domingo, 17 de julio de 2022

CAMBIOS EN LA SUPERESTRUCTURA POLÍTICA: EL ESTADO Y LA BUROCRACIA-Por Jorge Rendón Vásquez

 


CAMBIOS EN LA SUPERESTRUCTURA POLÍTICA: EL ESTADO Y LA BUROCRACIA[1]

Por Jorge Rendón Vásquez

 

1.– En la sociedad feudal, el Estado era una prolongación de la clase feudal, dominada por los reyes y la nobleza. Los territorios, con las personas que los habitaban, podían unirse o separarse por el matrimonio, el divorcio o la muerte de sus titulares, como objetos de su propiedad, y se heredaban. Con las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX aparecieron los estados nación, formados por ciudadanos iguales ante la ley que establecen las condiciones de su convivencia y la manera de gobernarse por contratos sociales.

Si bien este era el esquema político de esos estados, la clase capitalista en el poder excluyó luego del derecho de participar en las elecciones, para constituir los poderes legislativo y ejecutivo, a los obreros y otros trabajadores, imponiéndoles ciertas exigencias económicas que no podían cumplir. Correlativamente, el Estado asumió dos clases de funciones: actuar como el comité de los capitalistas para el gobierno de la sociedad y la represión de la clase obrera, y la prestación de los servicios mínimos, que Adam Smith había señalado, complementarios de esa primera función.[2] Marx y Engels dijeron, por ello, en el Manifiesto Comunista: “El Gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa.”

El desarrollo del capitalismo, la lucha de clases y la conquista del derecho de participar en las elecciones por los trabajadores y las mujeres le han creado al Estado nuevas funciones.

2.– La noción de servicio público, que se insinuaba en el siglo XIX como una obligación del Estado burgués, siguiendo la indicada recomendación de Adam Smith, ha pasado a ser un componente fundamental de la acción estatal. Desde que León Duguit desarrollara esta noción a fines del siglo XIX, como una manifestación de la solidaridad social, hoy se le admite como la razón de ser del Estado, por encargo y decisión de los ciudadanos. Los servicios públicos son de una gama muy variada: administración de los asuntos públicos, seguridad exterior, seguridad interior, administración de justicia, educación y formación profesional, prestaciones de salud, seguridad social, vivienda, transportes y comunicaciones, promoción del progreso material, social y cultural, etc. En su mayor parte, estos servicios tienen como beneficiarios a los trabajadores y sus familias, para quienes su costo se paga con una parte de la plusvalía y de las remuneraciones que el Estado toma por la vía de los tributos; para los capitalistas son una suerte de inversión destinada a lograr trabajadores más eficientes, con menos preocupaciones y con la atención separada de la protesta y la tentación de la revolución social.

3.– Correlativamente, los ciudadanos tienden a considerar al Estado cada vez más como una entidad a su servicio y susceptible de crítica, opinión que, en los países con democracias más estables, puede convertirse en tendencias electorales y, en ciertos casos, llevar a cambios de gobierno por la presión popular o acciones de fuerza.

4.– Por las funciones que desempeña, el Estado ha tenido que absorber una cantidad progresivamente mayor de funcionarios y empleados de apoyo, que se han profesionalizado como titulares de la carrera administrativa. Un importante paso en esta dirección fue la creación en Gran Bretaña, en 1853, del civil service como un cuerpo permanente seleccionado por concurso, que imitaron otros países, para atender las funciones del Estado en correlación con las necesidades del capitalismo y su desarrollo. Este cuerpo fue encargado de la prestación de los servicios públicos y del cumplimiento de las leyes, y lo hizo en aquel país con gran profesionalismo, incluso contra la dirección política cuando esta trataba de dejar de lado la normativa legal. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, se creó en Francia la Escuela Nacional de Administración (ENA), por el acuerdo de todas las fuerzas políticas, para formar los jefes de la administración pública a partir de cierto nivel hacia arriba, con la intención de lograr así una administración pública altamente capacitada, eficiente e imparcial. La difusión de la noción de Estado de Derecho, la labor de las facultades de Derecho y el control por la prensa independiente han remarcado la obligación legal de los funcionarios y empleados públicos de sujetarse a la ley en sus actos y decisiones, lo que conlleva una independencia de estos de grado diverso frente a los grupos de presión, incluidos los capitalistas. Esta independencia ha hecho de los agentes del Estado un estamento distinto a cómo eran sus homólogos en el siglo XIX.

5.– Con el desarrollo y la importancia creciente del aparato estatal los funcionarios públicos se han convertido en un grupo dotado cada vez más del poder de decidir sobre los bienes, las acciones y la libertad de las personas, aunque algunos todavía subordinados ideológicamente al poder empresarial que puede dictarles sus decisiones más importantes a través de sus políticos de clase o contratados.[3] Es un estamento al que Max Weber denominó la burocracia,[4] una creación del sistema capitalista, integrada por la nueva clase profesional, lo que implica una estatización cada vez más acentuada de la sociedad.[5]

 Esta burocracia, por su poder, tiende en muchos países, sobre todo menos desarrollados económica, jurídica y culturalmente, a actuar arbitrariamente y a devenir un vivero de corrupción.

Dejando de lado u opacando su razón de ser, consistente en la prestación eficiente y oportuna de los servicios públicos, una gran parte de funcionarios entiende que su función se cumple si se ajustan a reglamentaciones excesivas e inútiles que postergan o anulan la posibilidad de prestar esos servicios a sus beneficiarios o interesados, lo que convierte a su trabajo en parasitario. Esta burocratización de la función pública se asocia con la arbitrariedad, o la emisión de decisiones sin fundamento legal o con una parodia de legalidad, cuando no hay normas de sanción que se apliquen efectivamente a los funcionarios y empleados que incurren en tales conductas. La corrupción de los funcionarios públicos, consistente en tomar dinero para hacer lo que la ley prohíbe en beneficio de particulares y propio, es otro mal endémico del Estado, favorecido por la contratación de obras públicas y la adquisición de bienes y servicios, y por la inexistencia o insuficiencia de procedimientos de control por la ciudadanía. El nombramiento de funcionarios y empleados públicos, prescindiendo de las reglas de la carrera administrativa, es una de las condiciones de ambas plagas. Y hay partidos políticos que instruyen a sus dirigentes para el ejercicio de la corrupción que requiere el conocimiento, casi siempre profundo, de las normas rectoras de la percepción de los ingresos del Estado y de su gasto. En los hechos, al pueblo le es muy difícil morigerar y menos aún hacer desaparecer esas tendencias, salvo si diseñara una manera de sobreponerse a ellas, combinando el control social y la aplicación de sanciones apropiadas.



[1] De mi libro Páginas de marxismo, Lima, 2020, en elaboración.

[2] Adam Smith decía: “Según el sistema de libertad negociante, al Soberano solo quedan tres obligaciones principales que atender, obligaciones de gran importancia y de la mayor consideración, pero muy obvias e inteligibles: la primera, proteger a la sociedad de la violencia e invasión de otras sociedades independientes; la segunda, poner en lo posible a cubierto de la injusticia y opresión de un miembro de la república a otro que lo sea también de la misma, o la obligación de establecer una exacta justicia entre sus pueblos; y la tercera, la de mantener y erigir ciertas obras y establecimientos públicos, a que nunca pueden alcanzar ni acomodarse los intereses de los particulares o de pocos individuos, sino los de toda la sociedad en común, por cuanto no obstante que sus utilidades recompensen superabundantemente los gastos al cuerpo general de la nación, nunca satisfarán esta recompensa si los hiciese un particular.” La riqueza de las naciones, cit., Libro IV, capítulo IX, sección 2, pág. 454.

[3] Cfm. mi libro El capitalismo, una historia en marcha … hacia otra etapa, Lima, 2018, cap. VI, págs. 365 a 380.

[4] Max Weber dice: “La burocracia moderna se distingue ante todo […] por una cualidad que refuerza su carácter de inevitable de modo considerablemente más definitivo que el de aquellas otras, a saber: por la especialización y la preparación profesionales racionales.” Y añade: “El futuro es de la burocratización…”, Sociología del derecho, Granada, Editorial Comara, pág. 281.

[5] Al capitalismo neoliberal esa tendencia le ha sido inconveniente. En Gran Bretaña, ya el gobierno conservador de Margaret Tatcher, en la década del 80’ del siglo pasado, pretendió sustituir a los funcionarios de los niveles más altos por ejecutivos empresariales. Y, más recientemente, el gobierno, también conservador, de Boris Johnson se ha propuesto modificar el civil service en esa dirección. Cecilia Maza, Londres, El Confidencial, 30/6/2020. Otra corriente de cambio de la burocracia estatal ha sido, en Francia, la eliminación de la ENA y su sustitución por el Instituto Nacional de Administración Pública, en enero de 2020, con funciones similares a aquella, pero con concursos más abiertos a postulantes de las clases populares.


viernes, 8 de julio de 2022

EL FIN DE LA TUTELA DE LA CLASE OBRERA POR LOS INTELECTUALES Y EL AVANCE DE LA CLASE PROFESIONAL EMERGENTE- Por Jorge Rendón Vásquez

 


EL FIN DE LA TUTELA DE LA CLASE OBRERA POR LOS INTELECTUALES Y EL AVANCE DE LA CLASE PROFESIONAL EMERGENTE

Por Jorge Rendón Vásquez

  Todo trabajo es intelectual y físico en proporciones distintas. Es intelectual porque el proceso del trabajo debe estar ya configurado en la mente antes de empezar como un conjunto de juicios y relaciones de causa a efecto, acumulados por el aprendizaje y la experiencia y porque es la mente la que lo conduce desde su concepción inicial hasta su finalización. Es físico porque requiere la participación de los sentidos y los movimientos del cuerpo, en particular de las manos. No hay trabajo exclusivamente mental ni exclusivamente físico. El trabajo preponderantemente mental se auxilia con las manos y el habla: escribir, preguntar, teclear en la computadora, etc.; y el trabajo con un gran componente físico, por el contacto con los medios de producción que se manipulan y utilizan, no deja de ser mental ni un instante.

    Por lo tanto, la división del trabajo en intelectual y manual es errónea.

  El trabajo constituido por una gran participación de la mente y por el juego de los conceptos y juicios más abstractos se ha polarizado como una actividad para la cual se requiere una formación intensa y, por lo general, de larga duración debido a que la mente no es como la memoria de una computadora que se puede cargar a voluntad. Necesita cierto número de repeticiones y el establecimiento de relaciones con los nuevos conceptos adquiridos y una mente habituada a trabajar con estos procesos y ávida de conocerlos y, lo más difícil y escaso, afanada por llegar a nuevas ideas. En el curso de la historia, este trabajo se ha concentrado, en gran parte, en el plano de la superestructurea ideológica, y ha estado a cargo de gentes a las que se ha denominado genéricamente intelectuales, salidos en su mayor parte de las clases sociales dominantes o asimilados por ellas, en cada sistema económico.

    Los más grandes intelectuales del sistema esclavista vivieron en la Grecia de la Antigüedad y sus aportes al desarrollo de la civilización occidental, logrados gracias a la libertad de pensamiento, fueron trascendentales para la humanidad. Los intelectuales del feudalismo pertenecieron a la Iglesia Católica como monjes y curas integrados en una estructura burocrática vertical que monopolizó el conocimiento, sometiéndolo a sus dogmas y oscureciéndolo en los 1500 años que duró su hegemonía. El sistema capitalista formó sus intelectuales, reaccionando contra la dogmática religiosa desde el siglo XV y atreviéndose a pensar libremente. Fueron estos intelectuales —la burguesía del talento, como se les denominaba— los que promovieron la Revolución Francesa en 1789 que abatió al feudalismo y, al difundir la noción de igualdad de todos ante la ley, puso la base de la democracia contemporánea.

    En el siglo XIX, cuando el capitalismo se desarrollaba ya inconteniblemente, emergió una intelectualidad salida de la burguesía y la pequeña burguesía que se sensibilizó por la condición de la clase obrera. Estaba formada por intelectuales en su mayor parte egresados en las universidades europeas que se acercaban a la clase obrera por compasión, solidaridad, conveniencia o el convencimiento de que esta clase, liberándose de la explotación, podría ayudar al establecimiento de una sociedad igualitaria. Muchos de ellos eran judíos, a los que se discriminaba, perseguía y exterminaba en grado diverso, que se entregaron a la lucha por la democracia, la igualdad y el derecho de ciudadanía.

  Esos intelectuales, identificados ideológicamente con la clase obrera, impulsaron la formación de una conciencia de clase y política en esta y, guiándola hacia su liberación de la explotación, se convirtieron en sus dirigentes políticos naturales. Eran los “intelectuales orgánicos” de la clase obrera, a los que aludió más tarde Gramsci.[1] Su simbiosis con esta clase fue un hecho necesario e inevitable, puesto que los obreros, por su formación para las tareas de ejecución en las fábricas y los talleres, no estaban capacitados para las complejas y especializadas tareas de la actividad política y del debate ideológico. En realidad, la intervención de los intelectuales como dirigentes políticos y, en ciertos casos, sindicales de los obreros venía a ser como una tutela de la que nadie hablaba, pero que se aceptaba por unos y otros. En adelante, esta tutela ha sido ejercida por las direcciones de los partidos socialdemócratas, comunistas y otros conformadas en su mayoría por intelectuales. La revolución rusa de 1917 y la alemana de 1918 fueron impulsadas por ellos y, se diría más exactamente, que fueron su obra.

   A partir de la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, los intelectuales europeos y de otras partes comenzaron a interesarse cada vez menos por los movimientos obreros y se alejaron de estos. También cambió la noción de intelectual. Se redujo a lo que Gramsci llamó “el tipo tradicional y vulgarizado del intelectual” que es el literato, el filósofo y el artista.[2]

   En lugar del intelectual incorporado a las empresas para el ejercicio de tareas de dirección, encuadramiento y control se ha generalizado la figura del profesional universitario que, por lo general, no es un intelectual ni, casi siempre, le importa serlo. Y, poco a poco, el conjunto de profesionales universitarios se ha convertido en una nueva clase social, integrada como parte orgánica en las empresas, una clase cuyos miembros, si bien trabajan en relación de dependencia por una remuneración, como otros trabajadores empleados y obreros, es ya un nuevo grupo social en ascenso, creado por la evolución del sistema capitalista y como un contrario dialéctico de este. Esta nueva clase se reproduce no solo en la estructura económica, sino, además, en la superestructura política: el Estado y los partidos políticos; en la superestructura jurídica: el Poder Judicial y el Ministerio Público; y en la superestructura ideológica: las universidades, los medios de comunicación social y la cultura.

    El enrarecimiento y, en muchos casos, la desaparición de la tutela de la clase obrera por los intelectuales ha dejado a esta en la orfandad ideológica y la ha reducido a una actitud casi exclusivamente económica, ya no tanto por la obtención de nuevos derechos sociales ni, mucho menos, por un cambio cualitativo en la sociedad, salvo algunos, sino solo por la conservación de los derechos que aún le quedan, frente a la ofensiva del neoliberalismo empeñado en acumular más capital a costa de los ingresos de los trabajadores que crean la riqueza. Mas aún: numerosas organizaciones sindicales han pasado a cooperar con el capitalismo, ejerciendo la función de amortiguar la reacción directa de los trabajadores. En la práctica, sus dirigentes son también profesionales permanentes de la gestión sindical. Tal la razón de que la ley les permita ser ajenos a las empresas o a la actividad profesional de la organización sindical a la cual representan y que presten sus servicios por contrato, como cualquier otro funcionario.

    Estas constataciones llevan necesariamente a un replanteamiento de la manera como se podría encarar la evolución de la sociedad en el corto, mediano y largo plazo.

(Comentos, 8/7/2022)

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[1] La formación de los intelectuales en Los intelectuales y la formación de la cultura, Buenos Aires, Ed. Lautaro, 1960: “los intelectuales «orgánicos» que cada nueva clase crea consigo misma y forma en su desarrollo progresivo”, pág. 12.

[2] Cit. pág. 15.

domingo, 3 de julio de 2022

EDAD DE LOS DOCENTES UNIVERSITARIOS: “LOS JÓVENES A LA TUMBA, LOS VIEJOS A LA OBRA”- Por Jorge Rendón Vásquez

 



EDAD DE LOS DOCENTES UNIVERSITARIOS:

“LOS JÓVENES A LA TUMBA, LOS VIEJOS A LA OBRA”

Por Jorge Rendón Vásquez

 

La Ley 30220, del 8/7/2014, dispuso por su artículo 84º que “La edad máxima para el ejercicio de la docencia en la universidad pública es setenta años.”

Tuvo que hacerlo para ceñirse a la edad máxima de los empleados públicos establecida originariamente en 70 años por la Ley del Estatuto y Escalafón del Servicio Civil del Estado, de 1951. Por ello, ninguna de las leyes universitarias anteriores se refería a la edad máxima para el ejercicio de la docencia universitaria. Y los docentes partían tranquilamente a la cesantía o la jubilación al llegar a esa edad.

Esta regla comenzó a ser discutida por un docente de la Universidad Federico Villareal, a fines de la década del noventa pasada, que se empecinó en no irse. Acudió a la Justicia, pero no obtuvo lo que quería. Sin embargo, la noticia se difundió entre los docentes universitarios que estaban por llegar a esa edad y se fueron quedando con la complacencia ilegal de las administraciones universitarias, alegando que la autonomía universitaria los amparaba.

Desde comienzos de la nueva centuria los gerontes se apoderaron así de la docencia universitaria y no la soltaban hasta su muerte, cuando otro geronte ocupaba su lugar. Era penoso ver a muchos de esos ancianos, apoyados en bastones y otros acompañados por algún asistente, dictando clases con la voz quebrada apenas audible. ¿Se podía esperar de ellos alguna renovación de las ciencias, alguna nueva información para la importante función pública de formar los cuadros que los aparatos productivo y estatal requieren? Y, por supuesto, los concursos para la admisión en la docencia universitaria se esfumaron, aunque detrás de cada uno de esos ancianos los docentes jóvenes con mayores méritos esperaran inútilmente en línea vertical la posibilidad de promoverse.

Por lo tanto, cuando se dio la vigente Ley Universitaria, los docentes que estaban por llegar a los 70 años protestaron y pidieron la derogación de la norma que fija la edad máxima. Algo consiguieron con la Ley 30967 del 15/12/2017 que subió esa edad a 75 años. Pero han seguido insistiendo y buscando parlamentarios de cualquier tienda política que se presten a su propósito.

Ahora han encontrado a dos representantes que se han interesado en ayudarlos: Edwin Martínez Talavera, de Acción Popular, quien ha presentado el proyecto de derogatoria de la norma que fija la edad máxima para el ejercicio de la docencia universitaria y dispone la readmisión de los docentes que fueron cesados por límite de edad anteriormente, y Esdras Medina Minaya, de Renovación Popular, quien preside la Comisión de Educación.

Este proyecto ha sido aprobado en primera votación por 62 votos a favor, 1 en contra y 21 abstenciones el 17/6/2022 y está en espera de la segunda votación.

 Los únicos argumentos emitidos son 1) que “el cese de los profesores de 75 o más años afecta la calidad de formación de profesionales a nivel nacional, porque dejarían a las universidades públicas sin los profesores con mayor experiencia”; y 2) que la pensión de jubilación del docente es de monto menor al sueldo de docente universitario: “un profesor principal que ganaba S/. 7,000, con el cese pasa a ganar una pensión en la AFP de apenas S/. 1000 mensuales”.

Es decir, se trata de consagrar como precepto que la senectud es más productiva que la juventud y que el sueldo universitario queda convertido en pensión vitalicia.

Algo contraproducente para atender las necesidades económicas, sociales y científicas de nuestro país.

En casi todos los demás países, y en particular en los más desarrollados, la edad máxima para el ejercicio de la docencia universitaria es 65 años con la posibilidad de permanecer dos o tres años más en algún instituto de investigación, aunque sin percibir el sueldo universitario, sino la pensión de jubilación.

El subdesarrollo económico, social y cultural de nuestro país es el resultado de su universidad subdesarrollada a cargo de gerontes que, para mantener su posición, nada hicieron para promover los estudios de maestría y doctorado y su culminación con las tesis correspondientes, salvo alguns excepciones.

La vigente Ley 30220, que dispuso que la docencia universitaria requiere los grados de maestro y doctor, les dio a quienes no los tenían un plazo de 5 años para obtenerlos. Este plazo se venció y más del 90% de esos docentes no pudo obtener la maestría. De nuevo la presión y una ley, la nº 31364 del 29/11/2021, extendió ese plazo hasta el 31 de diciembre de 2023. ¿Lo lograrán? El pronóstico es reservado, por no decir imposible para la mayoría de ellos, por una simple razón: su mente y su resistencia al estudio y a la investigación no lo permiten. Pasados los 40 años sin haber cultivado los hábitos de estudio y fichaje no es posible asumirlos, menos aún el aprendizaje de una lengua extranjera para la aprobación de la maestría y de dos para la del doctorado. Esa es la causa de que más del 95% de los alumnos de la maestría y el doctorado, en su mayor parte mayores de esa edad, no lleguen a la redacción de las tesis ni a familiarizarse con los idiomas extranjeros. Además, como sucede en Estados Unidos, los países europeos y otros desarrollados económica y culturalmente, incluidos Argentina, Brasil y México, los estudios de maestría y doctorado requieren dedicación exclusiva. No son estudios marginales, y el grado de doctor es obligatorio para intervenir en los concursos para la docencia universitaria. Esta constatación ha determinado que en Europa las becas para el doctorado se limiten a los estudiantes de no más de 35 años.

Como se ve por el proyecto aprobado, aquí es al revés, y los docentes universitarios jóvenes, probablemente anonadados por el temor reverencial, prefieren guardar un silencio que los perjudica.

Una apostilla final: los representantes al Congreso Edwin Martínez Talavera y Esdras Medina Minaya son arequipeños, y solo este tiene un título universitario obtenido a los 36 años sin pena ni gloria. Y estos representantes se permiten decidir sobre la formación universitaria. Parece ser la misma línea trazada con el escándalo de los 367 doctorados conferidos por la Universidad de San Agustín de Arequipa hace unos años por simple resolución administrativa y sin estudios, ni tesis ni conocimiento de dos idiomas extranjeros. Dos ilustres vocales de la Corte Suprema tuvieron el honor de solicitar y recibir esos doctorados. Por la composición del Congreso no es extraño que a los promotores del proyecto de ley en cuestión los hayan acompañado 60 representantes de méritos, se debe suponer, semejantes al de aquellos.

(Comentos, 3/7/2022)