revolucionario prescindió por completo de los partidos políticos.


Parecía que tanto los jefes militares más identificados con la Revolución como los civiles del gobierno sabían que la oportunidad podía desvanecerse en algún momento (como en un poema de Enrique Heine: “Pasó la Ocasión, la diosa rara, / nos vio de pie diciéndonos ternezas / y, riendo, se alejó.”), y trabajaban con tesón y sin límite de tiempo llevando a cabo las tareas de la Revolución.


Sólo así el Perú pudo cambiar para siempre y, como aconteció con otras revoluciones, hubo mucho de ella que quedó después de su ocaso, y algo que hicieron desaparecer quienes llegaron al gobierno después al amparo de la decepción y confusión ideológica de las grandes mayorías sociales, arrastradas por el reflujo de la historia.


(3/10/2013)

viernes, 1 de octubre de 2021

LA INTERPELACIÓN PARLAMENTARIA AL MINISTRO IBER MARAVÍ Y EL ESTADO DE DERECHO- Por Jorge Rendón Vásquez

 




LA INTERPELACIÓN PARLAMENTARIA AL MINISTRO IBER MARAVÍ Y EL ESTADO DE DERECHO

Por Jorge Rendón Vásquez

 

Casi todo el país vio por televisión o se enteró de la interpelación al ministro de Trabajo Iber Maraví Olarte, pedida por el grupo de congresistas de la derecha recalcitrante, cuyo segundo tramo tuvo lugar el 30 de setiembre.

El primero fue la remisión al ministro de siete preguntas conformantes del pliego interpelatorio sobre relaciones que él, dicen, habría tenido con ciertos grupos acusados de terrorismo o algunas intervenciones sindicales (las preguntas fueron publicadas por el diario oficial El Peruano en su edición virtual del 1/10/2021). Ninguna de estas preguntas estuvo fundamentada en documentos probatorios.

El segundo tramo fue la exposición del ministro Maraví en el Congreso de la República el 30 de setiembre en la que, basándose en los expedientes penales relativos a esas imputaciones, demostró que nunca ha sido condenado por el Poder Judicial por ellas o por otras. Siguieron las intervenciones de los congresistas de Perú Libre y Juntos por el Perú que lo defendieron y de los pertenecientes a las bancadas interpelantes que repitieron lo dicho en su pliego, sin presentar ninguna prueba documental que las acreedite. A lo más algunos invocaron las publicaciones de un pasquín limeño, de pretendida seriedad, que se ha dedicado a atacar, ¿por precio?, al gobierno, a sus ministros y a los dirigentes del partido Perú Libre. Otros se fueron por los ramas, hablando de temas que nada tenían que ver con sus preguntas y otros terminaron pidiéndole al ministro que renuncie.

El tercer tramo será el de la votación por los congresistas del pedido de censura que ya circula.

La gran ausente en este episodio de la guerra de la derecha recalcitrante contra el gobierno es la Constitución política a la que esa derecha viola, a pesar de proclamar que se halla en amores con ella.

Constato esta afirmación.

1) El artículo 128º de la Constitución dispone que “Los ministros son individualmente responsables por sus propios actos y por los actos presidenciales que refrendan.” En consecuencia, la interpelación debe tener por causa algún hecho de los ministros en su gestión como tales. No pueden responder por hechos sucedidos antes de haber asumido el cargo de ministro o extraños a su gestión como tales.

2) El artículo 2º.24.e de la Constitución establece que “Toda persona es considerada inocente mientras no se haya declarado judicialmente su responsabilidad.” Este principio, al que la doctrina jurídica denomina presunción de inocencia, es válido erga omnes, es decir en cualquier instancia, momento o situación y ante todos. Si una persona no ha sido condenada en un debido proceso por algún hecho, nadie debe imputarle la comisión de ese hecho. Hacerlo es difamarlo.

3) Por el artículo 139º de la Constitución “Son principios y derechos de la función jiurisdiccional: 1. La unidad y exclusividad de la función jurisdiccional. 2. Ninguna autoridad puede avocarse a causas pendientes ante el órgano jurisdiccional ni interferir en el ejercicio de sus funciones. Tampoco puede dejar sin efecto resoluciones que han pasado en autoridad de cosa juzgada, ni cortar procedimientos en trámite, ni modificar sentencias ni retardar su ejecución.”

Cuando los congresistas interpelan y censuran a un ministro,  aludiendo a hechos que ya fueron conocidos por el Poder Judicial y que este no consideró delitos o que no fueron cometidos por esa persona, vuelven a juzgarlo y lo sancionan, desposeyéndolo del cargo de ministro, prescinden del principio de presunción de inocencia que en su caso es absoluto, puesto que el Poder Judicial no lo consideró autor de delitos, y lo juzgan por hechos ajenos a su gestión como ministro.

Ante tamañas infracciones de la Constitución, algunos congresistas sostenedores de la acusación manifestaron que no estaban juzgando al ministro, sino ejerciendo el control político. ¿Qué clase de control es este? La política es un conjunto de técnicas de gobierno de una sociedad y debe ajustarse ciento por ciento a la Constitución que contiene las reglas que los ciudadanos se dan por el pacto social. A esto se le llama el Estado de Derecho, del que forman parte las sentencias del Poder Judicial que tienen el carácter de cosa juzgada. Los hechos de quienes conforman los poderes y otros órganos del Estado mientras ejercen sus funciones son, por lo tanto, necesariamente jurídicos (y no familiares, de negocios, religiosos o de club). Si se apartan de la Constitución o la infringen proceden arbitrariamente, y se colocan fuera de la ley (convirtiéndose en outlaws si prefieren esta expresión).

Los congresistas que transgreden de tal modo la Constitución se sienten seguros de su impunidad en la creencia de que el artículo 93º de esta los blinda para cometer arbitrariedades. Este artículo dispone que los congresistas “No son responsables ante autoridad ni órgano jurisdiccional alguno por las opiniones y votos que emiten en el ejercicio de sus funciones.” No tienen en cuenta, sin embargo, que “el ejercicio de sus funciones” es el ejercicio constitucional y legal, ordenado por el artículo 45º de la Constitución que dice “El poder del Estado emana del pueblo. Quienes lo ejercen lo hacen con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen.” Por lo tanto, si sus votos deciden algo inconstitucional e ilegal no ejercen sus funciones con las limitaciones que la Constitución establece y, por lo tanto, cometen el delito de abuso de autoridad: “El funcionario público que abusando de sus atribuciones, comete u ordena un acto arbitrario que cause perjuicio a alguien será reprimido con pena privativa de libertad no mayor de tres años.” (Código Penal, artículo 376º). Los congresistas son funcionarios públicos elegidos. De manera que si la Fiscalía no los acusa ahora, tendría que hacerlo de todas maneras cuando concluyan sus funciones como representantes ante el Congreso de la República.

Además, contra las arbitrariedades de los congresistas se podría interponer la acción de amparo que “procede contra el hecho u omisión, por parte de cualquier autoridad, funcionario o persona, que vulnera o amenaza los demás derechos reconocidos por la Constitución …” (Constitución, artículo 200º.2).

La ilegítima interpelación al ministro Maraví muestra que en la Constitución hace falta una norma que diga que los congresistas pierden su curul por infringir la Constitución con sus votos y dictámenes, luego de la verificación del acto sancionable por el Tribunal Constitucional.

Esta norma se justifica, porque los congresistas representan a los ciudadanos para el cumplimiento de la Constitución y no para infringirla de cualquier modo que sea.

(Comentos, 1/10/2021)