lunes, 28 de mayo de 2018

LA OIT Y LA FLEXIBILIDAD-Jorge Rendón Vásquez





LA OIT Y LA FLEXIBILIDAD

Por Jorge Rendón Vásquez
Docteur en Droit por l’Université Paris I (Sorbonne), Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) fue creada por el Tratado de Versalles, suscrito el 28 de junio de 1919. Con este acuerdo se puso fin a la Primera Guerra Mundial. Pero, además, con la OIT, las clases capitalistas de los países más desarrollados económicamente y la Socialdemocracia entendían poner fin a la lucha de clases y desterrar la revolución como procedimiento de cambio social.
Así lo habían ya determinado los dirigentes del capitalismo y de la Socialdemocracia alemanes con el Pacto Stinnes-Legien. La Constitución de Weimar, aprobada en junio de 1919, extendió y formalizó ese pacto por el cual la Socialdemocracia renunciaba a la revolución, cuyo candente ejemplo estaba en Rusia, y una parte del capitalismo alemán se comprometía a reconocer determinados derechos sociales y la vía para alcanzarlos dentro del marco legal.
La OIT fue concebida como un foro conformado por cuatro delegados de cada Estado: dos del gobierno, uno de las organizaciones de empleadores y otro de las organizaciones de trabajadores. Le atribuyeron la función principal de aprobar convenios y recomendaciones sobre asuntos laborales y otros de significación social, por una mayoría de dos tercios de sus integrantes. Los convenios podrían ser incorporados a la legislación interna de cada país por el trámite de la ratificación. En cambio, las recomendaciones complementarían los convenios, los explicarían o quedarían como proyectos de convenios en espera de su adopción.
Para sus autores, la composición de la OIT debía reproducir a escala internacional la función arbitral del Estado en los conflictos laborales internos. Tal la causa de que a cada gobierno se le concediera dos votos de los cuatro atribuidos a cada Estado. Así el poder decisorio de la OIT era asignado a los gobiernos, casi todos capitalistas, cuyos delegados harían causa común con los representantes empresariales. Esta conformación tan rígida no ha sido posible cambiarla.
El primer convenio aprobado por la conferencia de la OIT, poco después de haber sido constituida, fue el reconocimiento de la jornada de ocho horas por la que habían venido luchando los trabajadores desde mediados del siglo XIX. Para sus creadores expresaba de manera pragmática el ánimo de conciliación para la que esta organización había sido creada.
En los años siguientes, el impulso inicial vivificante de la OIT perdió fuerza hasta casi extinguirse, mientras los conflictos políticos y sociales se multiplicaban y aumentaba la tensión interna e internacional.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el pacto social, conocido como “espíritu de Weimar”, se reprodujo en la voluntad de las más importantes fuerzas económicas y sociales europeas, incluidos los partidos comunistas. Tomó la forma de constituciones políticas, la última de las cuales fue la española de 1978.
Los Estados se agruparon en las Naciones Unidas, creada por decisión de los tres grandes (Roosevelt, Churchill y Stalin), en las conferencias de Teherán, de noviembre y diciembre de 1943, y de Yalta, de febrero de 1945. Su propulsor, el presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt, pretendía alejar con ella el flagelo de la guerra y conferirle aplicación al Derecho Internacional Público como la normativa rectora de las relaciones de los Estados. En torno a las Naciones Unidas surgieron otras organizaciones especializadas, a las que fue añadida la OIT.
Reflejando este espíritu de cooperación y conciliación, la asamblea de las Naciones Unidas aprobó la Declaración de Derechos Humanos en París, en diciembre de 1948, y la conferencia de la OIT adoptó, por su parte, los convenios 87, en junio de 1948, y 98 en junio de 1949, sobre la libertad sindical y la negociación colectiva. Fueron los máximos logros de la OIT debidos a la euforia y al optimismo de las mayorías sociales en esos años de la postguerra.
Luego, esta organización ingresó a un largo período de existencia burocrática, disimulado por una permanente campaña de autopropaganda y estimulado sólo por la presencia de los países del Tercer Mundo.
Llevados por su interés de controlar la actividad de la OIT, los países económicamente más desarrollados mantuvieron en su conferencia y sus comisiones delegaciones de profesionales especializados en representación de los gobiernos, empleadores y trabajadores. Además, los delegados empresariales y laborales se agruparon en determinadas organizaciones internacionales. Como resultado de la correlación de fuerza entre esos grupos las decisiones de la OIT pasaron a elaborarse por ellos. Los delegados de los países con menor desarrollado económico, que ingresaron después, no disponían de la formación ni de los recursos necesarios para contrarrestar esa influencia, y terminaron sumándose a uno u otro grupo.
Tras esta manera de generar los acuerdos, la OIT continuaba bajo el dominio inflexible del capitalismo gracias a su conformación de cuatro delegados por Estado: dos del gobierno, uno de los empleadores y otro de los trabajadores, lo que confiere a los gobiernos el 50% de los votos, a los empleadores del 25% y a los trabajadores el 25% restante, tanto en la conferencia como en las comisiones.
En el trámite de la aprobación de los convenios y las recomendaciones esos porcentajes funcionan de la manera siguiente.
Usualmente los delegados de los gobiernos no intervienen en su discusión. El debate opone a los delegados de los empleadores y los trabajadores, y es una verdadera negociación colectiva, cuyo resultado depende en parte de la unidad de criterio de las organizaciones de trabajadores, que no siempre se logra, puesto que algunas se inclinan por las propuestas de los empresarios. Forzosamente, entonces, el nivel protector de los trabajadores de cada proyecto de convenio o de recomendación desciende hasta lograr la aceptación de los delegados empresariales. Alcanzada la conformidad de los representantes de los empresarios y los trabajadores, los proyectos de normas son presentados a la conferencia, en la que, por lo general, los representantes de los gobiernos suman su adhesión a lo que viene, salvo cuando algunos gobiernos de mucho poder e influencia estiman que se ha ido muy lejos en los alcances de los proyectos y los rechazan. Si un proyecto no reúne los dos tercios de los votos de la conferencia (no de los asistentes) no se convierte en norma. Esto implica que, para lograr la aprobación de una norma, al 25% de los votos de los empresarios más el 25% de los votos de los trabajadores, para el caso de que ambos se pronuncien a favor, se debe añadir aún un 17% de votos de los gobiernos. Nunca en la historia de la OIT se ha dado el caso del voto conjunto de los gobiernos y los trabajadores, haciendo la mayoría legal para aprobar un convenio o una recomendación.
A pesar del tenue o ínfimo nivel protector de los trabajadores de la mayor parte de convenios de la OIT, para los trabajadores de muchos países con menor desarrollo industrial, social y cultural no dejan de ser importantes y, si han sido ratificados por sus gobiernos o parlamentos, se aferran a ellos, buscando un trato más equitativo de sus empleadores. En los países más desarrollados económicamente, los derechos de los trabajadores están, por lo general, por encima de los mínimos de los convenios de la OIT y, por lo tanto, no los invocan en sus reclamaciones.
Los mismos porcentajes de votación operan cuando se examinan las quejas de las delegaciones sindicales sobre el incumplimiento de determinados convenios, por lo general sobre infracciones a la libertad sindical, o por otros motivos. Los delegados de los empresarios y trabajadores en las comisiones pertinentes, en su mayor parte profesionales en esta labor, escuchan las denuncias e interrogan a los delegados gubernamentales del gobierno quejado, quienes niegan, casi siempre, lo alegado de manera imperturbable y hasta indiferente. Y si se llegara a declarar fundada una denuncia se cursará el acuerdo al gobierno quejado, y allí quedarán las cosas, puesto que esas decisiones carecen de imperium. A lo sumo, se podrá imaginar a los delegados de los gobiernos condenados llevando un cucurucho adornado con un papel en el que se hubiera escrito la palabra culpable.
Y, sin embargo, hay siempre denuncias, en su mayor parte de las organizaciones sindicales de los países menos desarrollados, que les insumen recursos en viajes, hospedaje, alimentación y honorarios profesionales, y justifican la existencia de las comisiones formadas por delegados y funcionarios encargados de recibir y tramitar las denuncias.
La presencia en la OIT de representantes de los Estados socialistas y de muchos del Tercer Mundo, reunidos en el Grupo de los 77, determinó la formación de un movimiento por la reforma de su estructura para darle mayor alcance y dinamismo a la función protectora de los trabajadores. Desde la década del sesenta, invariablemente todos los años, al reunirse la conferencia, se planteaba este tema y hasta se creó una comisión especializada permanente para debatirlo. Nunca se llegó a proponer a la conferencia los cambios sustanciales postulados por esos delegados. No llegaban a los votos suficientes, según la Constitución de la OIT. La desaparición de los Estados socialistas del Este europeo a fines de la década del ochenta y comienzos de la del noventa y la dispersión del Grupo de los 77 puso fin a esta campaña reformista.
El mecanismo de la OIT favorable al capitalismo fue exacerbado por la ola neoliberal desencadenada en la década del ochenta por los ideólogos de las grandes corporaciones con la finalidad de reducir la protección social brindada por el Estado de bienestar. Esta corriente se extendió a las relaciones laborales con la denominación de “flexibilidad”, penetró en los ambientes universitarios y convirtió en sus apóstoles a respetables profesores que habían hecho carrera defendiendo el carácter protector de los trabajadores del Derecho del Trabajo. Así preparado el terreno ideológico, la flexibilidad enroló a los partidos de derecha, socialdemócratas y populistas, los que desde el Estado, a cuyo control llegaron con una mayoría de votos de trabajadores, comenzaron la demolición de los derechos sociales para incrementar las ganancias de los empresarios.
Desbordada sobre la OIT, esa ola la redujo a la condición de un campo casi inerte. Los delegados empresariales se envalentonaron y los delegados de las organizaciones de signo socialdemócrata tuvieron que bajar la voz. Aunque sin declararlo oficialmente, la burocracia de la OIT amplificó la orientación de los grupos que mandaban en el consejo de administración y la conferencia.
En 1998, la conferencia culminó la estrategia precarizadora, al limitar a cuatro los principios que debían respetarse en las relaciones laborales: a) la libertad de asociación sindical y el reconocimiento de la negociación colectiva; b) la eliminación de toda forma de trabajo forzoso; c) la abolición del trabajo infantil; y d) la eliminación de la discriminación en materia de empleo y ocupación. Quedaba sobreentendido que el terreno estaba allanado para hacer desaparecer los otros derechos sociales.
Un año después, el consejo de administración, de composición marcadamente neoliberal, nombró al chileno Juan Somavía, quien completó esa declaración, afirmando que los cuatro principios indicados conforman lo que llamó “trabajo decente”. Se debía suponer que es indecente el trabajo al que le faltan uno o más de esos principios, y que no pierde el carácter decente el trabajo al que le sustraigan los que tenga además de los cuatro indicados. La expresión “trabajo decente” se difundió como un eslogan entre ciertos profesores universitarios y abogados, incluso defensores de trabajadores, que la aclamaron como el vellocino de oro laboral, sin reparar o fingiendo no reparar en su razón de ser. Juan Somavía sirvió tan bien a sus mandantes que lo reeligieron dos veces, hasta 2014.
Y, así, con su extensa y bien pagada burocracia, en Ginebra y en sus oficinas regionales, la OIT sigue cumpliendo fiel y eficientemente el papel de diversión para el que fue creada.
Como en las fábulas de los grandes moralistas, se podría extraer de su condición una moraleja: la adquisición y defensa de los derechos sociales depende de la intensidad y constancia de la lucha de sus beneficiarios, los trabajadores, y de la correlación de su fuerza con la de los grupos capitalistas. Los trabajadores, sus dirigentes y sus asesores, que siguen obnubilados por la OIT, tendrán que ver en algún momento que el escenario cinematográfico de esta organización sólo les aporta fantasía mientras dura la función en sus comisiones y conferencia.



1 comentario:

  1. Muchas gracias. Muy buen aporte, al dejar en evidencia estrategias de dominio-control, disimuladas bajo cosméticos de moda:
    “...Llevados por su interés de controlar la actividad de la OIT, los países económicamente más desarrollados mantuvieron en su conferencia y sus comisiones delegaciones de profesionales especializados en representación de los gobiernos, empleadores y trabajadores. Además, los delegados empresariales y laborales se agruparon en determinadas organizaciones internacionales. Como resultado de la correlación de fuerza entre esos grupos las decisiones de la OIT pasaron a elaborarse por ellos. Los delegados de los países con menor desarrollado económico, que ingresaron después, no disponían de la formación ni de los recursos necesarios para contrarrestar esa influencia, y terminaron sumándose a uno u otro grupo...”.
    ...
    “...En 1998, la conferencia culminó la estrategia precarizadora, al limitar a cuatro los principios que debían respetarse en las relaciones laborales: a) la libertad de asociación sindical y el reconocimiento de la negociación colectiva; b) la eliminación de toda forma de trabajo forzoso; c) la abolición del trabajo infantil; y d) la eliminación de la discriminación en materia de empleo y ocupación. Quedaba sobreentendido que el terreno estaba allanado para hacer desaparecer los otros derechos sociales.
    Un año después, el consejo de administración, de composición marcadamente neoliberal, nombró al chileno Juan Somavía, quien completó esa declaración, afirmando que los cuatro principios indicados conforman lo que llamó “trabajo decente”. Se debía suponer que es indecente el trabajo al que le faltan uno o más de esos principios, y que no pierde el carácter decente el trabajo al que le sustraigan los que tenga además de los cuatro indicados. La expresión “trabajo decente” se difundió como un eslogan entre ciertos profesores universitarios y abogados, incluso defensores de trabajadores, que la aclamaron como el vellocino de oro laboral, sin reparar o fingiendo no reparar en su razón de ser. Juan Somavía sirvió tan bien a sus mandantes que lo reeligieron dos veces, hasta 2014...”.

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