sábado, 30 de octubre de 2021

ESTA SOCIEDAD, NUESTRA SOCIEDAD- Por Jorge Rendón Vásquez

 



ESTA SOCIEDAD, NUESTRA SOCIEDAD

Por Jorge Rendón Vásquez

 

Cuando un campesino indígena se encontraba en el camino con otro solían preguntarse a manera de saludo: ¿De dónde vienes? ¿adónde vas?

Las mismas preguntas podemos hacerle a nuestra sociedad.

Antes de que los conquistadores españoles se derramaran sobre el gran territorio del Tahuantinsuyo, la patria de nuestros remotos antecesores, habían aquí cientos de miles de hectáreas de tierras cultivadas con agua del cielo o llevada por canales que partían de las cumbres nevadas y recorrían cientos de kilómetros, inmensas manadas de auquénidos domesticados y una red de caminos que unían a los pueblos por alejados que estuvieran. Había también grandes construcciones pétreas y viviendas para todos. El oro y la plata, abundantes por doquier como efigies religiosas, vasijas domésticas y adornos, carecían de valor monetario. Todas estas obras y riqueza fueron realizadas día a día, en un período cuyo comienzo se hunde en el misterio del tiempo y que solo se explican por la inteligencia, el conocimiento de la naturaleza y la laboriosidad de aquellos remotos antecesores de nuestro pueblo.

Los conquistadores españoles se apoderaron de todo esto, autorizados por capitulaciones expedidas por las muy magnánimas majestades de España, redactadas por abogados del Consejo de Indias, salidos de la sapiente Universidad de Salamanca, y bendecidas por los papas y la noble jerarquía católica. Como los reyes de España no daban nada por nada, impusieron a los empresarios y mercenarios favorecidos con esos documentos que les entregaran el quinto de cuanto bien o servicio se apoderaran u obtuvieran de las poblaciones y territorios conquistados (se diría ahora el 20%). Previendo que los pueblos de tan lejanas tierras resistirían la dominación, los reyes de España confirieron a los conquistadores, por cláusulas explícitas e implícitas, el derecho de esclavizar, sojuzgar, depredar, matar, torturar y despreciar a sus habitantes y arrancarles el fruto de su trabajo que pasaría a convertirse en propiedad de los reales socios comanditarios y de sus comisionados.

En la Europa de los siglos XV y posteriores, la explotación de los siervos y, luego, la de los obreros se basaba en el predominio legal e ideológico de los señores feudales, la nobleza parasitaria, los maestros y los capitalistas sobre gentes que eran racialmente iguales.

En la América hispánica, a esa dominación absoluta se añadió la discriminación racial. Por disposiciones del Consejo de Indias, el ministerio de colonias de España, la sociedad fue dividida en castas raciales, de manera que los blancos quedaron situados en la cúspide de la pirámide racial con todos los poderes, siguiendo hacia abajo los mestizos, pardos, negros y, en el último lugar, los indios, en una situación cercana a la de las bestias.

Solo los blancos podían ser propietarios de fundos, minas, obrajes y tiendas de comercio, educarse, ocupar los cargos del virreinato, y ser parte de la vida social y cultural. Los mestizos, pardos, negros e indios estaban destinados al trabajo: los negros no podían ser sino esclavos; los indios siervos, salvo los de comunidades respetuosas de las leyes de España; los mestizos y pardos artesanos o auxiliares de los blancos en el sojuzgamiento y la represión de los negros e indios. Y, en la mente de todos ellos, se creó una ideología de superioridad natural en la casta blanca y de sumisión e impotencia en las castas calificadas como inferiores.

Establecida la República, por la acción de los ejércitos libertadores venidos de Argentina, Chile y la Gran Colombia, la estratificación social del virreinato, sólidamente instalada en la mente de todos, se mantuvo en vigencia. El poder de mandar fue heredado por la casta blanca, sobre todo la avecindada en Lima, ciudad que, por ello, y por la obsecuencia de sus dependientes continuó siendo el centro del dominio estatal y cultural en la República.

Durante los cien años que siguieron, como había acontecido en los trescientos de dominación hispánica, no se añadió ni una hectárea a las tierras cultivadas, la actividad productiva más importante. Al contrario, se perdieron muchas, por abandonó o pérdida de los canales que las abastecían de agua. Tampoco se construyó algún camino nuevo. Las minas se agotaron. La oligarquía blanca y sus segundones se dedicaron a parasitar a sus trabajadores y al Estado y a hacer de la corrupción una regla normal de vida.

Hacia fines del siglo XIX, el capitalismo recién pudo abrirse camino, y aparecieron nuevas empresas y con ellas una pequeña clase obrera, conformada, en su mayor parte, por trabajadores mestizos radicados en las ciudades o emigrados a ellas. Y también comenzó a cambiar el panorama político, muy lenta y difícilmente, por la presencia de estos nuevos ciudadanos, cuyos votos resultaron necesarios para los candidatos de la oligarquía y sus vasallos profesionales.

Pero el capitalismo, incipiente y débil, fue incapaz de desarrollarse por sí y sobreponerse a la economía feudal. Requería el impulso del Estado que advino con el Leguiismo y el Velasquismo.

En la tercera década del siglo XX, el presidente de la República Augusto B. Leguía, le atribuyó al Estado una función promotora de la economía, para lo cual creó el Banco Central y la Contraloría General de la República, promovió las inversiones extranjeras y el desarrollo de entidades financieras e industriales, inició una legislación laboral favorable a los empleados privados y la primera reforma universitaria, emprendió una política de irrigaciones (Olmos, El Imperial, La Joya) y la construcción de nuevos caminos, utilizando en parte mano de obra indígena forzada (la conscripción vial). Para la oligarquía, dueña de las haciendas más grandes de la Costa, y para el gamonalismo feudal de la Sierra, estos cambios no podían ser admitidos, aunque se beneficiaran de algún modo con ellos, y se concertaron para echar abajo a Leguía con la complicidad de una parte de la oficialidad militar, la clase media blanca y cierta población carente de conciencia política, ante la incomprensión de los grupos contestarios de izquierda que habían surgido en las dos décadas anteriores. Mal comienzo para esta izquierda que en los noventa años posteriores ha seguido siendo, en los hechos, tributaria de la oligarquía y a la que las clases trabajadoras no le deben ninguna norma de protección.

El Perú de hoy, su economía y su conformación social, política y cultural es el resultado del arranque (el take off) emprendido por el grupo de oficiales de las Fuerzas Armadas y los técnicos civiles que comandó el general Juan Velasco Alvarado, entre 1968 y 1975. El feudalismo fue disuelto y la oligarquía agropecuaria liquidada, las tierras expropiadas fueron entregadas a sus trabajadores, se crearon nuevos derechos sociales, el Estado asumió un rol promotor del desarrollo, se impulsó la industrialización, se promovió una reforma educacional para el trabajo y el desarrollo de la personalidad de los educandos (saboteada por los grupos de cierta pretendida izquierda conformes con la oligarquía y el feudalismo), se pusieron las bases de un Poder Judicial independiente de los grandes intereses económicos y basado en los méritos de los concursantes, etc.; y, poco después, el Perú se convirtió en un gran mercado, bullente de producción e intercambio, en el que comenzaron a surgir nuevos grupos capitalistas y una nueva clase profesional procedente de las capas trabajadoras urbanas y rurales, en su mayor parte mestizas.

En los 45 años posteriores al gobierno de Velasco, la conformación social y política del Perú cambió respecto de la que había existido hasta antes de aquel momento.

En las elecciones de 2021, una parte de la nueva clase profesional provinciana, organizada en un nuevo partido y sin experiencia en el manejo del Estado, se movió hacia el poder político y, en la primera vuelta electoral, logró colocar a 37 representantes en el Congreso de la República y, en la segunda, su candidato ganó la Presidencia de la República, un maestro de escuela de origen campesino, limpio y con muchas ganas de darle a las mayorías sociales más equidad y oportunidades. Para el poder empresarial y su base social, el establishment limeño y blanco, esto era inaudito, porque rompía los cánones discriminatorios de la conquista hispánica y les arrebataba el dominio del Poder Ejecutivo que siempre habían ejercido por sí o por interpósita persona. No es extraño, por eso, que piensen en una segunda versión del descuartizamiento de Túpac Amaru. Sus soldados de choque, instalados en el Congreso de la República con los ojos cerrados ante los cambios en nuestra sociedad, no tienen otra fuerza de propulsión que su creencia de que pueden blandir su poder circunstancial sin consecuencias para ellos y para los grupos que los han financiado, y sin que les importe que su obstruccionismo perjudique a nuestro país y atente contra una existencia social armónica, una conducta que los ha hecho del todo disfuncionales y le evoca al pueblo la histórica frase: Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? 

 

Este conflicto no es meramente coyuntural, político. Es una contradicción de profundas raíces históricas, cuyo conocimiento exige la identificación minuciosa de sus términos antagónicos, tanto en la estructura capitalista, como realidad necesaria que requiere ser reformada, redistribuyendo la riqueza creada por el trabajo para convertirla en obras y servicios públicos, como en la superestructura política, asegurando la vigencia de una democracia y Estado de Derecho basados en una real igualdad de todos ante la ley y en la erradicación de la discriminación en todas sus formas, y en particular la racial cuyo ciclo debe ya terminar.

(Comentos, 30/10/2021)


lunes, 11 de octubre de 2021

CAMBIO DE MINISTROS: EN OCTUBRE NO HAY MILAGROS- Por Jorge Rendón Vásquez

 



CAMBIO DE MINISTROS: EN OCTUBRE NO HAY MILAGROS

Por Jorge Rendón Vásquez

 

La interpelación al ministro de Trabajo Iber Maraví, a la que podría haber seguido su censura por la coalición de los grupos derechistas y aventureros en el Congreso de la República, tuvo un desenlace esperado para algunos y sorpresivo para otros.

Quitándose el sombrero campesino, el Presidente de la República prefirió ceder, pero no del todo. Se deshizo de siete ministros, vilipendiados a diario por los periódicos, semanarios y la TV de Lima, no sin antes rebuscar por un lado y otro y escuchar a quienes no habían ganado las elecciones o lo atacaban. Cuando halló a los reemplazantes los juramentó.

Fue como echarle a la olla de la derecha con agua hirviendo un poco de agua fría.

Pero, con esta concesión ¿cesará esa derecha recalcitrante de atacar al Presidente de la República y al partido Perú Libre?

En octubre no hay milagros, ni después tampoco.

Para quienes no lo sepan En octubre no hay milagros es una novela de Oswaldo Reinoso, publicada en 1965, que reprodujo la trama de la novela Ulises de James Joyce y dejó la impronta de su impactante título.

Con este cambio, el presidente Pedro Castillo opta por la gobernabilidad, a criterio de la derecha. El quid consiste en determinar qué se entiende por ella.

La expresión gobernabilidad comenzó a ser usada luego de los movimientos sociales de la década del sesenta del siglo pasado que reclamaban la defensa y la extensión del Estado de Bienestar, más democracia y menos exclusión. La difundieron los técnicos del Banco Mundial en sus informes, aludiendo con ella a una actitud de cooperación e interacción entre el Estado y los actores sociales. En otros términos, propugnaban un diálogo sedativo ante una realidad social que debía permanecer intacta. En nuestro país, comenzó a utilizarla Alejandro Toledo cuando decidió tentar suerte aquí en la década del ochenta. Desde entonces, resurge de tiempo en tiempo, cuando la ola de protesta empieza a encresparse. Una definición más precisa de gobernabilidad sería la de mansedumbre de las grandes mayorías sociales o de los representantes de sus organizaciones reivindicativas.

Hace unos dos mil quinientos años, la política fue definida por Aristóteles como el gobierno de la ciudad (de la polis en griego antiguo). A comienzos del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo hizo de la política el conjunto de procedimientos para llegar al poder del Estado y mandar en los principados, las democracias o lo que fuera, por cualquier medio: sucesión dinástica, elecciones, golpes de Estado, acciones audaces, acuerdos parlamentarios, cabildeos e intrigas. La gratitud y la lealtad son valores extraños a la política. De allí la desvergonzada y célebre sentencia de Maquiavelo: el fin justifica los medios. Raymond Aron, al presentar, en 1962, una edición francesa de El Príncipe, la obra cumbre de este teórico, dijo por ello: “No hay necesidad de atribuir a nuestro autor una capacidad de disimulación, abyecta o sublime. Maquivelo se ha convertido en sabio y para nuestro siglo ebrio de ciencia, este adjetivo basta para todo. Maquiavelo es el fundador de la ciencia política”.

Mi punto de vista es, sin embargo, que la política puede y debe ser dotada de valores morales.

Antes de las elecciones de este año, Pedro Castillo no existía en la política peruana. Era un maestro de primaria y dirigente sindical con mucho empuje y una gran honestidad, cualidades que no suelen ser significativas en la política que, en nuestro país, es entendida, por quienes la practican desde que los conquistadores españoles subyugaron al Tahuantinsuyo, como el juego de trapacerías, acomodos, lambisconería, corrupción y otras movidas.

Con gran visión, los altos dirigentes del partido Perú Libre se fijaron en él y en su potencial y lo inventaron, postulándolo a la presidencia de la República, lo asistieron y desplegaron su acción en todo el Perú en una contienda en la que para la derecha y sus medios de prensa él era un candidato diminuto y sin ninguna posibilidad; y, sin embargo, ganó en la primera vuelta, llegando casi al 20% de la votación válida.

En ese momento, Pedro Castillo comenzó recién a existir para el poder empresarial y su prensa propia y alquilada, incluida la disfrazada de independiente. Y comenzaron los ataques contra él y Perú Libre, con todo: que la democracia estaba en peligro de expirar, que les quitarían sus propiedades a todos, y lo que circulaba más íntimamente en los barrios de más alto poder económico de Lima: que una ola de cholos serranos amenazaba a las familias blancas y sachablancas de Lima. ¡Qué horror¡  Nunca antes en el Perú se había asistido a una campaña mediatica y de propaganda con tal nivel de depredación. Y, a pesar de todo eso y contra viento y marea, el partido Perú Libre y Pedro Castillo convencieron a más de un 50% de la población electoral para que votaran por este en la segunda vuelta, y ganaron. Resistiéndose a admitir su derrota, la derecha y su candidata, ahítas de rabia, prosiguieron su ofensiva para despojar a Castillo de su triunfo en el conteo de votos, sin parar de menoscabarlo y agraviar a Perú Libre y a sus dirigentes. Pero, no tuvieron éxito, y Castillo fue proclamado Presidente de la República.

Después, la campaña de demolición ha continuado, esta vez con el objetivo de separar a Castillo de Perú Libre y, sobre todo, del dirigente fundador de este partido, presentados como los enemigos públicos de la buena sociedad limeña por quienes manufacturan la “opinión pública”. Cuando se supo quiénes serían los ministros, el poder empresarial oligárquico y sus valedores congresistas y periodistas los estudiaron a fondo y decidieron abatirlos uno tras otro y, de entrada, negarle el voto de confianza en el Congreso de la República al primer gabinete ministerial de Castillo. Pero, esta primera tentativa, preludiada por un torneo feudal de ataques sin ton ni son, no alcanzó los votos suficientes para echarlo abajo.

La derecha recalcitrante se desquitó, interpelando en el Congreso al ministro Iber Maraví. Fue otro torneo de imprecaciones sin fundamento en la Constitución y, en particular, en los artículos de esta que proclaman la presunción de inocencia y que la interpelación de los ministros solo procede en relación a sus acciones como tales. Será, por eso que se aferran tanto a esta Constitución, para violarla como quieran. El proyecto de interpretación auténtica de la Constitución para imponer sus condiciones al voto de confianza al consejo de ministros es otra muestra de ello.

Es de suponer que para el poder empresarial y su derecha recalcitrante el cambio de ministros es una buena señal, porque, tal vez piensan, que Pedro Castillo ya empieza a pasar por el aro. No les importan las motivaciones y cálculos distintos que haya tenido para removerlos, y, si les es posible gobernar con él, lo admitirán, siendo cada vez más exigentes y valiéndose de algunas trastadas recomendadas por Nicolas Maquiavelo. Hay razones, sin embargo, para creer que Pedro Castillo no se resignará a ser solo el Presidente del sombrero campesino.

Para las grandes mayorías sociales de nuestro país lo concreto es que las reformas prometidas en la campaña electoral deberán esperar, puesto que requieren leyes que dependen de la composición del Congreso. La posibilidad de promover algunas por decreto supremo es muy limitada, pero aun así, para acometerlas hace falta determinar lo que podría ser cambiado, y surge la duda de si estos ministros, salvo uno que otro, lo sabrán o se contentarán con dejarse llevar por la nave burocrática y la estructura neoliberal.

Ante esta perspectiva, es evidente que la campaña de capacitación política de las grandes mayorías sociales destinada a reforzar su conciencia de ser ellas los grandes actores de los cambios que ellas y nuestro país necesitan tendría que continuar, primero, porque que son ellas la razón de ser declarada por las cuales el partido Perú Libre y sus representantes están en la política, y segundo, porque son la fuerza que podrá neutralizar a la derecha oligárquica y sus instrumentos políticos.

(Comentos, 10/10/2021)


sábado, 2 de octubre de 2021

COMENZÓ UN TRES DE OCTUBRE -Por Jorge Rendón Vásquez

 



 

COMENZÓ UN TRES DE OCTUBRE …

Por Jorge Rendón Vásquez

 Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

 

¿Cómo se llegó al 3 de octubre de 1968?


No, desde luego, sólo a ese día, que el inmarcesible paso del tiempo debía alcanzar de todos modos, sino al proceso de cambios económicos y sociales que comenzó entonces en el Perú y se prolongó hasta julio de 1975.


Esta revolución sobrevino por la confluencia de tres grupos de factores: las contradicciones económicas y sociales de nuestro país, una ideología de cambio y la correlación de fuerzas al interior de las Fuerzas Armadas.


Los males y contradicciones de nuestra sociedad —que comenzaron antes aún de la conquista hispánica del Tahuantinsuyo y continuaron con la explotación feudal de las mayorías sociales y sus secuelas de oscurantismo e iniquidades— habían llegado al ápice de la crisis. La estructura capitalista, desarrollada desde fines del siglo XIX al interior de esa economía retrógrada, había dejado de avenirse con ella, contradicción a la que se añadió la del imperialismo con el pueblo y los intereses de una parte del capitalismo, cuya expansión aquél trababa. La descomunal corrupción de los grupos políticos, que habían venido gobernando y cogobernando al país, fue el habitual acompañamiento de esas contradicciones.


La revolución ideológica, surgida, primero, como un haz de denuncias contra la opresión de las mayorías sociales, en particular indias, desde fines del siglo XIX y, luego, definida por José Carlos Mariátegui como el planteamiento de una gran transformación económica y social, fue ganando la conciencia de los grupos más ilustrados y luego la de muchos hombres y mujeres de las clases sociales oprimidas hasta convertirse en un vendaval, que los medios de comunicación oligárquicos fueron ya impotentes de parar con la desinformación, la alienación y la propaganda adversa.


Las Fuerzas Armadas se constituyeron en el motor de esa revolución por la acción concurrente de factores sociales e ideológicos. La selección de sus oficiales por rigurosos exámenes de ingreso a sus escuelas de formación llevó a éstas a una mayoría de jóvenes procedentes de familias de clase media de bajos ingresos y a algunos de las clases trabajadoras. La instrucción en sus varios niveles allí recibida no fue sólo castrense; como en los demás centros de educación superior no pudo dejar de ofrecerles una visión real de la sociedad y del mundo, que la influencia de las escuelas militares de Estados Unidos y Europa no llegó a oscurecer del todo. La ideología del cambio social se abrió paso también, por lo tanto, en la conciencia de numerosos oficiales. En mi novela “El botín de la Buena Muerte” relato cómo pudo haber sido esta absorción inevitable, mientras recorrían las ciudades, pueblos, campos y selvas, y presenciaban los abusos cometidos con el pueblo.


A pesar de lo mucho que se ha escrito sobre la Revolución del 3 de octubre y sobre Juan Velasco Alvarado —en su mayor parte para denigrarlos— , las fuentes sobre la preparación de la insurrección son escasas, y pareciera que continúan envueltas en la bruma del secreto conspirativo.


Las cúpulas de las Fuerzas Armadas hacían política desde siempre, aunque más al servicio de ciertos grupos de la oligarquía de la cual se consideraban el brazo armado, tanto que ésta nunca necesitó poseer partidos políticos estables. Para muchos oficiales el derrotero natural de su vida eran los ascensos hasta los grados más elevados en los cuales los clanes oligárquicos buscaban seducirlos e incorporarlos a sus acaudalados ambientes, un modus operandi que para los más ambiciosos, hábiles e inescrupulosos podía conducir a la Presidencia de la República, como el grado de mayor jerarquía. La ciega disciplina (“las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones”) aseguraba la adhesión de los oficiales de graduación inferior, entre los cuales no pocos confiaban en que su amistad o genuflexión les redituarían alguna ventaja.


Esta actitud comenzó a variar desde el golpe de Estado del 18 de julio de 1962 que colocó en la cima del poder político a una trilogía de los jefes más encumbrados de las Fuerzas Armadas, como una acción institucional de éstas. Su intención era hacer Presidente de la República a Fernando Belaúnde Terry, quien había ocupado el segundo lugar en las elecciones de mayo de ese año. Lo apoyaban porque se había comprometido a realizar un conjunto de cambios que el comando de las Fuerzas Armadas estimaba indispensable. Se replegaron a sus cuarteles luego de facilitar su llegada a la Presidencia, para lo cual tuvieron que encerrar en la prisión selvática del Sepa a los mil dirigentes más conspicuos de los grupos de izquierda marxista, en enero de 1963.


Pero Belaunde los defraudó olímpicamente. Nunca tuvo la talla ni el coraje para emprender los cambios pactados. Su partido, Acción Popular, resultó un fiasco, y el Apra se convirtió en una fuerza obsecuente y aguerrida al servicio de la oligarquía y del imperialismo. Finalmente, Belaunde con el apoyo del Apra, se embarró en una fraudulenta negociación con la International Petroleum Co., que fue como el gatillo que disparó la Revolución.


¿Fue Velasco Alvarado el impulsor originario de la Revolución o fue más bien un grupo de coroneles, entre los cuales destacaban Leonidas Rodríguez Figueroa, Jorge Fernández Maldonado, Rafael Hoyos Rubio y Enrique Gallegos Venero, de ideología socialista, quienes se acercaron a él y le confiaron su propósito? En todo caso, Velasco Alvarado se hizo cargo con decisión del comando secreto de la conspiración y supo esperar mientras reunía las dos condiciones necesarias para triunfar: atraer a su causa a la mayor cantidad de oficiales de confianza, sobre todo coroneles y generales del Ejército, recomendándoles la mayor reserva posible; y llegar a la cúspide del comando. Por su parte, los cuatro coroneles mencionados, en contacto inmediato con él, se encargaron de elaborar el proyecto, que se denominaría Plan Inca, de las acciones con las cuales nuestro país sería puesto en el camino de cierta clase de socialismo.


Los generales comprometidos con el viejo régimen y los vacilantes fueron neutralizados por la firmeza de Velasco Alvarado y su grupo más cercano, cada vez más compacto ideológicamente. Entre la oficialidad, la mayoría simpatizó con el proyecto revolucionario, y la otra parte acató las decisiones del comando por disciplina. La Revolución se configuró así como una acción institucional de las Fuerzas Armadas que asumían la conducción del Estado, como si fueran un partido político, lo que conllevaba el control de los ascensos a coroneles y generales, la cobertura de los puestos con mando de tropa con jefes leales a ella y la información constante a los oficiales de las realizaciones del Gobierno y de su razón de ser.


Esta naturaleza de la Revolución, basada en la adhesión de los más altos jefes militares y en un equilibrio no siempre estable entre ellos, por los continuos ataques de la prensa oligárquica a cuya influencia muchos seguían siendo sensibles, la mantuvo al borde de una zozobra permanente, como su talón de Aquiles, y, a la larga, acabaría con ella.


El primer gran problema de este carácter fue una sesión del Consejo de Ministros, todos nombrados por Velasco Alvarado, celebrada el 23 de enero de 1969, en la cual el general Ángel Valdivia Morriberón, Ministro de Economía y Finanzas, propuso nombrar Presidente de la República al general Ernesto Montagne Sánchez, en vista de que Velasco Alvarado debía llegar a la edad del retiro unos días después, moción que fue aprobada por mayoría. Informado del acuerdo, Velasco llamó al entonces coronel Arturo Valdez Palacio, secretario del Consejo de Ministros y miembro del Cuerpo Jurídico Militar, y le pidió su opinión. Valdez Palacio le mostró el Estatuto de la Revolución. Y, sin perder ni un día, Velasco Alvarado, como Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y Comandante General del Ejército, convocó a una reunión de los comandantes de las tres Fuerzas Armadas a quienes, según ese Estatuto, correspondía el nombramiento del Presidente de la República. Valdivia Morriberón se excusó por el “error” cometido, y Velasco Alvarado continuó en la Presidencia de la República. Los ministros autores de este fallido golpe de Estado sólo pudieron ser erradicados del gobierno y de sus cuerpos algunos meses después cuando varios coroneles del núcleo revolucionario ascendieron a generales y creció la adhesión a Velasco y su grupo entre las Fuerzas Armadas.


El proceso de cambios proyectado en el Plan Inca y las acciones de gobierno correlativas hubieran sido imposibles sin el concurso de los civiles de altísimo nivel profesional e ideología coherente con la Revolución, llamados a cooperar ocupando cargos de asesoría, dirección y control. Los jefes militares descartaron sus simpatías políticas pasadas, y asumieron sus sugerencias y disposiciones con gran consideración y ánimo de aprender. El gobierno Revolucionario prescindió por completo de los partidos políticos.


Parecía que tanto los jefes militares más identificados con la Revolución como los civiles del gobierno sabían que la oportunidad podía desvanecerse en algún momento (como en un poema de Enrique Heine: “Pasó la Ocasión, la diosa rara, / nos vio de pie diciéndonos ternezas / y, riendo, se alejó.”), y trabajaban con tesón y sin límite de tiempo llevando a cabo las tareas de la Revolución.


Sólo así el Perú pudo cambiar para siempre y, como aconteció con otras revoluciones, hubo mucho de ella que quedó después de su ocaso, y algo que hicieron desaparecer quienes llegaron al gobierno después al amparo de la decepción y confusión ideológica de las grandes mayorías sociales, arrastradas por el reflujo de la historia.


(3/10/2013)

viernes, 1 de octubre de 2021

LA INTERPELACIÓN PARLAMENTARIA AL MINISTRO IBER MARAVÍ Y EL ESTADO DE DERECHO- Por Jorge Rendón Vásquez

 




LA INTERPELACIÓN PARLAMENTARIA AL MINISTRO IBER MARAVÍ Y EL ESTADO DE DERECHO

Por Jorge Rendón Vásquez

 

Casi todo el país vio por televisión o se enteró de la interpelación al ministro de Trabajo Iber Maraví Olarte, pedida por el grupo de congresistas de la derecha recalcitrante, cuyo segundo tramo tuvo lugar el 30 de setiembre.

El primero fue la remisión al ministro de siete preguntas conformantes del pliego interpelatorio sobre relaciones que él, dicen, habría tenido con ciertos grupos acusados de terrorismo o algunas intervenciones sindicales (las preguntas fueron publicadas por el diario oficial El Peruano en su edición virtual del 1/10/2021). Ninguna de estas preguntas estuvo fundamentada en documentos probatorios.

El segundo tramo fue la exposición del ministro Maraví en el Congreso de la República el 30 de setiembre en la que, basándose en los expedientes penales relativos a esas imputaciones, demostró que nunca ha sido condenado por el Poder Judicial por ellas o por otras. Siguieron las intervenciones de los congresistas de Perú Libre y Juntos por el Perú que lo defendieron y de los pertenecientes a las bancadas interpelantes que repitieron lo dicho en su pliego, sin presentar ninguna prueba documental que las acreedite. A lo más algunos invocaron las publicaciones de un pasquín limeño, de pretendida seriedad, que se ha dedicado a atacar, ¿por precio?, al gobierno, a sus ministros y a los dirigentes del partido Perú Libre. Otros se fueron por los ramas, hablando de temas que nada tenían que ver con sus preguntas y otros terminaron pidiéndole al ministro que renuncie.

El tercer tramo será el de la votación por los congresistas del pedido de censura que ya circula.

La gran ausente en este episodio de la guerra de la derecha recalcitrante contra el gobierno es la Constitución política a la que esa derecha viola, a pesar de proclamar que se halla en amores con ella.

Constato esta afirmación.

1) El artículo 128º de la Constitución dispone que “Los ministros son individualmente responsables por sus propios actos y por los actos presidenciales que refrendan.” En consecuencia, la interpelación debe tener por causa algún hecho de los ministros en su gestión como tales. No pueden responder por hechos sucedidos antes de haber asumido el cargo de ministro o extraños a su gestión como tales.

2) El artículo 2º.24.e de la Constitución establece que “Toda persona es considerada inocente mientras no se haya declarado judicialmente su responsabilidad.” Este principio, al que la doctrina jurídica denomina presunción de inocencia, es válido erga omnes, es decir en cualquier instancia, momento o situación y ante todos. Si una persona no ha sido condenada en un debido proceso por algún hecho, nadie debe imputarle la comisión de ese hecho. Hacerlo es difamarlo.

3) Por el artículo 139º de la Constitución “Son principios y derechos de la función jiurisdiccional: 1. La unidad y exclusividad de la función jurisdiccional. 2. Ninguna autoridad puede avocarse a causas pendientes ante el órgano jurisdiccional ni interferir en el ejercicio de sus funciones. Tampoco puede dejar sin efecto resoluciones que han pasado en autoridad de cosa juzgada, ni cortar procedimientos en trámite, ni modificar sentencias ni retardar su ejecución.”

Cuando los congresistas interpelan y censuran a un ministro,  aludiendo a hechos que ya fueron conocidos por el Poder Judicial y que este no consideró delitos o que no fueron cometidos por esa persona, vuelven a juzgarlo y lo sancionan, desposeyéndolo del cargo de ministro, prescinden del principio de presunción de inocencia que en su caso es absoluto, puesto que el Poder Judicial no lo consideró autor de delitos, y lo juzgan por hechos ajenos a su gestión como ministro.

Ante tamañas infracciones de la Constitución, algunos congresistas sostenedores de la acusación manifestaron que no estaban juzgando al ministro, sino ejerciendo el control político. ¿Qué clase de control es este? La política es un conjunto de técnicas de gobierno de una sociedad y debe ajustarse ciento por ciento a la Constitución que contiene las reglas que los ciudadanos se dan por el pacto social. A esto se le llama el Estado de Derecho, del que forman parte las sentencias del Poder Judicial que tienen el carácter de cosa juzgada. Los hechos de quienes conforman los poderes y otros órganos del Estado mientras ejercen sus funciones son, por lo tanto, necesariamente jurídicos (y no familiares, de negocios, religiosos o de club). Si se apartan de la Constitución o la infringen proceden arbitrariamente, y se colocan fuera de la ley (convirtiéndose en outlaws si prefieren esta expresión).

Los congresistas que transgreden de tal modo la Constitución se sienten seguros de su impunidad en la creencia de que el artículo 93º de esta los blinda para cometer arbitrariedades. Este artículo dispone que los congresistas “No son responsables ante autoridad ni órgano jurisdiccional alguno por las opiniones y votos que emiten en el ejercicio de sus funciones.” No tienen en cuenta, sin embargo, que “el ejercicio de sus funciones” es el ejercicio constitucional y legal, ordenado por el artículo 45º de la Constitución que dice “El poder del Estado emana del pueblo. Quienes lo ejercen lo hacen con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen.” Por lo tanto, si sus votos deciden algo inconstitucional e ilegal no ejercen sus funciones con las limitaciones que la Constitución establece y, por lo tanto, cometen el delito de abuso de autoridad: “El funcionario público que abusando de sus atribuciones, comete u ordena un acto arbitrario que cause perjuicio a alguien será reprimido con pena privativa de libertad no mayor de tres años.” (Código Penal, artículo 376º). Los congresistas son funcionarios públicos elegidos. De manera que si la Fiscalía no los acusa ahora, tendría que hacerlo de todas maneras cuando concluyan sus funciones como representantes ante el Congreso de la República.

Además, contra las arbitrariedades de los congresistas se podría interponer la acción de amparo que “procede contra el hecho u omisión, por parte de cualquier autoridad, funcionario o persona, que vulnera o amenaza los demás derechos reconocidos por la Constitución …” (Constitución, artículo 200º.2).

La ilegítima interpelación al ministro Maraví muestra que en la Constitución hace falta una norma que diga que los congresistas pierden su curul por infringir la Constitución con sus votos y dictámenes, luego de la verificación del acto sancionable por el Tribunal Constitucional.

Esta norma se justifica, porque los congresistas representan a los ciudadanos para el cumplimiento de la Constitución y no para infringirla de cualquier modo que sea.

(Comentos, 1/10/2021)

 


jueves, 23 de septiembre de 2021

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ¿ES CONSTITUCIONAL? - Por Jorge Rendón Vásquez

 




EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ¿ES CONSTITUCIONAL?

Por Jorge Rendón Vásquez

 

El Tribunal Constitucional es el órgano judicial de la más alta jerarquía, creado para zanjar los conflictos de derecho suscitados por la inaplicación o la aplicación incorrecta de las normas de la Constitución.

Por eso se le ha conferido competencia para resolver en instancia única la acción de inconstitucionalidad y en última y definitiva instancia las resoluciones denegatorias de hábeas corpus, amparo, hábeas data y acción de incumplimiento y los conflictos de competencia sobre las atribuciones asignadas por la Constitución (Constitución, art. 202º). “Es el órgano de control de la Constitución” (art. 200º).

Por lo tanto, el Tribunal Constitucional no es ni debe ser un órgano político o de decisión política, y sus sentencias deben ajustarse restrictivamente a aplicar la Constitución.

Sus siete miembros son elegidos por el Congreso de la República con una mayoría de dos tercios (87) “por cinco años” y sin “reelección inmediata”. Se les exige “los mismos requisitos que para ser vocal de la Corte Suprema” (Constitución, art. 201º), es decir, “Haber sido magistrado de la Corte Superior o Fiscal Superior durante diez años, o haber ejercido la abogacía o la cátedra universitaria en materia jurídica durante quince años” (Constitución, art. 147º).

Estas normas son de aplicación estricta, puesto que quienes ejercen alguna porción del poder del Estado están obligados a hacerlo “con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen” (Constitución, art. 45º).

Sin embargo, no sucede así con la duración en el ejercicio de sus cargos por los magistrados del Tribunal Constitucional, ni con la expedición de ciertas sentencias, y su nombramiento se basa en un absurdo.

En cuanto a la duración en el cargo de cinco años, este término no se cumple. A su vencimiento, los vocales del Tribunal Constitucional se quedan, aplicándose la Ley Orgánica de este cuerpo que dispone: “Los Magistrados del Tribunal Constitucional continúan en el ejercicio de sus funciones hasta que hayan tomado posesión quienes han de sucederles.” (art. 10º), artículo inconstitucional, porque contraría una disposición expresa de la Constitución. La Ley indicada, Nº 28301, del 22 de julio de 2004, fue aprobada por todos los grupos parlamentarios: Perú Posible, Apra, Frente Independiente Moralizador, Popular Cristiano, algunos representantes denominados izquierdistas y otros, y promulgada por el presidente de la República Alejandro Toledo y el presidente del Consejo de Ministros, el “constitucionalista” Carlos Ferrero. El proyecto fue suscrito, entre otros, por el presidente del Tribunal Constitucional Javier Alva Orlandini del partido Acción Popular. La Ley mencionada autorizó, además, implícitamente, al Congreso a diferir el nombramiento de los vocales del Tribunal Constitucional todo el tiempo que quieran, violando la Constitución, y a reemplazarlos solo “por causal distinta de la expiración del plazo de designación” (Ley 28301, art. 17º). En el dictamen de la Comisión de Constitución del Congreso no se dio ninguna justificación para este legicidio.

Desde entonces, los miembros del Tribunal Constitucional solo han cesado en sus cargos cuando “tomaban posesión” sus sucesores, con frecuencia varios años después.

Solo el vocal Ricardo Beaumont Callirgos, profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de San Marcos, tuvo la entereza de renunciar el 23 de abril de 2013 por cuanto habían pasado nueve meses desde el momento en que debió haber sido reemplazado. Por supuesto, ninguno de los otros vocales se sumó a su actitud. Al contrario, lo sancionaron con una resolución emitida por el presidente del Tribunal Constitucional, Óscar Urbiola Hani, por “incumplir los deberes inherentes a su cargo”, a pesar de que tenía el derecho a renunciar. Un caso de Ripley, se diría.

¿Qué lleva a los miembros del Tribunal Constitucional a infringir la Constitución que solo les permite pertenecer a él por cinco años? ¿Las remuneraciones? No es por el artículo 10º de la Ley Orgánica que los faculta a quedarse, puesto que este artículo es nulo, y ellos lo saben y, si no lo saben ¿qué están haciendo en el Tribunal Constitucional? No es posible que ignoren que una persona que practica un acto correspondiente a un juez luego de haber cesado como tal incurre en un delito, ni que desconozcan que las sentencias expedidas por tales infractores carecen de validez.

El nombramiento de los miembros del Tribunal Constitucional es otro caso de Ripley.

Como ya se indicó líneas arriba, para ser miembro de este tribunal se exigen los mismos requisitos que para ser miembro de la Corte Suprema. Es lógico que el concurso de ingreso deba estar a cargo de un jurado integrado por personalidades con méritos mayores a los indicados. Lo recomendable es que sean académicos especializados en Derecho Constitucional, titulares de doctorados y con un ejercicio en la docencia universitaria no menor de veinte años.

En el Perú no sucede así. El jurado a cargo de los exámenes de los postulantes al Tribunal Constitucional está integrado por una comisión de representantes ante el Congreso de la República para lo solo que se requiere ser peruano de nacimiento, haber cumplido 25 años y gozar del derecho de sufragio (Constitución, art. 90º).

En otros términos, representantes con certificados de educación primaria o secundaria o, en ciertos casos, con títulos profesionales simples o sin ellos, están habilitados para tomarles examen a los postulantes a magistrados del más alto tribunal de justicia del Perú. Sería lo mismo que si en los concursos para profesores principales de las universidades, los jurados estuvieran compuestos por alumnos ingresantes, que si los exámenes finales para optar el doctorado en cualquier profesión se rindieran ante comisiones integradas por personas que solo poseyeran el derecho de sufragio o que si la promoción al grado de general la decidiera una comisión de sargentos. Hasta la década del noventa del siglo pasado, la descomposición en ciertas universidades públicas acometida los grupitos de cierta pretendida izquierda, había impuesto que la selección de los profesores la decidían ellos. Una caricatura tipificaba esta situación: en cierta clase, los alumnos votaban que 2 + 2 ya no era 4 sino 5, y comunicaban su acuerdo al profesor. Una situación similar se presenta cuando el Congreso aprueba una ley inconstitucional y declara que se ajusta a la Constitución o no dice nada. El reinado del absurdo.

Es evidente, por lo tanto, que los nombramientos de los miembros del Tribunal Constitucional no se basan ahora en los méritos y conocimientos de los postulantes, verificados por personas competentes. Resultan de conveniencias y acuerdos políticos, cuya motivación es el control de la institución de la que van a depender la vigencia de las leyes o las situaciones antijurídicas de muchas empresas e intereses particulares. Este tribunal así integrado y de duración indefinida, mientras el Congreso no nombre a sus reemplazantes, corona una pirámide legal asentada sobre una economía neoliberal, a contrapelo de las necesidades más apremiantes de la sociedad.

Reformarlo para poner las cosas en orden, requerirá una nueva Constitución, ya que no es ni siquiera imaginable que el Congreso de la República con su mayoritaria composición actual tenga vocación y aptitud para hacerlo.

(23/9/2021)


jueves, 16 de septiembre de 2021

Agenda del Ministerio de Trabajo

 


Lima, 16 de setiembre de 2021

Señor Ministro de Trabajo y Promoción del Empleo

Iber Maraví Olarte

 

Señor Ministro:

A comienzos del presente mes se dio a conocer la Agenda del Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo compuesta de 19 puntos que, se entiende, conforman el programa de trabajo que usted se propone realizar.

En esta agenda figuran una ley general de trabajo o un código de trabajo y otros puntos cuyo tratamiento corresponde al Poder Legislativo.

Desde 2001 se ha venido postulando la reunión de la legislación del trabajo en una Ley General del Trabajo y se han formulado hasta unos cinco proyectos de ella con los cuales se ha buscado reafirmar las leyes laborales que se dieran en la década del noventa del siglo pasado durante la gestión de Alberto Fujimori, leyes que les arrebataron a los trabajadores en relación de dependencia muchos de los derechos que ya habían alcanzado hasta antes de esa década. La propuesta de una Ley General del Trabajo ha sido, además, un procedimiento para tratar de entretener a los trabajadores y desviarlos de sus reclamaciones más apremiantes. Tal ha sido la razón de que me haya opuesto a esos proyectos y de que numerosas bases sindicales hayan manifestado su condena ante esa amenaza.

Incluso desde el punto de vista del método, no es conveniente para los trabajadores ni para el Gobierno enfrascarse en la discusión de casi quinientos artículos que una Ley del Trabajo contendría y cuya admisión dependería de un Congreso de la República que les sería adverso.

Es más apropiado efectuar o proponer las reformas puntuales que la legislación laboral requiere para cambiar las normas que los gobiernos han venido dando desde la década del noventa para posibilitar la superexplotación de los trabajadores y estimular la informalidad en el trabajo.

Como la Agenda indicada ha sido dada a conocer a la opinión pública se infiere que es susceptible de cambios luego de la recepción de las sugerencias y críticas.

Atentamente.

 

Jorge Rendón Vásquez

Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos


sábado, 4 de septiembre de 2021

EL DELITO DE TERRORISMO, LA CONSTITUCIÓN Y EL PODER MEDIÁTICO- Por Jorge Rendón Vásquez

 



EL DELITO DE TERRORISMO, LA CONSTITUCIÓN Y EL PODER MEDIÁTICO

Por Jorge Rendón Vásquez

 

La prensa y la TV del poder mediático y sus auxiliares, pretendidamente independientes, siguen prendidos de ciertos ministros, congresistas y algunas otras personas a las que acusan de haber sido terroristas. Es una campaña persistente y obsesiva en la línea de la guerra de agresión contra Pedro Castillo, el partido Peru Libre y el secretario general de este, evidentemente por su significación histórica y, sobre todo, por su ofrecimiento de cambiar las situaciones de nuestro país que hacen más pobres a los pobres y más ricos a los ricos.

Quieren que nada cambie, que el Presidente de la República haga lo que habría hecho la candidata de la dinastía de la corrupción si hubiese ganado en la segunda vuelta, y que nombre a los ministros que ella habría nombrado. Y, mientras el Presidente no se doblegue, seguirán atacándolo y atacando a sus ministros y a otros funcionarios que él nombre.

Mi opinión es que se debe precisar si esa campaña y esas acusaciones son compatibles con el ordenamiento jurídico.

La Constitución de 1993 está plagada de artículos que hacen de nuestro país lo que es jurídicamente, incluso con sus inequidades, arbitrariedades y discriminación en diversos aspectos. Pero es la Constitución a la que nuestra sociedad y nuestro Estado deben sujetarse mientras se halle en vigencia.

En su guerra de agresión, los enemigos del Presidente de la República y del Partido Perú Libre prescinden de ajustarse a ciertos artículos de la Constitución a la que, contradictoriamente, se aferran con desesperación para que no cambie.

Es el caso de su acusación de terroristas contra ciertos ministros y congresistas.

El delito de terrorismo fue tipificado por el Decreto Legislativo 046, del 10 de marzo de 1981, el que fue sustituido por el Decreto Ley 25475 del 5 de mayo de 1992. Como por la Constitución de 1993, “ninguna ley tiene fuerza ni efecto retroactivo” (art. 103º), este delito no existía anteriormente. Más aún, la Constitución dispone que “Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, de manera expresa e inequívoca, como infracción punible, ni sancionado con pena no prevista en la ley.” (art. 2º.24.d). Ambas normas constitucionales son de aplicación absoluta.

Por lo tanto, acusar de terrorista o informar que una persona cometió hechos no tipificados como terrorismo antes de la fecha de vigencia del Decreto Legislativo 046 es incurrir en una imputación falsa que ingresa en la tipificación de los delitos de calumnia, injuria y difamación. Algo similar sucede si se acusa a una persona de apología del terrorismo por haber aludido a algún personaje que antes de ese Decreto Ley fue actor de ciertos hechos que obviamente no pueden ser calificados como terrorismo, puesto que en ese tiempo este no existía legalmente como delito. La apología es ahora genérica y consiste en exaltar, justificar o enaltecer “un delito o de la persona que hubiera sido condenada como autor o cómplice” (El Decreto Leg. 046 se refería a la apología del terrorismo. No figura en el Decreto Ley 25475 que sustituyó a aquel. La Ley 30610 del 18 de julio de 2017 incluyó el delito de apología general del delito en el Código Penal).

Hay injuria cuando se “ofende o ultraja a una persona con palabras” (Código Penal, art. 130º); hay calumnia si “se atribuye falsamente a otro un delito” (Código Penal, art. 131º); y hay difamación cuando “ante varias personas, reunidas o separadas, pero de manera que pueda difundirse la noticia, (se) atribuye a una persona, un hecho, una cualidad o una conducta que pueda perjudicar su honor o reputación”; este delito se agrava si se le “comete por medio del libro, la prensa u otro medio de comunicación social” (Código Penal, art. 132º).

En los ataques e imputaciones de terrorismo a personajes del gobierno y a parlamentarios existe, sin ninguna duda, la intensión de desacreditarlos ante la opinión pública y hacerles daño (animus injuriandi y animus difamandi), y con mayor razón si, según la Constitución, esos funcionarios solo responden por sus actos como tales (art. 128º y 93º).

Se sigue que la prensa, sus periodistas y otros no tienen el derecho de aludir a la vida privada o los hechos de las personas no calificados por el Poder Judicial como delitos. “Nadie debe ser víctima de violencia moral” (Constitución, art. 2º.24.h). Toda persona tiene derecho “a la paz, a la tranquilidad” (Constitución, art. 2º22.)

Además, por la presunción de inocencia: “Toda persona es considerada inocente mientras no se haya declarado judicialmente su responsabilidad.” (Constitución, art. 2º,24.e). Esta presunción es relativa cuando existen indicios probatorios de la comisión de un delito que la fiscalía investiga, y es absoluta si la persona nunca fue acusada y, más aun, si no fue condenada por algún delito. La presunción de inocencia no deja de existir si el condenado por un delito sigue discutiéndolo procesalmente. De manera que imputarle a alguna persona un delito no sancionado en definitiva instancia viola este derecho e ingresa en la tipificación de la calumnia.

Pero hay algo más en este tema. Es la situación de las personas que fueron condenadas por algún delito y cumplieron las penas que el Poder Judicial les impuso. Reintegradas a la vida social general, tienen los mismos derechos y obligaciones de todos y no pueden ser discriminadas. Se les aplica, como a todos, la norma que dice: “Toda persona tiene derecho: A la igualdad ante la ley. Nadie debe ser discriminado por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquiera otra índole.” (Constitución, art. 2º.2). Y esto quiere decir que pueden acceder a los servicios y bienes a los que todos tienen derecho, a los empleos privados y públicos y a integrar los órganos de decisión del Estado, situación que concuerda con la razón de ser del régimen penitenciario: la “reeducación, rehabilitación y reincorporación del penado a la sociedad” (Constitución, art. 139º.22). Por lo tanto, quien ya cumplió su condena puede reincorporarse a la sociedad con la plenitud de derechos y obligaciones de todos; y no hay ninguna norma constitucional que los excluya y discrimine, y la ley no podría contrariar estos principios.

Uno de mis lectores me reprochó hace algún tiempo que en mis comentos citara a veces con profusión las leyes aplicables a cada caso tratado. Le respondí que tenía que hacerlo por mi animus doctum et dicendi (espíritu de enseñar y exponer), y porque la democracia y el Estado de Derecho se basan en el acatamiento de las leyes, puesto que, de lo contrario, se caería en la arbitrariedad, el delito y el caos.

Es curioso constatar, en cambio, que los autores y cómplices de ciertos delitos, y en particular los de corrupción, estudian a fondo las leyes que van a infringir, buscándoles fisuras, vacíos o anfibologías por los que sus abogados puedan irrumpir luego, como si fueran anchas carreteras, a enfrentarse con los fiscales y jueces si estos no forman parte de sus círculos. El poder mediático parece disponer para ellos de un código distinto del que tiene para los políticos andinos que han llegado al poder. Me viene a la mente el dicho anglosajón Honour among thieves (Honor entre ladrones) que es también el título de una novela de Jeffrey Archer.

(4/9/2021)