viernes, 26 de mayo de 2017

LA IMPARCIALIDAD EN LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA: Tema proscrito de la reforma del Poder Judicial, por Jorge Rendón Vásquez



LA IMPARCIALIDAD EN LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA
Tema proscrito de la reforma del Poder Judicial
por Jorge Rendón Vásquez*

Los expertos en el fundamental tema de la administración de justicia coinciden en que los objetivos a los cuales se debería tender para hacerla realmente eficaz son la imparcialidad, la celeridad y un costo reducido para quienes acuden a ella. Vale decir que, en gran parte y con diferencias que pueden llegar a ser abismales de continente a continente, la justicia (eufemismo que designa a la administración de justicia) no suele ser imparcial, es lenta, por no decir lentísima, y su costo para el litigante es exorbitante.[1]

I.- LA IMPARCIALIDAD COMO VALOR QUE LEGITIMA AL JUEZ

Parece obvio que la imparcialidad es el valor más importante entre los indicados, y lo es porque constituye la razón de ser de la justicia.
A estas alturas de la evolución social, política y jurídica y en atención a esa calidad que debería tener, la justicia es en todas partes un servicio público, es decir, una función del Estado por delegación de los ciudadanos, consistente en la solución o la composición de los conflictos jurídicos, delegación registrada en el documento que formaliza el pacto social, o la Constitución del Estado.
Para que esta función pueda ser cumplida, como obligación del conjunto de personas a las que les ha sido encomendada, y ejercida como facultad, los ciudadanos la han dotado, por la Constitución, de un carácter capital: la autonomía de los jueces en la emisión de sus decisiones, o lo que se denomina la autonomía de la función jurisdiccional. Al atribuirle este carácter, los ciudadanos desean que los jueces resuelvan los litigios según las reglas de juego admitidas por ellos, directamente como poder constituyente, o a través de sus representantes en el Poder Legislativo, prescindiendo de cualquier imposición de algún órgano estatal o persona y sin desbordar los límites de la normativa para favorecer a una de las partes. La autonomía de los magistrados judiciales es una garantía para posibilitar su imparcialidad. No es, por lo tanto, una licencia para decidir infringiendo las leyes.
Ese comportamiento imparcial de los jueces los dota de una legitimidad real, distinta de la legitimidad formal resultante de un nombramiento ajustado a la ley.[2]
Aunque, más allá de su fundamento constitucional, estas nociones tengan por base el simple sentido común, suelen ser olvidadas o preteridas por numerosos magistrados, casi siempre impulsados por el persistente asedio de ciertos abogados de una parte en los pleitos. Cuando en la sociedad, los jueces, y otras autoridades, incumplen reiteradamente su obligación de proceder con imparcialidad, la normativa tiende a desvanecerse en la conciencia de los ciudadanos, se instala la informalidad y empieza el reinado de la corrupción. Entonces, puede ocurrir que diversos grupos de ciudadanos se sientan desobligados de acatar las reglas de la justicia, por su desconfianza en los magistrados, y decidan resolver por sí mismos los conflictos o aplicar las sanciones que, a su juicio, merezcan los infractores de la ley por una conducta perjudicial.
En nuestro país, la credibilidad de la ciudadanía en los jueces ha decrecido sin cesar. Numerosas encuestas revelan que menos del diez por ciento de los entrevistados creen que el Poder Judicial es imparcial y que cumple correctamente sus funciones.[3]
Hay en la sociedad ciertos modos de solución de conflictos, ajenos a la actividad del Poder Judicial, pero aceptados por el consenso de los grupos interesados, por lo general con respaldo legal. Por ejemplo, en los partidos de fútbol, un árbitro asistido por varios jueces de línea cuida el cumplimiento de las reglas de juego. Tanto los jugadores como el público están obligados a conformarse a las decisiones del árbitro y, de entrada, todos esperan que éste proceda imparcialmente y, con mayor razón, porque sus decisiones son inapelables. Si el árbitro se excede en las sanciones o elude las reglas, favoreciendo indebidamente a uno de los equipos, el público, con sus miles y miles de ojos y cerebros, ejerciendo un control mediato, manifestará su desacuerdo y, si la conducta errónea o parcial del árbitro subsiste, protestará, llevando, en ciertos casos, su cólera hasta extremos indeseables, contra los cuales la única protección del árbitro son la solidez y la resistencia de las barreras, los fosos, las mallas de alambre, o los escudos y las porras de la policía.

II.- ANTECEDENTES HISTÓRICOS

Desde los tiempos de la formación del Estado, cuando éste asumió la función de resolver las controversias de los miembros de la sociedad, la idea de justicia fue asociada con la de imparcialidad. Para eso se le creaba. La renuncia o la prohibición de hacerse justicia por mano propia, en esos remotos tiempos, tenía como contrapartida la imparcialidad de los jueces, y la ley sancionaba las infracciones a este precepto.
El Código de Hamurabi[4] dispone: “Si un juez juzgó una causa, dio una sentencia y un documento sellado y después alteró su sentencia, comprobada la alteración hecha, pagará hasta doce veces la cuantía controvertida. Además, será destituido de su puesto ante la asamblea del pueblo y no volverá a sentarse con los jueces en un proceso.” (art. 5º).
La Ley romana de las XII tablas[5] era más severa aún con los jueces corruptos. Expresaba: “Si un juez o un árbitro indicado por el magistrado recibió dinero para juzgar a favor de una de las partes en perjuicio de la otra, será muerto.” (Tabla IX).
Cuando el Estado pasó a ser una entidad dirigida por los más ricos propietarios y fue manejado, finalmente, por una sola familia, la administración de justicia perdió los últimos vestigios de imparcialidad. Las decisiones del juez reproducían la voluntad del gobernante o simplemente el gobernante era también juez. Cabe aquí preguntarse ¿por qué en ese modelo de sociedad les era necesario a las clases gobernantes contar con jueces? ¿Qué los impulsaba a montar esas parodias de procesos judiciales en los que, finalmente, el derrotado, el enemigo o el adversario colocados en posición defensiva, el intelectual contestatario o el creyente en ideas distintas de las impuestas por la iglesia apoyada por el poder político, eran condenados a las penas más crueles e infamantes, luego de habérseles destruido material y anímicamente con la tortura? ¿No podían aniquilarlos simplemente, como hacían con las pobres gentes, aunque, en muchos casos, también les era preciso someter a éstas a las simulaciones de procesos judiciales? Se diría que detrás de todos esos tiranos emergía la justicia, como un fantasma al que engañaban con un remedo procaz de imparcialidad.
El juicio de la historia sobre tales procesos y jueces fue casi siempre el juicio de ciertos escritores, cuya obra ha trascendido justamente como estigmatización de la realidad atosigante en la que tenían que vivir y como una invocación a las generaciones futuras para que acabaran con esas iniquidades del poder económico y político, de las costumbres, de la superstición y de la ignorancia.
Don Francisco de Quevedo y Villegas, con su habitual desenfado y crudeza, se ocupó de la corrupción de la justicia en un soneto.[6] Decía:

A un juez mercader

Las leyes con que juzgas, ¡oh Batino!,
menos bien las estudias que las vendes;
lo que te compran solamente entiendes;
más que Jasón te agrada el vellocino.
El humano derecho y el divino,

cuando los interpretas, los ofendes,
y al compás que la encoges o la extiendes,
tu mano para el fallo se previno.
No sabes escuchar ruegos baratos,

y sólo quien te da te quita dudas;
no te gobiernan textos, sino tratos.
Pues que de intento y de interés no mudas,

o lávate las manos con Pilatos,
o con la bolsa ahórcate con Judas.

Mucho más tarde, Gérard de Nerval, el poeta y novelista francés, diría en su relato La mano embrujada,[7] refiriéndose a un juez de los tiempos anteriores a la Revolución Francesa:
“Para acabar su retrato sería necesario plantarle en el sitio acostumbrado de la nariz una larga, de punta roma; las orejas bastante pequeñas, lisas y tan diestras en su oficio que eran capaces de oír a un cuarto de legua el tintineo de un cuarto de escudo, y el de un doblón desde mucho más lejos. Por eso, como cierto litigante preguntase si el señor magistrado no tendría amigos a quienes pedirles una recomendación para él, le contestaron que, en efecto, el Salmonete tenía unos amigos a los que hacía enorme caso; que entre ellos estaban monseñor Doblón, don Ducado y hasta maese Escudo; que era necesario hacer intervenir simultáneamente muchas influencias de éstas, y que con ello se podía estar seguro de ser atendido fervorosamente.”
Cuando Sancho Panza fue hecho gobernador de la Ínsula de Barataria por el duque con jurisdicción en ese lugar, quien quería escarnecer así al prudente amigo de Don Quijote de la Mancha, él asumió, sin embargo, las funciones de juez con seriedad y responsabilidad, y juzgó los casos que le fueron sometidos con sabiduría popular, ingenio y acierto, como nunca había acontecido en ese pueblo. La farsa terminó de mala manera para Sancho cuando los nobles advirtieron su honestidad y su conducta alejada de toda obsecuencia con ellos, o, por decirlo en términos contemporáneos, su independencia jurisdiccional. Mandaron atacarlo y vejarlo para que la burla fuera mayor. Al retirarse de la ínsula, Sancho dijo a la poblada que lo contemplaba impotente y estulta:
“más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de holanda, y vestirme de martas cebollinas. Vuesas mercedes se queden con Dios, y digan al duque, mi señor, que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano; quiero decir, que sin blanca entré en este gobierno, sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas; y, apártense, déjenme ir, que me voy a bizmar, que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los enemigos que esta noche se han paseado sobre mí.”[8]
El racionalismo del siglo XVIII fue, en parte, la percepción de esas voces que clamaban desde el pasado. Y, un día, la sociedad estalló violentamente; y los intelectuales revolucionarios de Francia fueron lanzados a la acción por las multitudes enardecidas. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada el 26 de agosto de 1789, fue su proclama inicial y, al mismo tiempo, el estatuto de las personas en la nueva sociedad. Este documento arranca con la declaración de la libertad e igualdad ante la ley de todos los seres humanos, base sobre la cual se construye el Estado, cuya finalidad es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre, y cuya conformación para el ejercicio de las funciones públicas debe basarse en el igual acceso de los ciudadanos “según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y talentos”. En ejecución de estos preceptos capitales, fueron suprimidos los numerosos juzgados y cortes precedentes, casi todos hereditarios. En lo sucesivo, la función de administrar justicia fue entregada al Poder Judicial, con la garantía de su autonomía, según las prescripciones teóricas de Montesquieu en su famoso libro El espíritu de las leyes.[9] Luego, el pueblo pasó a hacerse justicia, entregando a la guillotina a los antiguos jueces y funcionarios prevaricadores y arbitrarios. Ninguna alambrada de protección pudo, entonces, contener a las muchedumbres que habían estado esperando durante siglos ese momento.
La sociedad emergida de la Revolución Francesa de 1789 tardó muchas décadas en consolidarse, transponiendo los largos períodos de retroceso, y sólo pudo expandirse definitivamente, al precio de un sacrificio atroz, luego de la segunda guerra mundial del siglo XX. La separación del Estado en tres poderes básicos y su conformación por reglas establecidas por los ciudadanos, quienes se reservan un conjunto de derechos denominados humanos, es reconocida en todo el mundo como la manera normal de ser de la organización política contemporánea. El Poder Judicial debe resolver los conflictos, y debe hacerlo imparcialmente, según la Constitución y la ley.

III.- LOS REQUISITOS DE LA IMPARCIALIDAD

No basta, sin embargo, que la Constitución declare la obligación de los jueces de resolver con imparcialidad. Muchos de ellos, luego de ser investidos del poder de juzgar, olvidan súbitamente que sólo ejercen un poder delegado por la sociedad, y comienzan a sentir que ese poder dimana del propio Estado y de sí mismos, resucitando en su conciencia los despojos de esa concepción falaz y arbitraria que se creía ya definitivamente muerta: “El Estado soy yo”, y proyectándola a la sociedad, como un haz de luz cegadora, calificada por ellos como una sacrosanta e inatacable autonomía, extraña a la noción del servicio público que los jueces se han comprometido a prestar a la sociedad y que, por el contrario, resulta impuesta a ésta como una tiranía conformada por decisiones parciales.
La brecha entre la constitucionalidad y la realidad de la justicia podría ser superada gracias a la conjunción de requisitos tales como la formación de los juristas, en general, y de los magistrados, en particular, una adecuada selección de los jueces, un conjunto de normas sancionadoras de la conducta ilegítima de éstos, procedimientos expeditivos y eficaces de sanción, y una constante vigilancia de la ciudadanía, de las instituciones interesadas en una buena administración de justicia, de la crítica especializada y de los medios de comunicación social.[10]

A) LA FORMACIÓN DE LOS MAGISTRADOS

a) La formación moral
La primera y más importante es la formación moral. Una persona es incapaz de emitir decisiones imparciales si no distingue conceptual y emocionalmente el bien y el mal y, por lo tanto, lo legal y lo ilegal. Esta formación comienza en el hogar, sigue en la escuela y continúa toda la vida. Una persona cuyas preferencias por lo legal y lo ilegal son alternativas intercambiables a voluntad, según las presiones, ofertas, posición social, temores, amistad o enemistad, pertenencia a un grupo político, o conveniencias personales no debería acceder a la magistratura. La propensión del sujeto a sucumbir ante la corrupción o a aspirar a ella, podría insinuarse o manifestarse en ciertos síntomas de la conducta. Un examen psicológico ayudaría a conocer la solidez de la formación moral del postulante a magistrado y del magistrado a punto de ser sometido a la evaluación para ser ratificado o no.

b) La formación cultural
De hecho, una persona ignorante de la geografía, la historia y la cultura de la sociedad en la que vive, por lo menos en sus expresiones más perceptibles, no está capacitada para el ejercicio eficiente de la magistratura. No sabría entender, en muchos casos, la naturaleza de los conflictos sometidos a su conocimiento, ni podría pronunciarse sobre las relaciones entre los litigantes. Parte importante de esta formación es el manejo correcto del idioma, puesto que sus decisiones serán emitidas en piezas escritas fundamentadas.[11]

c) La formación jurídica
Puesto que la función del juez es dirimir en conflictos jurídicos, él debe conocer a fondo la Constitución y la ley, y buscar las normas precisas con las cuales habrá de resolver los litigios. De esta formación son responsables las Facultades de Derecho. Pero ¿están cumpliendo todas ellas esta función esencial para la sociedad? ¿La plétora de abogados no es correlativa de una deficiente formación jurídica, como una manifestación del subdesarrollo, coexistente con la informalidad generalizada en el país y la arbitrariedad de quienes gobiernan y juzgan?
Un aspecto fundamental de la formación jurídica es el aprendizaje y la práctica de la lógica jurídica. En definitiva, la aplicación de la ley a un conflicto dado, es una operación de lógica, actividad en cuyo ejercicio los magistrados debieran ser expertos. Al emitir una decisión el juez realiza una operación lógica por la cual comparando el texto de la norma (premisa mayor) con los hechos (premisa menor) deduce una conclusión o decisión. Esta operación se traduce en la fundamentación de cada decisión. Una resolución judicial que la omita es arbitraria.
Esto que parece tan obvio, no lo es para numerosos jueces y fiscales. Demandas y contestaciones a la demanda, redactadas como piezas impecables de lógica jurídica, con una correcta exposición de los hechos y el derecho y conclusiones de las que se infiere ineluctablemente la razón del peticionante, pueden naufragar, como frágiles naves de papel, por la miopía, torpeza, ignorancia o corrupción de los jueces. El Código de Procedimientos Civiles, de 1912, disponía que “Al redactar las sentencias, el juez [...] expresará los fundamentos en que se apoya para admitir o rechazar cada una de las conclusiones y pronunciará su decisión...” (art. 230º). Como no se sancionaba con la nulidad de la sentencia la ausencia de este requisito, la mayor parte de jueces prescindía de él. A fuerza de haberse insistido, en varias universidades de América Latina, en la enseñanza de la Teoría Pura del Derecho de Kelsen y en la significación del Estado de derecho, estas nociones fueron trasladadas, en diverso grado, a la normativa. En la Constitución de 1979 se incluyó la obligación de los jueces de motivar por escrito sus resoluciones (art. 233º, 4), disposición que la Constitución de 1993 ha reproducido (art. 139º, 5). Luego, el Código Procesal Civil de 1991-1993 dispuso que “Las resoluciones contienen: [...] La resolución correlativamente enumerada de los fundamentos de hecho y de los respectivos de derecho que sustentan la decisión, la que se sujeta al mérito de lo actuado y al derecho. [...] La resolución que no cumpliera con los requisitos antes señalados será nula.” (art. 149º). Pero muchos jueces decidieron contornear esta disposición, por propia iniciativa o asumiendo una vieja práctica entronizada en el Poder Judicial, y les dieron a los considerandos un contenido tan vaporoso y minúsculo que cabía en unos cuantos renglones o los llenaban mencionando ciertos artículos impertinentes del Código Procesal Civil. El colmo de la arbitrariedad judicial era el rechazo de una petición con la fórmula vacua: “Pídase conforme a ley”, ante la cual un abogado se preguntaba intrigado en qué ley estaría pensando el juez, si es que pensaba en alguna. Contra esta anómala situación se dio la Ley 27524, del 5/10/2001, por la cual se estableció, a este respecto, que “Las resoluciones contienen: [...] 3. La mención sucesiva de los puntos sobre los que versa la resolución con las consideraciones, en orden numérico correlativo, de los fundamentos de hecho que sustentan la decisión, y los respectivos de derecho con la cita de la norma o normas aplicables en cada punto, según el mérito de lo actuado; 4. La expresión clara y precisa de lo que se decide u ordena, respecto de todos los puntos controvertidos.  Si el Juez denegase una petición por falta de algún requisito o por una cita errónea de la norma aplicable a su criterio, deberá en forma expresa indicar el requisito faltante y la norma correspondiente. [...] La resolución que no cumpla con los requisitos antes señalados será nula, ...” (CPC, art. 122º).[12] Pese a su claridad y contundencia, esta disposición fue resistida e incumplida por los vocales de segunda instancia, recurriendo al art. 12º de la Ley Orgánica del Poder Judicial que había sido tácitamente modificado por la Ley 27524 respecto de los procesos civiles. La Ley 28490, del 11/4/2005, sustituyó el texto de este artículo por el siguiente: “Todas las resoluciones, con exclusión de las de mero trámite, son motivadas, bajo responsabilidad, con expresión de los fundamentos en que se sustentan. Esta disposición alcanza a los órganos jurisdiccionales de segunda instancia que absuelven el grado, en cuyo caso, la reproducción de los fundamentos de la resolución recurrida, no constituye motivación suficiente.”

B.- LA SELECCIÓN DE LOS JUECES

Los tres sistemas principales de nombramiento de jueces son el inglés, el francés y el italiano.
En Gran Bretaña, los jueces son nombrados por la Corona, a propuesta del Poder Ejecutivo. Sin embargo, por la costumbre, la profesionalidad y la permanencia de los jueces es respetada. Los casos de remoción son raros y, casi siempre, se convierten en escándalos de proporciones. Este sistema ha sido trasladado a Estados Unidos y a otros países anglosajones. En algunos estados de los Estados Unidos, ciertos cargos de magistrados son cubiertos por elección.[13] Tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, la imparcialidad de los jueces ha sido una conquista social de la ciudadanía, bajo el control de la prensa crítica.
En Francia, el actual sistema de nombramiento de los jueces fue establecido en 1945, luego de la liberación, por un gabinete de coalición conformado por todas las fuerzas políticas que habían combatido al nazismo y al Gobierno títere de éste de Vichy. Se caracteriza por la igual oportunidad de acceso a la Escuela Nacional de la Magistratura de los juristas que reúnen los requisitos exigidos. Sólo pueden presentarse al concurso de ingreso a esta Escuela, para ser juez o fiscal, los titulares de una maestría en derecho. El jurado está constituido por delegados de la Escuela Nacional de la Magistratura, del Poder Ejecutivo, de los colegios de abogados, de los magistrados y de las Facultades de Derecho. El ingreso es por orden de méritos, según el puntaje alcanzado en el examen, luego de lo cual el alumno debe seguir dos años de estudios teóricos y prácticos, al término de los cuales es calificado. El primer alumno en el orden de méritos, dentro de su correspondiente rama, tiene derecho de elegir el puesto vacante de juez o fiscal que le convenga entre todos los puestos ofrecidos, según la especialidad que haya elegido. Y así sucesivamente. Todos los alumnos son titularizados como jueces o como fiscales, y son permanentes.
En Italia, el nombramiento de los jueces está a cargo del Consejo Superior de la Magistratura, presidido por el Presidente de la República e integrado, además, por el Primer Presidente y el Fiscal General de la Corte de Casación. “Los otros miembros son elegidos en sus dos terceras partes por todos los magistrados ordinarios entre los pertenecientes a las distintas categorías, y en un tercio por el Parlamento en sesión conjunta, entre profesores ordinarios de universidad de materias jurídicas y abogados con no menos de quince años de ejercicio profesional.” (Constitución, art. 104º). El nombramiento de los magistrados tiene lugar por concurso. “Por designación del Consejo Superior de la Magistratura pueden ser llamados al cargo de consejeros de casación, por méritos relevantes, profesores ordinarios de universidad de materias jurídicas y abogados que tengan quince años de ejercicio profesional y estén inscritos en los registros especiales para las jurisdicciones superiores.” (Constitución, art. 106º).[14]
Tanto en Francia como en Italia, la imparcialidad de los jueces queda garantizada no sólo por la modalidad de su nombramiento, sino, además, por su elevado nivel de formación cultural y jurídica, y por el control permanente de la ciudadanía y de la prensa.
En el Perú, se ha optado por el sistema italiano, modificado, al que se le ha añadido la ratificación de los jueces cada siete años, una medida necesaria, puesto que implica o debería implicar un seguimiento permanente del comportamiento de los magistrados en el ejercicio de sus funciones, por las características de nuestra realidad y el bajo nivel, en general, de los jueces, si bien las calificaciones para el nombramiento y la ratificación debieran ser por puntaje, según coeficientes racionalmente establecidos, puesto que, de otro modo, el Consejo Nacional de la Magistratura podría sobreponerse a la voluntad de los ciudadanos quienes han delegado en ese órgano la facultad del nombramiento de los magistrados, pero sujetándose a la racionalidad. La exigencia del concurso de méritos y de la evaluación personal para el nombramiento de los jueces y fiscales (Constitución, art. 154º-1) conduce a la obligación del Consejo Nacional de la Magistratura de fundamentar sus decisiones para el nombramiento de quienes hayan ganado.
La Constitución ha creado también la Academia de la Magistratura, como parte del Poder Judicial, “para la formación y capacitación de los jueces y fiscales en todos sus niveles, para los efectos de su selección. Es requisito para el ascenso la aprobación de los estudios especiales que requiera dicha Academia.” (art. 151º). Por la Ley 27368, del 6/11/2000, se modificó, entre otros, el art. 22º, inc. c) de la Ley 26397, del 6/12/1994, Ley Orgánica del Consejo Nacional de la Magistratura, para establecer inconstitucionalmente, la obligación de los aspirantes a magistrados judiciales y fiscales de haber aprobado, como requisito previo, los programas de formación impartidos por la Academia de la Magistratura. Este inciso y las normas subsidiarias que se dictaron fueron inconstitucionales, porque el art. 51º de la Constitución citado exigía tal requisito para quienes ya eran jueces y fiscales, y no para los postulantes que pretendían serlo. El Tribunal Constitucional, por sentencia del 25/4/2006, Expts. 0025-2005-PI/TC y 0026-2005-PI/TC (El Peruano, Normas Legales, 19-8-2006, pág. 326587) ha declarado inconstitucional dicho inciso.[15]

C.- NORMAS SANCIONADORAS

La infracción de las normas conlleva la aplicación de la sanción. Tal es el sino del derecho. De manera que si los jueces omiten ser imparciales deben ser sancionados. En nuestro ordenamiento jurídico se ha previsto dos clases de sanciones: las administrativas y las judiciales, pero ambas han sido neutralizadas por el poder político y por el Poder Judicial.
Las primeras están contenidas en la Ley Orgánica del Poder Judicial: “Título III, Deberes y derechos” de los magistrados”. “Son deberes de los magistrados —dice una norma— 1. Resolver con celeridad y con sujeción a las garantías constitucionales del debido proceso; 2.- Administrar justicia aplicando la norma jurídica pertinente, aunque no haya sido invocada por las partes o lo haya sido erróneamente;” (art. 184º). La infracción de esta obligación y otras debe dar lugar a las sanciones disciplinarias previstas en el artículo 206º de la Ley Orgánica del Poder Judicial: apercibimiento, multa, suspensión, separación y destitución. La destitución la pronuncia el Consejo Nacional de la Magistratura (Constitución, art. 154º, 3).
Un adecuado control de la imparcialidad de las decisiones judiciales por la vía sancionatoria podría advenir si la Ley Orgánica del Poder Judicial estableciera sanciones específicas para los casos de resoluciones erróneas o parciales, según el nivel de éstas: decretos, autos y sentencias. La vaguedad de las sanciones administrativas en la actual Ley Orgánica del Poder Judicial contribuye a reforzar la inclinación de muchos jueces a prevaricar, puesto que pueden contar con la seguridad de que la tipificación de las faltas en esa Ley no los alcanzará.
Las sanciones judiciales son penales y civiles.
Las penales resultan de la comisión del delito de prevaricato. “El Juez o Fiscal que, a sabiendas, dicta resolución o emite dictamen, contrarios al texto expreso y claro de la ley o cita pruebas inexistentes o hechos falsos, o se apoya en leyes supuestas o derogadas, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de tres ni mayor de cinco años.” (Código Penal, art. 418º, figura genérica del prevaricato). La Ley Orgánica del Poder Judicial también dispone: los jueces “Son igualmente responsables por los delitos que cometan en el ejercicio de sus funciones.” (art. 200º).
Las sanciones civiles han  sido previstas en la Ley Orgánica del Poder Judicial: “Los miembros del Poder Judicial son responsables civilmente por los daños y perjuicios que causan, con arreglo a las leyes de la materia.” (art. 200º).
Una sanción necesaria prevista por la Constitución es la decisión del Consejo Nacional de la Magistratura de no ratificar a los jueces (Constitución, art. 154º, 2), medida que debería ser adoptada por la conducta irregular de éstos o por su ineficiencia.

D.- PROCEDIMIENTOS DE APLICACIÓN DE LAS SANCIONES

Por muy completo que sea el tejido de sanciones disciplinarias y judiciales, su eficacia se esfuma cuando los procedimientos de aplicación son obstaculizados o impedidos. Es lo que sucede en nuestro país por un conjunto de disposiciones emitidas por el grupo político a cargo de los Poderes Legislativo y Ejecutivo entre 1992 y 2000 para manipular al Poder Judicial, las que cubrieron varios aspectos de la estructura, funcionamiento y control de este Poder y del Ministerio Público, una parte de las cuales se mantiene en vigencia. Hubo jueces que resistieron, en silencio, esa irrupción, pero los más se plegaron a ella, muchos alegre y ostentosamente. Parte de la intervención del Poder Judicial por el grupo político en el Gobierno fue la creación de una Comisión Ejecutiva del Poder Judicial por la Ley 26546, del 20/11/1995, cuya vigencia fue prorrogada sucesivamente por varias leyes, con la facultad inconstitucional de separar a los magistrados, y del Consejo de Coordinación Judicial por la Ley 26623, del 18/6/1996, con una Secretaría Ejecutiva. Estos órganos debían llevar a cabo una reforma del Poder Judicial que resultó un fracaso, aunque les significó jugosos sueldos a los funcionarios designados para efectuarla, pagados por créditos internacionales. Las leyes indicadas fueron derogadas por la Ley 27367, del 4/11/2000, expedidas luego de que el ex Presidente de la República de la década del noventa corriera a refugiarse en el Japón con una buena cantidad de recursos del Tesoro Público.
Por las medidas adoptadas en el período 1992-2000, las sanciones disciplinarias están condenadas a la irrelevancia, por cuanto su imposición ha sido confiada a los propios magistrados judiciales y, en su caso, a los propios fiscales. Como reza el dicho popular: “Gallinazo no come gallinazo”, reproducido también como “Otorongo no come otorongo”, ningún magistrado se inclinará, de buen grado, a procesar y sancionar a un colega, con quien comparte el mismo espíritu de cuerpo y de quien puede depender en una elección o en otro proceso contra él. Así las cosas, la posibilidad de sancionar a los jueces infractores de su obligación de imparcialidad se esfuma.
El argumento esgrimido por los magistrados a cargo de las oficinas de Control de la Magistratura, para abstenerse de sancionar a los jueces por sus decisiones parciales ha sido declarar que ello implicaría un pronunciamiento jurisdiccional en el proceso en el cual el juez ha incurrido en inconducta.
Ante una petición de apertura de procedimiento disciplinario contra un juez que no aplicó la ley en una decisión, para favorecer a una de las partes, la Oficina de Control de la Magistratura de Lima dijo, en una resolución del 16 de abril de 2004 (Queja nº 554-04): “conforme se aprecia de los argumentos del recurso de queja, ésta cuestiona resoluciones judiciales emitidas por los magistrados quejados en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales, por lo que no puede ser materia de conocimiento, investigación ni competencia por parte de esta Oficina de Control, conforme a lo dispuesto en el artículo cuarto de la Resolución Administrativa número cuatrocientos noveintiuno-CME-PJ de fecha veintidós de octubre de mil novecientos noventisiete, publicada en el Diario oficial «El Peruano» con fecha veinticuatro de octubre de mil novecientos noventisiete; por estas consideraciones y de conformidad con el artículo cuarentitrés inciso d) del Reglamento de Organización y Funciones de la Oficina de Control de la Magistratura del Poder Judicial; SE RESUELVE: Declarar improcedente la queja...” Fue inútil haber señalado en la petición que no se le solicitaba a la Oficina de Control de la Magistratura la revocación o la nulidad de la decisión arbitraria materia de la queja, sino que investigara la parcialidad del juez y la condena a la sanción prevista en la Ley Orgánica del Poder Judicial.[16]
Con la finalidad de acabar con esa perniciosa complicidad entre jueces, la Ley 28149, del 5/1/2004, incorporó a la Oficina de Control de la Magistratura del Poder Judicial a delegados de instituciones extrajudiciales interesadas en la buena marcha de la administración de justicia. De acuerdo con la Ley indicada, ese órgano está integrado por un vocal supremo cesante o jubilado elegido por los demás miembros de la Oficina de Control de la Magistratura, por un representante de los Colegios de Abogados del país, elegido por sus respectivos decanos, por un representante de la Facultades de Derecho de las cinco universidades públicas más antiguas del país, elegido por sus decanos; y por un representante de las facultades de Derecho de las cinco universidades privadas más antiguas del país, elegido por sus decanos. (art. 103º de la Ley Orgánica del Poder Judicial, modif. por la Ley 28149). Por esa Ley se dispuso también la creación, por el Consejo Ejecutivo del Poder Judicial, de oficinas desconcentradas de Control de la Magistratura con competencia sobre uno o más distritos judiciales y con una composición similar a la de la Oficina de Control de la Magistratura. (Art. 104º de la Ley Orgánica del Poder Judicial, modif. por la Ley 28149). Para el Ministerio Público la Ley estableció oficinas de control similares a las del Poder Judicial (art. 51º de la Ley Orgánica del Ministerio Público, modif. por la Ley 28149).[17]
Corporativamente, el Poder Judicial combatió, primero, el proyecto de ley y, luego, la Ley 28149 anatematizándolos como una violación de la sacrosanta aunque mal entendida autonomía del Poder Judicial, como si esta autonomía fuera una suerte de extraterritorialidad ajena a la Constitución del Estado y a la voluntad de los ciudadanos de crear ese Poder del Estado justamente para ser imparcial en el ejercicio de la función jurisdiccional. Ante lo irremediable, los jueces se las ingeniaron para darle la vuelta a la ley. Convencieron a los representantes de las instituciones civiles para plegarse a su posición.
En otra resolución del 23 de agosto de 2004 (Queja ODICMA nº 497-2004) la nueva Oficina de Control de la Magistratura decidió que “debe tenerse en cuenta que el artículo quinto del Texto Único Ordenado de la Ley Orgánica del Poder Judicial precisa que «los magistrados ejercen la dirección de los procesos de su competencia ... Con este objeto tienen autoridad sobre todos los intervinientes en los procesos judiciales de su competencia...»; apreciándose que el recurrente busca cuestionar una actuación de contenido eminentemente jurisdiccional y estando a lo prescrito por el artículo doscientos doce del acotado Cuerpo de Leyes que establece que no da lugar a sanción la discrepancia de opinión ni de criterio en la resolución de procesos ya que constituye un Principio Constitucional la independencia en el ejercicio de la función jurisdiccional conforme lo señala el inciso segundo del artículo ciento treintinueve de la Constitución Política del Perú, debiendo precisarse que los sujetos procesales tienen expedito su derecho para ejercitar y/o interponer los medios impugnatorios que crean convenientes, dentro del mismo proceso, el mismo que hizo valer el recurrente según se aprecia del acta de audiencia cuya copia corre de fojas dieciocho a veintitrés. Por estas consideraciones, SE RESUELVE: CONFIRMAR la resolución apelada de fojas treinta a treintiuno... que declara improcedente la queja...”[18]
Vale decir que no hay manera procesal de recabar una investigación de la conducta parcial o francamente prevaricadora de los jueces en la emisión de sus decisiones, puesto que, por una interesada y errónea concepción de la autonomía del Poder Judicial, esa conducta se vuelve inatacable administrativamente. Finalmente, la dirección administrativa del Poder Judicial decidió abolir la Ley 28149, por la vía expeditiva de la supresión en su presupuesto de los recursos para los  órganos creados por esa Ley.
Por la Ley 26933, del 12/3/1998, se pretendió anular la función exclusiva del Consejo Nacional de la Magistratura de remover a los jueces y fiscales, prescrita por el inciso 3 del artículo 154º de la Constitución, haciendo obligatoria la intervención previa de la Oficina de Control de la Magistratura del Poder Judicial, de cuyas decisiones aquel Consejo sólo podía conocer en vía de apelación. De manera que si los jueces a cargo de la indicada Oficina decidían no destituir, el Consejo Nacional de la Magistratura estaba impedido de actuar. Esta Ley inconstitucional fue derogada por la Ley 27368, del 6/11/2000, la que dispuso además que sólo para la destitución de los vocales y fiscales supremos, el Consejo Nacional de la Magistratura interviene de oficio o a pedido de parte, pero que para la destitución de los jueces y fiscales de las demás instancias lo hará a solicitud de los órganos de gobierno del Poder Judicial o del Ministerio Público. Esta intermediación no es, ciertamente, constitucional. La destitución de los jueces y fiscales, en general, por el Consejo Nacional de la Magistratura, procede si se constata una falta grave, haya pedido o no de algún otro órgano, por el artículo 51º de la Constitución que establece la primacía de ésta sobre la ley. Por lo tanto, según esta norma, cualquier persona podría acceder directamente al Consejo Nacional de la Magistratura cuando tenga pruebas de una falta tal de un juez o un fiscal que ameriten su destitución, pese a la decisión contraria de los órganos de gobierno del Poder Judicial o del Ministerio Público.
Pero es también sumamente difícil y, en muchos casos, imposible llevar a los jueces ante la justicia penal por la comisión de esos delitos de prevaricato o de abuso de autoridad. La decisión de denunciarlos recae, en definitiva, en una sola persona: el Fiscal de la Nación, cuyo pronunciamiento es inapelable y puede, por ello, carecer de fundamentación convincente. La norma que así lo establece es el inc. 3 del art. 66º de la Ley Orgánica del Ministerio Público, Decreto Legislativo 52, el que dispone: Es atribución del Fiscal de la Nación “4. Decidir el ejercicio de la acción penal contra los jueces de segunda y primera instancia por delitos cometidos en su actuación judicial cuando media denuncia o queja del Ministerio de Justicia, de una Junta de Fiscales o del agraviado. Si la denuncia la formulase el Presidente de la Corte Suprema, la acción será ejercitada sin más trámites. En estos casos, el Fiscal de la Nación instruirá al Fiscal que corresponda para que la ejercite. Si, en su caso, los actos u omisiones denunciados sólo dieren lugar a la aplicación de medidas disciplinarias, remitirá lo actuado al Presidente de la Corte Suprema de Justicia.” Respecto de los vocales de la Corte Suprema, el Fiscal de la Nación ejercita ante la sala de la Corte Suprema que corresponda las acciones civiles y penales (D.Leg. 52, art. 66º, inc. 2). Pero, la acusación ante el Congreso por los delitos que los vocales, fiscales supremos, y miembros del Tribunal Constitucional y del Consejo Nacional de la Magistratura cometan en el ejercicio de sus funciones le corresponde a la Comisión Permanente del Congreso (Constitución, art 99º). “En caso de resolución acusatoria de contenido penal, el Fiscal de la Nación denuncia ante la Corte Suprema en el plazo de cinco días. El Vocal Supremo Penal abre la instrucción correspondiente.” (Constitución, art. 100º).[19]
Cualquier ciudadano debería tener el derecho de pedirle directamente al fiscal que denuncie ante el juez penal la comisión de un delito de prevaricato o de abuso de autoridad, sin pasar por la intermediación de la burocracia del Ministerio Público coronada por la decisión del Fiscal de la Nación.[20]
Una parte de la reforma del Poder Judicial debiera ser el nombramiento de fiscales y jueces especializados, de varios niveles, para el procesamiento de los jueces que incurran en prevaricato u otros delitos vinculados con su función jurisdiccional. Asimismo, ante la evidencia del fracaso de los órganos de control administrativo por los jueces, incluso con la participación de representantes de instituciones extrajudiciales, se debería entregar al Consejo Nacional de la Magistratura los procedimientos de sanción de los magistrados infractores de sus obligaciones, con la intervención de esos delegados en varios niveles, y suprimir el control en el propio Poder Judicial. Con ambas medidas se cautelaría la imparcialidad de los jueces sin afectar la autonomía de éstos en la emisión de sus decisiones, puesto que no se trataría de dejarlas sin efecto ni de modificarlas, sino de sancionar a los jueces por la inaplicación de las disposiciones legales pertinentes en los casos juzgados. El Consejo Nacional de la Magistratura es el órgano que la ciudadanía, suprema fuente del poder de legislar por la vía de la aprobación de la Constitución, ha creado para nombrar a los jueces, vigilar permanentemente su conducta, y ratificarlos o no y sancionarlos cuando incumplan sus funciones o cometan delitos.

E.- LA VIGILANCIA DE LA CIUDADANÍA, DE LAS INSTITUCIONES INTERESADAS EN LA MARCHA DE LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA Y DE LA PRENSA

Observar la conducta de los jueces es un aspecto de la vigilancia permanente de la ciudadanía para que la Constitución se cumpla, puesto que el Estado de derecho sólo es posible por la conducta imparcial de quienes han recibido el encargo de sancionar las infracciones a la Constitución y a la ley. En mi libro Documentos Constitucionales de la historia universal escribí: “Es por demás evidente, por lo tanto que, en definitiva instancia, la defensa más sólida de los pueblos de su estatuto jurídico fundamental es su conciencia de ser sus titulares y de la necesidad de defenderlo. Se podría decir que el pacto o contrato social, expresado formalmente como la constitución política, debe ser un estado de conciencia colectiva permanente para que se mantenga realmente en vigencia o tenga eficacia, y que si ese estado de conciencia se debilita o es abandonado las agresiones contra los derechos humanos, en acecho constante, avanzarán ocupando los espacios sin vigilancia social. La recuperación de estos espacios es, por lo general, más larga y costosa que el esfuerzo de defenderlos permanentemente.”[21]
En esta labor de vigilancia de la constitucionalidad y de la conducta de los jueces, los colegios de abogados juegan un rol importantísimo. Los abogados, individual y colectivamente, son una parte de la administración de justicia y pueden ser su conciencia crítica.[22] Tal actitud acertada, tenaz y persistente convertiría en un ágora a cada ciudad y cada pueblo, y se levantaría como otra garantía de la imparcialidad en la administración de justicia.
La intervención de los medios de comunicación social es también un excelente e imprescindible medio de vigilancia de la imparcialidad de los jueces, a condición de ser veraz y, asimismo,  ... imparcial.


Lima, enero de 2007.


* Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

[1] Un estudio comparativo del estado de la justicia civil conformado por cuatro contribuciones sobre los países de common law: Estados Unidos, Inglaterra y el País de Gales y Australia; y diez sobre los países de ley escrita: Alemania, Japón Italia, Francia, Brasil, Grecia, España, Portugal, Países Bajos y Suiza, permite llegar a la conclusión de que la justicia civil atraviesa una crisis cuyos ejes son la búsqueda de la verdad, los plazos y los costos. Se constató que, en casi todos ellos, luego de una reforma se alzaba luego la idea de otra. Civil Justicie in Crisis, Comparative Perspectives of Civil Procedures, Oxford University Press, 1999, Edit. A. A. S. Zuckerman. Nota bibliográfica en Revue Internationale de Droit Comparé, Paris, 2000, nº 2, pág. 487. En realidad la justicia con su descomunal cuerpo de formalismos se arrastra pesadamente desde los primeros momentos de la Roma Antigua.

[2] “Tener legitimidad es, en los términos más corrientes, ser reconocido como justificado, ser aceptado por lo que se es y por lo que se hace. El reconocimiento público es, por lo tanto, la clave de la legitimidad [...] Son sus decisiones lo que hacen legítimo al juez. [...] Esta vinculación del juez al derecho a su cargo es la consecuencia de su obligación de resolver el litigio, según la fórmula francesa, conforme a las reglas de derecho que son aplicables. Desde que se impuso la idea de que el juez debe decidir aplicando la norma previamente establecida por un poder distinto del suyo, esta concepción del oficio de juez ha ganado terreno para expandirse con la fórmula de «Estado de derecho».” Barthelémy Mercadal, profesor honorario del Conservatoire National des Arts et Métiers, La légitimité du juge en Revue Internationale de Droit Comparé, Paris, 2002, nº 2, pág. 271.

[3] Pese a ser la imparcialidad el supremo valor que debe regir la actividad del Poder Judicial, las sucesivas comisiones oficiales y extraoficiales y otras iniciativas para examinar la conducta de este Poder y formular proyectos para su reorganización han omitido tratar de este aspecto tan esencial o lo han mencionado sólo de paso, o como tangencial o supérfluo, con lo cual esas comisiones e iniciativas no se justifican o se explican sólo como unas gotas balsámicas vertidas sobre la mala conciencia que ampara la ilegalidad y la corrupción en el Poder Judicial, o como un procedimiento para la percepción de honorarios, que pueden ser cuantiosos, quienes las integran o promueven.

[4] Rey fundador del primer Imperio Babilónico; vivió entre 2067 y 2025 a.C.

[5] De 451 a. C.

[6] Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1943, 1967, tomo II, Obras en verso, pág. 48.

[7]  Buenos Aires, Colección Pigmeo, 1955.

[8]  Miguel de Cervantes SaavedraEl ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Barcelona, Editorial Sopena, 1976, Segunda Parte, Capítulo LIII.

[9] Montesquieu decía: “Cuando en la misma persona o en un mismo cuerpo de la magistratura, el poder legislativo se reúne con el poder ejecutivo, no hay en absoluto libertad... Tampoco hay libertad si el poder de juzgar no está separado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Si ese poder estuviese unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario; puesto que el juez sería legislador. Si estuviera unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor.” El Espíritu de las leyes, Libro 11, capítulo 6.

[10] “Siendo la conducta de los jueces en el ejercicio de la función jurisdiccional de una importancia superlativa para la sociedad, se les obliga a ser imparciales. Pero la imparcialidad es un valor al cual se puede tender o no. El máximo grado de imparcialidad sería la aplicación lisa y llana de la disposición jurídica al caso concreto juzgado. En realidad, sólo puede esperarse de los jueces una aproximación a ese máximo, que será mayor según su formación jurídica, cultural y moral, su elección por procedimientos técnicos y democráticos, el entorno de las partes y de la sociedad e incluso, cada vez más, la opinión pública internacional; y las sanciones de las que puedan ser pasibles.” en El derecho como norma y como relación social, libro de Jorge Rendón Vásquez, Lima, EDIAL, 4ª ed., 2000, nº 49.

[11] Los postulantes a jueces y los jueces previamente al proceso de ratificación ¿son sometidos a un examen de gramática castellana que debería ser eliminatorio? Numerosas sentencias en el Perú son piezas reñidas con la sintaxis, la semántica  y la ortografía.

[12] El proyecto de la Ley que impone una fundamentación exhaustiva de las decisiones judiciales fue promovido y redactado por el Autor del presente artículo. Lo entregué al Presidente de la Comisión de Justicia del Congreso de la República, el recordado y probo jurista del Cusco, Daniel Estrada Pérez, quien le dio trámite de inmediato hasta hacerlo convertir en la Ley 27524. El artículo 2º del proyecto y luego de esa Ley disponen, modificando el artículo 157º del Código Procesal Civil: “La notificación de todas las resoluciones judiciales, en todas las instancias, y aún en la Corte Suprema, se realiza por cédula.” Se acabó así con la disposición aberrante que impuso la notificación por nota, fruto de la novelería de los redactores del proyecto del Código Procesal Civil, bajo la influencia de un profesor rosarino de Derecho Procesal Civil, quien les sirvió de asesor. En la Argentina, la notificación por nota fue establecida hace más de cincuenta años. Los días de notificación por nota son allí los martes y los viernes, pero cuando los abogados o apoderados acuden en masa a las secretarías de juzgado a leer esas notificaciones, los expedientes les son entregados inmediatamente para su lectura sobre unos largos mostradores. Una práctica permitida por el nivel cultural, cívico y jurídico de un pueblo, se transforma, casi siempre, en un monstruoso enredo cuando se le transplanta a otra realidad con un nivel educativo y de formación jurídica inferior, y cuando el poder político y la arbitrariedad de los jueces campean como fuerzas irrefragables. Algunos magistrados vieron en la notificación por cédula de todos los actos procesales una molestia para el Poder Judicial. No repararon en que el litigante paga por cada notificación más de su costo real y que el Poder Judicial está obligado a prestar este servicio público, y mayormente si se paga por él.

[13] En los Estados Unidos, los jueces federales de todos los niveles son nombrados por el Presidente de la República y confirmados por el Senado. Para el nombramiento, el Presidente es asistido por sus consejeros y por la oficina del Fiscal General, para quienes no cuenta mucho la formación jurídica de los candidatos, sino sus opiniones sociales, económicas y políticas y, prioritariamente, su pertenencia a las clases adineradas. Los jueces federales pueden ser removidos por una acusación (impeachment) de la Cámara de Representantes ante el Senado, el que decide por una mayoría de dos tercios. El nombramiento de los jueces es por elección en veinte estados; en los demás, los nombra el gobernador. Cfm. Joseph J. DARBY, profesor de la Universidad de San Diego, Garanties et limites à l'indépendance et à l'impartialité du juge aux états-Unis d'Amérique, en Revue Internationale de Droit Comparé, Paris, 2003, nº 2, pág. 351.

[14] En el libro del Autor del presente Artículo, Documentos Constitucionales de la Historia Universal, Lima, EDIAL, 2003, puede verse la evolución del constitucionalismo a partir de sus documentos más importantes, incluidas las constituciones paradigmáticas en esta evolución.

[15] El Tribunal Constitucional, por su sentencia recaída en los Exps. nº 003-2001-AI/TC y 006-2001-AI/TC, había declarado, sin embargo, que el requisito indicado no era incompatible con el art. 151º de la Constitución, decisión errónea evidente. Sin renunciar a esta posición, en la sentencia del 25/4/2006, indicada, recurre como fundamento para declarar la inconstitucionalidad del requisito de la aprobación de los programas de la Academia de la Magistratura al inc. c) del art. 25º del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y al inc. c) del art. 23º. 1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que declaran el “acceso, en condiciones generales de igualdad, a las funciones públicas del país”. Resulta gratificante que los tratados internacionales sobre derechos humanos sean aplicados por el Tribunal Constitucional. Pero, en este caso, el Tribunal Constitucional debió haber fundado su decisión, en primer lugar, en el texto expreso de la Constitución. La aprobación de los cursos de la Academia de la Magistratura se la exigían incluso a los postulantes a vocales de la Corte Suprema, en contravención del art. 147º de la Constitución que no trae ese requisito. Este caso de flagrante inconstitucionalidad pudo haber sido resuelto por el Consejo Nacional de la Magistratura, aplicando el art. 51º de la Constitución, pero no lo hizo. Con la exigencia de la aprobación de los programas de la Academia de la Magistratura se dan, muchas veces, situaciones absurdas, como la de someter al dictado de sus cursos por docentes de baja categoría a profesores universitarios, doctores y maestros. El personal docente de esa Academia debería ser nombrado por riguroso concurso ante un jurado constituido por magistrados de la Corte Suprema y de las fiscalías supremas, y por delegados de los colegios de abogados y de las facultades de Derecho, con el nivel equivalente al de profesores principales. Esa importantísimo función pública no debería ser una prebenda de determinados grupos de abogados de ciertos estudios jurídicos.

[16] El artículo cuarto de la R. Adm. 491-CME-PJ, del 16/10/1997, citado en la decisión indicada, dispone: “Las resoluciones judiciales expedidas o que expidan los magistrados en asuntos juridiccionales, no serán materia de conocimiento, investigación ni de competencia de la OCMA, de la ODICMA y de las Unidades Contraloras de la Sede Central, teniendo para ello los sujetos de la relación jurídico procesal expedito su derecho de ejercitar y/o interponer dentro del mismo proceso o juicio, los medios impugnatorios que corresponda en estricta aplicación de la instancia plural que garantiza el inciso 6º del Artículo 139º de la Constitución Política del Perú.” En otros términos, con esta simple resolución administrativa se dejó sin efecto los artículos 184º y 206º a 211º de la Ley Orgánica del Poder Judicial y se eliminó, así, toda posibilidad de investigar y sancionar a los jueces por sus infracciones a la legalidad. La Resolución Administrativa 491-CME-PJ fue expedida por la Comisión Ejecutiva del Poder Judicial (de intervención) conformada por los entonces vocales supremos Luis Serpa Segura y Alipio Montes de Oca Begazo, y por el ex marino José Dellepiane Massa. Es una manifestación del autoritarismo del régimen político de la década del noventa. Los dos primeros fueron expulsados del Poder Judicial y el otro enjuiciado, por su gestión y complicidad con ciertos hechos de corrupción de ese régimen político. La crisis que adolece actualmente el Poder Judicial tiene como ingrediente la vigencia de disposiciones ilegítimas, como la mencionada.

[17] El Autor del presente artículo, como Presidente de la Asociación Peruana de Abogados Laboralistas, remitió, el 21/3/2002, al representante ante el Congreso de la República, Daniel Estrada Pérez, miembro de la Comisión de Justicia, su opinión sobre el proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial en la que le decía que, con respeto a la investigación de la conducta de los jueces, los órganos de control del Poder Judicial, a los que se debía denominar Consejos de Investigación del Poder Judicial deberían tener la siguiente composición: “1.- Para la investigación de la conducta de los vocales supremos: 1.1.- Un vocal supremo elegido por votación directa y secreta de los vocales supremos; 1.2.- Un representante de los colegios de Abogados de la República elegidos por votación universal, directa y secreta de los miembros de los Colegios de Abogados; 1.3 Un representante de las Facultades de Derecho de las universidades nacionales y privadas, elegido en votación directa, universal y secreta de los profesores titulares de las mismas.” Se pedía también la creación de consejos similares en los distritos judiciales con una composición semejante, y otro tanto para el Ministerio Público. Una parte de ese documento criticaba acerbamente la intervención definitiva del Fiscal de la Nación, el que, según el proyecto de la Ley Orgánica del Poder Judicial, debía decidir si procedía o no denunciar a los jueces por el delito de prevaricato, con lo cual “este funcionario se convertiría en el único juez de jueces y fiscales”. El Autor le hizo llegar luego al Presidente de la Comisión de Justicia del Congreso de la República, Alcides Chamorro Balbín, el 17/9/2002, un ejemplar de la misma opinión sobre la Ley Orgánica del Poder Judicial, que fue tomado como material de base para el proyecto de la Ley 28149.

[18]  En efecto, el artículo 212º de la Ley Orgánica del Poder Judicial establece que “No da lugar a sanción la discrepancia de opinión ni de criterio en la resolución de los procesos.” Sin embargo, este artículo no deroga la norma de esa misma Ley que dispone “Existe responsabilidad disciplinaria en los siguientes casos: 1.- Por infracción a los deberes y prohibiciones establecidos en esta Ley;” (art. 201º), ni la norma que obliga a los magistrados a “Administrar justicia aplicando la norma jurídica pertinente...” (art. 184º,2). Es evidente que la discrepancia del litigante con la opinión o con el criterio articulado por un juez en una resolución, no puede ser una causa para sancionar al juez. Lo que la ley dispone es la sanción del juez por infringir la legalidad con el contenido de una resolución.

[19] El Decreto Legislativo 52 fue expedido por el Presidente de la República, Fernando Belaunde Terry, y refrendado por el Ministro de Justicia, Felipe Osterling Parodi, de los partidos Acción Popular y Popular Cristiano, respectivamente, integrantes de la alianza gobernante en ese momento.  Por otro lado, la Ley Orgánica del Ministerio Público priva al ciudadano del acceso directo a la justicia, al atribuirle al éste el monopolio de la acción penal, contra el texto de las Constituciones de 1979 (art. 250º, 1) y de 1993 (art. 159º,1) que disponen que corresponde al Ministerio Público “Promover de oficio, o a petición de parte, la acción judicial...”, lo que quiere decir que si una parte lo pide el fiscal debe hacer la denuncia penal, aunque él no esté de acuerdo, puesto que el texto constitucional le manda promover la acción judicial a petición de parte, y no lo faculta para privar de ese derecho a la parte que haga la petición. La dificultad para promover la acción de prevaricato contra los jueces tiene la misma raíz ideológica y política: controlar las acciones penales y someter a los jueces y fiscales a la presión del poder económico o político a cambio de la tolerancia de su parcialidad y, a la larga, de su impunidad.

[20] Véase la nota 17.

[21] Lima, EDIAL, 2003, pág. 13.

[22] En una conferencia pronunciada ante los jueces de trabajo de Lima, en 1999, el vocal de la Cámara Nacional de Apelaciones de la Capital Federal de Argentina, Rodolfo Capón Filas, decía: “El primer juez es el abogado.”, juez no sólo del litigio por promoverse o promovido, sino también del juez que conozca de éste.

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