sábado, 8 de enero de 2022

POLÍTICA DE REMUNERACIONES- Dr. JORGE RENDON VÁSQUEZ (1984)

 



POLÍTICA DE REMUNERACIONES

Dr. JORGE RENDON VÁSQUEZ

Anales del IV Congreso de Derecho del Trabajo y Seguridad Social-UNMSM (1984)

 

 

Entendemos que cuando se alude a una política de remuneraciones se toca un tema que se encuentra más allá de la normatividad jurídica relativa a las relaciones de trabajo. Esta normatividad constituye el Derecho Positivo; y es, en otros términos, el Derecho del Trabajo, o el conjunto de normas jurídicas rectoras de esas relaciones, si consideramos al Derecho sólo en el plano ideal.

DEFINICIÓN DE POLÍTICAS DE REMUNERACIONES

La política laboral, dentro de la cual se encuentra la política de remuneraciones, tiene otra significación. Constituye el conjunto de objetivos, planes y lineamientos sobre la norma como un equipo de gobierno entiende que deben desarrollarse las relaciones laborales. Como su nombre lo indica, la política es fundamentalmente actividad de gobierno y da lugar a una acción normativa y a acciones administrativas por el aparato del Estado. Por consiguiente, la política laboral es igualmente importante para cuantos participan de la vida de un Estado, ya como gobernantes ya como gobernados. Todos ellos tienen un interés semejante, aun cuando de signo distinto, en determinar cómo se ordenarán las relaciones laborales, en tanto y cuanto éstas constituyen la base sobre la cual reposa la vida de la colectividad. Más aún: todos gozan del derecho de proponer esta política, como una expresión de su derecho a participar en la conducción del Estado; y de ejecutarla o de contribuir a su ejecución, si ella concierne a la actividad económica que realiza. No es solo, obviamente, el quehacer de los partidos políticos o de los grupos en la dirección del Estado; también lo es de las organizaciones sindicales, de las asociaciones de empleadores, de los trabajadores individualmente considerados, de las cátedras universitarias, de los estudiantes y de los estudiosos de estos temas.

La política laboral, conjuntamente con el Derecho del Trabajo, conforman el objeto principal de la Ciencia del Derecho del Trabajo.

En la economía capitalista, las relaciones laborales tienen por ámbito a la empresa, célula o unidad de aquella; y se dan entre un empleador, propietario de los medios de producción y, como tal, organizador de la empresa, y uno, varios o muchos trabajadores. Esa relación consiste en un intercambio: el trabajador entrega su fuerza o capacidad de trabajo, para su uso en la producción de bienes o servicios, lo que implica someterse a la dependencia del empleador, pues es ésta la única manera como éste podría utilizarla; y el empleador paga por esa fuerza una remuneración o salario. Este intercambio se da en tanto dure la relación. La situación es la misma cuando cualquier persona toma a otra para que le preste servicios, incluso si aquélla es la administración pública.

Aunque pueda parecer un contrasentido hablar de política de remuneraciones, lo que quiere decir dirección por el Estado, respecto de relaciones entre particulares regidas por su propio interés o el interés prevaleciente, esa política existe y es posible, y se encuentra orientada a favorecer a una u otra parte en la relación; se manifiesta a través de mecanismos estatales que hasta ahora han dado como resultado una disminución de las remuneraciones o han significado un límite a su crecimiento.

Veamos cómo ha evolucionado esta política.

NOCIÓN DE REMUNERACIÓN

Jurídicamente, la remuneración es una contraprestación a cargo del empleador. La Ciencia del Derecho del Trabajo se limita a desarrollar este concepto; describe los elementos que lo componen, su modo de fijación y el régimen de pago, considerándolo a partir de su naturaleza de obligación, desde que ésta surge cuando el trabajador se pone a disposición del empleador hasta que aquél recibe el importe correspondiente. El esquema al que pertenece es muy simple; do ut des; dar algo a cambio de otra cosa; en otros términos, dar fuerza de trabajo por remuneración.

Sin embargo, esta manera tan simple de ver la remuneración comenzó a cambiar hace algunas décadas en Europa, cuando se pensó en el rol de las cotizaciones y prestaciones de la seguridad social que se habían extendido a casi toda la población activa luego de la segunda guerra mundial por exigencia de los trabajadores. Se hizo presente entonces la noción de salario social consistente en la totalidad de bienes y servicios que el trabajador y su familia reciben de las instituciones de seguridad social, cuyo financiamiento se atendía con las cotizaciones tanto de los trabajadores como de los empleadores. Resultaba evidente que la cotización del trabajador era y es una parte de su remuneración, y que la cotización del empleador es una suma adicional al salario pagado directamente al trabajador. El mecanismo de concentración de estos recursos a escala regional o nacional y su distribución de acuerdo con las necesidades de los beneficiarios, en unos casos, como ocurre con las prestaciones de salud, o según un número determinado de años de aportación, como por lo general sucede con las pensiones, quebrantaba la idea tradicional y errónea de equiparidad entre fuerza de trabajo y remuneración, puesto que los bienes y servicios recibidos de la seguridad social por el trabajador y su familia podían ser superiores o inferiores a las cotizaciones pagadas. Así se habló de una socialización del salario, no porque hubiera una socialización de los medios de producción, sino porque este salario pagado en la forma de prestaciones de seguridad social se distribuía entre un conjunto determinado de beneficiarios.

De allí la denominación de salario social que se le dio. Es evidente que la seguridad social, como una manifestación del intervencionismo estatal, constituye una forma de socialización, en tanto y cuanto hay una captación obligatoria de fondos de las empresas y los trabajadores por una o varias instituciones que los distribuyen como prestaciones a la pluralidad de beneficiarios. Pero la idea de la remuneración trascendió, además, del campo jurídico al campo económico al cual los tratadistas del Derecho del Trabajo habían rehusado penetrar. En realidad, la remuneración, desde que las relaciones de trabajo capitalistas se establecieron, se habían venido moviendo en dos planos paralelos sin conexión entre sí; el plano económico y el plano jurídico. Para los empresarios y para los trabajadores la remuneración nunca dejó de ser un concepto económico, y la ciencia económica construye su edificio teórico y práctico, en gran parte, sobre ella. Para los juristas y para la ciencia del Derecho del Trabajo, la remuneración es un concepto jurídico; es una suerte de resultado con el cual hay que trabajar. La fijación de su monto, el aspecto más importante, pertenece fundamentalmente al campo de la economía, y allí no ingresaban los juristas, y así lo enseñaban los teóricos de esta manera de ver las relaciones laborales. Pero esa conexión se ha producido y es necesaria. La teoría marxista con su análisis profundo de la génesis del valor y los trabajadores con sus reclamaciones por elevar el monto de la remuneración han sido los factores determinantes de la necesidad de estudiar la remuneración en su carácter económico y en su carácter jurídico; no como dos conceptos separados sino como un concepto único. Es obvio que esta ambivalencia determina una serie de modificaciones en la teoría jurídica.

NATURALEZA ECONÓMICA DE LA REMUNERACIÓN

Desde el punto de vista económico, la remuneración, en la economía capitalista, es el precio de la fuerza de trabajo, y en promedio equivale al valor de ésta, es decir, al valor del conjunto de bienes y servicios con los cuales el trabajador y su familia satisfacen sus necesidades mínimas, de manera que sea posible la renovación de las energías del, trabajador para que éste pueda presentarse los días siguientes a la empresa a proseguir el proceso productivo y para asegurar la continuidad de la fuerza de trabajo en el futuro. Durante los últimos tiempos se habla de una canasta familiar que contendría los bienes y servicios que una familia necesita, y se trata de cubrir con este eufemismo las necesidades de una familia promedio.

No hay, sin embargo, una canasta familiar única, sino varias; la de los trabajadores asalariados es distinta de la pequeña burguesía, concepto dentro del cual se encuentran los pequeños propietarios; y ambas difieren de la de los grandes propietarios de los medios de producción o burguesía, si bien hay en todas ellas productos comunes cuyo precio es semejante. La diferencia estriba en que el poder de compra de estos dos grupos les permite poner en sus canastas más y mejores productos.

La teoría económica marxista le ha llamado por eso, al salario el precio socialmente necesario de la fuerza de trabajo, porque debe considerarse en promedio las condiciones de vida en una sociedad y en un tiempo determinados.

Por su carácter de bien entregado al cambio, el precio de la fuerza de trabajo puede oscilar según las tendencias del mercado; si la demanda de las empresas excede a la oferta de trabajadores su precio se eleva; y si, por el contrario, la oferta de mano de obra es mayor que la demanda su precio decae hasta llegar a los límites de la subsistencia de los trabajadores y sus familias, más abajo de los cuales éstos serían aniquilados.

La segunda de estas situaciones ha sido el estado normal de la economía capitalista, incluso en los períodos de bonanza. El sistema ha generado permanentemente un exceso de fuerza de trabajo en relación a la cantidad de puestos de trabajo en las empresas, por la introducción de máquinas y técnicas de mayor productividad, por la concentración del capital y por la reducción o paralización de la producción debidas a la concurrencia.

A esa diferencia Marx le llamó el ejército industrial de reserva; gradas a éste le ha sido posible al capitalismo controlar el monto del salario; lo que indica que el pleno empleo, además de ser una utopía, constituye un hecho inconveniente para los empresarios capitalistas quienes admiten la reabsorción o absorción de la mano de obra sin trabajo sólo como un efecto de las inversiones más no como un fin en sí mismo, confiando en que el sistema nunca podrá disipar enteramente el desempleo.

La fijación de salarios mínimos generales, profesionales o de empresa, por la acción del Estado o merced a la negociación colectiva, no ha significado un cambio fundamental en el comportamiento del mercado de fuerza de trabajo, Los mínimos, particularmente los estatales, han sido colocados a un nivel tan bajo que no representan mayormente un obstáculo al libre juego de la oferta y la demanda, y no han impedido, por lo tanto, que los empresarios ubiquen las tarifas salariales, en general, muy cerca de estos límites mínimos. Sólo ciertas categorías de trabajadores, altamente capacitados o algunos grupos de profesionales muy solicitados, han podido lograr salarios muy altos.

CREACIÓN DE NUEVO VALOR POR EL TRABAJO

Para el empresario el precio de la fuerza de trabajo engloba todos los pagos hechos al trabajador, ya sean directos o indirectos, tanto el salario individual como el salario social y otros gastos practicados en relación a un individuo o a un conjunto de individuos. Su contabilidad registra estos egresos como una parte de su inversión: la inversión en capital variable.

Como tal se transfiere al precio de costo de los bienes y servicios producidos y debe ser recuperado luego que éstos son vendidos. La producción de una empresa contiene, así, básicamente el valor de la inversión en medios de producción (instrumentas de producción, como máquinas y herramientas, locales, la infraestructura de la colectividad e insumos o materias primas), el valor de la inversión en fuerza de trabajo y el nuevo valor creado por el trabajo o plusvalía. La suma de estos valores le pertenece jurídicamente al empresario, como una consecuencia de la propiedad de los medios de producción. El, como dueño de los medios de producción, es también el organizador de la empresa y el beneficiario del producto.

Sin embargo, el nuevo valor creado es un resultado del trabajo; es la energía humana materializada en un nuevo valor agregado del cual el empresario toma posesión de jure y de facto en virtud del ordenamiento jurídico.

Puede hacerlo gracias el principio elaborado por los juristas romanos según el cual el esclavo adquiere o produce para el amo o para aquél a quien es dado en locación. Sucede lo mismo cuando una persona libre se alquila a sí misma: la esencia de este contrato consiste justamente en la renuncia del trabajador, forzada por la necesidad, a los bienes y servicios creados y en la entrega de este derecho al empleador, figura a la cual se le ha denominado, en la doctrina española, la ajenidad. El trabajar para otro, en estas condiciones, o la locación de la fuerza de trabajo, implica obviamente subordinarse jurídicamente. La ajenidad y la subordinación son, por ello, los dos rasgos tipificantes de la relación laboral capitalista sobre la cual se levanta toda la economía capitalista.

No hay, en consecuencia, equiparidad entre el salario y el valor del producto del trabajo. Hay quienes dicen, sin gran fundamento, que el salario paga el trabajo. La equivalencia que se das en otros contratos de intercambio entre lo que se entrega y lo que se recibe es propia, en rigor, también del cambio de fuerza laboral por salario, puesto que éste paga, más o menos, lo que costó la producción de la fuerza de trabajo. Es mucho más, por supuesto, el valor que ese trabajo puede crear.

En el trabajo autónomo no existen estos dos caracteres. El productor independiente es dueño de los medios de producción y emplea su propia fuerza de trabajo. Por consiguiente, tiene el derecho de hacer suyo el nuevo valor creado, evidenciado con la venta de los bienes y servicios producidos.

Su relación con los adquirientes de estas mercancías es directa; tiene lugar mediante contratos de compraventa o de ejecución de servicios. La situación de los trabajadores asalariados es distinta, pues entre ellos y los compradores o usuarios de la producción se levanta como intermediario el empleador.

El fin del empresario capitalista al determinarse a realizar una actividad económica consiste precisamente en la obtención de la plusvalía. Carecería de sentido para él invertir si el resultado final fuera sólo la recuperación de la misma suma empleada.

Sus dos grandes presupuestos, sobre los cuales basa toda su existencia como inversionista, son asegurar la subsistencia de esta fuente de nuevo valor y aumentar la cantidad de éste. El ordenamiento jurídico y una determinada política empresarial le permiten llegar a la realización de ambos. Garantizada la propiedad de los medios de producción y el derecho subsecuente de disponer de la plusvalía, la manera de aumentarla puede ser: 1) elevando los precios de venta de los bienes y servicios producidos hasta donde soporte la capacidad de compra del mercado y lo admita la concurrencia; 2) aumentando la productividad del trabajo de las personas a su servicio, mediante mejoras en los instrumentos y procedimientos técnicos; 3) aumentando la intensidad del trabajo; 4) reduciendo los salarios; 5) utilizando todos estos medios. Los cuatro últimos pertenecen, en mayor o menor grado, al campo del Derecho del Trabajo y de la política laboral. Pero se hallan, al mismo tiempo, en el campo de la economía empresarial. Todos forman una parte muy importante de la microeconomía.

Se diría, por lo tanto, que la economía capitalista, en pleno, se dirige a captar la masa de plusvalía producida por la fuerza de trabajo. La producción para la satisfacción de las necesidades individuales y colectivas es sólo un medio y no un fin en sí mismo, y sólo importa en la medida en que puede reportar una masa más grande de plusvalía,

Esta manera de ser del capitalismo trasciende al trabajo independiente, al cual se le puede sustraer una cantidad dada de plusvalía subvaluando los bienes producidos o aumentando el precio de los medios de producción adquiridos. 

Si se observa la producción de la totalidad de las empresas de un país se constata que su valor incluye los mismos valores que cada mercancía, es decir, el valor de los medios de producción, designado como amortización, el valor de la fuerza de trabajo y la plusvalía.

El análisis macroeconómico posibilita una determinación más o menos exacta de estos valores, pero, a su vez, permite seguir el proceso del desarrollo económico, en, sus fases de producción, distribución y consumo que se expresan en el producto bruto interno, el ingreso nacional y el gasto total, respectivamente; en otros términos, el producto al descomponerse en sus valores da lugar al ingreso de cada grupo, o su equivalente monetario, el cual da acceso a la compra de los bienes y servicios de que el producto se integra, o gasto.

Se puede ver así claramente que la remuneración o salario es el ingreso de los trabajadores, en tanto que la plusvalía es el ingreso de los capitalistas, y que una y otra implican cierta capacidad de compra de la propia producción. La visión general del sistema y el manejo del aparato estatal ofrecen la posibilidad de poner en práctica políticas de remuneración determinadas.

LAS ESCUELAS ECONÓMICAS Y LA REMUNERACIÓN

La actitud de las principales escuelas económicas ha sido, en este sentido, distinta. Para el liberalismo económico los salarios debían ser determinados completamente por el juego de la oferta y la demanda, posición que en el plano jurídico se expresaba en una libertad de contratación absoluta, excluyente de cualquier intervención estatal modificadora de los términos del contrato.

No se podría decir, sin embargo, que el Estado, o por mejor decirlo los representantes de los grupos capitalistas que lo conducían, hayan adoptado una política abstencionista en las relaciones laborales; su rol era, por el contrario, muy activo en resguardo del libre flujo de las leyes del mercado, lo que equivale a decir que la represión de los trabajadores fue por demás severa y casi siempre cruel, para impedirles reclamar unidos, ya que hacerlo hubiera sido una distorsión de la libre contratación individual, la única admitida. La política liberal controlaba, pues, las remuneraciones mediante el mercado y la fuerza pública.

Bajo esta concepción se desarrollaron las relaciones de trabajo desde la revolución industrial hasta finalizar casi el siglo XIX. El liberalismo debió batirse, no obstante, en retirada, cuando la clase obrera organizada sindical y políticamente fue conquistando algunos derechos sociales que el Estado burgués tuvo que reconocer, a pesar suyo, y particularmente los de sindicalización y negociación colectiva, luego de una lucha continua y penosa.

El tenue intervencionismo estatal de nuevo tipo, precipitado bajo la forma de la facultad reglamentaria de las relaciones de trabajo, conjuntamente con la convención colectiva, que han dado lugar al Derecho del Trabajo, no suprimieron la libre oferta y demanda de fuerza de trabajo: sólo las limitaron. Esto significaba que el trato individual no podía infringir los límites representados por los salarios mínimos estatales o convencionales. Más aún, la contratación se hizo, en parte, colectiva, pero era contratación, al fin y al cabo. Fue un gran progreso evidentemente el haber pasado de una situación a otra, pero el poder del sistema capitalista de controlar los salarios fue tocado muy superficialmente.

Alguna doctrina del Derecho del Trabajo se ha complacido en relievar el tránsito de una situación a otra exagerando su real significación y presentándolo como el non plus ultra en la evolución de las relaciones de trabajo, dando por inconmovible la existencia y poder de la empresa capitalista, y restando importancia al hecho de que el advenimiento de una nueva manera de contratar y del poder estatal reglamentario fue el resultado de la acción obrera.

La intervención estatal modificadora de las relaciones de trabajo, más acentuada al paso que el aparato administrativo del Estado se hacía más complejo e importante, no perdió su carácter represivo precedente. A pesar de haber sido conseguidos ya por los trabajadores los derechos de sindicalización, negociación colectiva y, en algunos casos, huelga, el Estado, en cuanta ocasión le era posible, limitaba o desconocía estos derechos a través de la actividad de cualquiera de sus poderes públicos. Los salarios mínimos estatales, cuando se les estableció, fueron tan pequeños que estaban en los límites permisibles para la subsistencia de una sola persona. Reducidas o aniquiladas la sindicalización, la negociación colectiva y la huelga, por la persecución, la fijación de los salarios fue determinada por el trato individual, vale decir por el empleador.

El intervencionismo estatal alcanza un nuevo vuelo con el New Deal de Roosevelt, en los Estados Unidos y la teoría de Keynes, en los años 30. Fue el reconocimiento, por el capitalismo, de que su subsistencia sin la ayuda del Estado era imposible. La única manera de atenuar la crisis económica, que se arrastraba desde 1929, debía ser mediante una acción planificada del Estado, basada en la incorporación de poder de compra en la sociedad. La teoría económica capitalista, intentando manejar esta política global para cada país, descubre la macroeconomía. Pero no se incide sobre las relaciones laborales. Las remuneraciones para el keynesismo deben seguir siendo fijadas por el mercado. A lo más cabrá esperar una leve elevación de los salarios a medida que las inversiones relanzaban la actividad empresarial y las empresas retomaban mano de obra; pero el impulso logrado no llegó a disipar completamente el desempleo. Los excedentes de mano de obra servían para el control eficaz de los montos remunerativos.

Con el keynesismo se implantan definitiva y claramente en los países capitalistas la noción y la posibilidad de ejecutar una política económica determinada, y asimismo una política social poniendo en juego el aparato estatal. Surge también la posibilidad de controlar los salarios mediante un proceso inflacionario dirigido por la administración estatal.

Más desembozada y directamente, el capitalismo apeló en otros casos, al Estado bajo la forma de regímenes corporativos para imponer un régimen laboral con salarios férreamente reducidos.

Luego de la segunda guerra mundial, y restaurada la economía de los países europeos occidentales por la inversión de grandes capitales procedentes de América del Norte y por el espíritu de trabajo, iniciativa y formación profesional de esos pueblos, se generó una reacción, en los medios empresariales y teóricos capitalistas, contra el intervencionismo estatal.

El esfuerzo de la reconstrucción había producido una ola de expansión económica que encontró en el libre juego del mercado el terreno apropiado para desenvolverse casi sin obstáculos. Ahuyentada la crisis, era evidente que el rol tutelar del Estado respecto de la economía decaía. Correlativamente, el establecimiento y fortalecimiento de la democracia política en la mayor parte de los países capitalistas favoreció la vigencia de los derechos sociales, como la sindicalización, la negociación colectiva, la huelga, la seguridad social. Se pudo hablar así, especialmente en Alemania Federal, de una economía social de mercado, dado que la economía era liberal y, como parte de ésta las organizaciones sindicales podían tratar libremente con los empleadores sobre la categorización profesional, las condiciones de trabajo y las escalas remunerativas. La libertad económica parecía conjugarse con la libertad política. Al amparo de estas condiciones, la acción sindical intensa de los trabajadores obligaba a los empleadores a conservar, más o menos, la parte del producto destinada al pago de salarios. Este poder incontestable de negociación hizo más fuertes a las organizaciones sindicales. Advirtiendo que su injerencia se tomaba menos necesaria, los conductores del Estado, adictos de modo general a la concepción de una economía de mercado, limitaron su intervención en materia social a las áreas no tocadas por la convención colectiva, como el salario mínimo interprofesional. La política salarial manifestaba su presencia indirectamente, insertada en los resortes de la política económica. Al crear un grupo de países capitalistas de Europa Occidental la Comunidad Económica Europea, para equilibrar, mediante la constitución de un gran mercado, el poder de los Estados Unidos, la emulación entre sí por mantenerse fieles a la libre concurrencia, condición para la existencia de este bloque, garantizó también la contratación laboral colectiva. El precio de la fuerza de trabajo tendió a uniformarse en estos países por la presión sindical que encontraba en la negociación colectiva su vía natural de desahogo.

Sin embargo, la plena vigencia de una economía de mercado no eliminó, ni mucho menos, el desempleo. La presencia del ejército industrial de reserva seguía siendo determinante para impedir que el poder de negociación de las organizaciones sindicales lograse elevar los niveles salariales. Es cierto que los desempleados al recibir un subsidio ya no caían en la miseria extremada a la que eran arrojados antes de la década del 40 cuando carecían de este derecho, y que seguían representando un cierto poder de compra; pero sus condiciones de vida reducidas los volvían competidores temibles de los trabajadores ocupados. La política social en la Comunidad Económica Europea, a fin de reducir la protesta sindical, buscó aliviar el desempleo, ayudando a la reconversión de las empresas o a la reinstalación de los desempleados en otras empresas.

La ola de liberalismo de los países capitalistas altamente industrializados se transmitió con intensidad diversa a los países en vías de desarrollo, pero, en casi todos los casos, sin el componente de la libertad política, y, por lo tanto, sin admitir, sino muy limitadamente, la libertad sindical y la negociación colectiva.

En numerosos países de la periferia económica capitalista, el Estado tuvo que intervenir decididamente en materia social, mas no a favor de los trabajadores sino para impedirles el trato colectivo con los empleadores, salvo que sus organizaciones se aviniesen a aceptar las condiciones y salarios impuestos por éstos, lo que sucedió y sucede aún, en muchos casos.

La distancia social que los separaba de Europa Occidental era, así, de un siglo. Pero, como la protesta social resultaba incontenible, el Estado se vio además obligado a intervenir en otros aspectos de la política salarial tratando de cubrir el espacio, que hubiera debido ocupar la negociación colectiva, por medio de la imposición obligatoria de niveles salariales en vía de autoridad o resolviendo los conflictos, lo que no sucedía en los países capitalistas altamente industrializados.

 

INFLACIÓN Y REMUNERACIONES

La crisis económica desencadenada a partir de 1974 en los países capitalistas no ha modificado sustancialmente la situación descrita, salvo en cuanto a un endurecimiento del trato a los dirigentes sindicales en los países no desarrollados, como ocurre en América Latina, acompañada o no de la desaparición de la democracia representativa.

Pero esta crisis, además de ser deflacionaria, en tanto provoca desempleo masivo, es inflacionaria. Como tal, recorta el poder de compra salarial y lo transfiere a grupos muy pequeños de capitalistas nacionales o a empresas extranjeras en la diferencia de los términos del intercambio.

La inflación se presenta, por lo tanto, como un procedimiento gigantesco generado por el propio sistema capitalista para extraerles a los trabajadores una parte cada vez más grande de sus salarios reales. No se trata sólo de la captación de la plusvalía por el capitalismo sino de mucho más. Como no es posible retornar al siglo pasado aniquilando la sindicalización de los trabajadores y la negociación colectiva, y restaurando a plenitud el convenio individual, el sistema capitalista ha producido este mecanismo de expropiación del salario que cumple la misma función que el trato individual en el siglo pasado y que puede escapar al control por el Estado.

Si en aquellos tiempos, el rechazo por los trabajadores de la explotación produjo una normatividad para su defensa cabría esperar también hoy que el rechazo de la inflación les conduzca a un régimen apropiado de protección contra ella, salvo que se piense que el sistema capitalista se halla ya agotado y no resistiría reformas, debiendo procederse, antes bien, a un cambio estructural, lo que resulta evidentemente necesario y parece viable.

 

POLÍTICA ECONÓMICA Y POLÍTICA SOCIAL

En lo que tiene de vida el sistema capitalista ha habido, en suma, una política laboral, y, dentro de ésta, una salarial, de los grupos en la dirección del Estado, orientada por la necesidad del capitalismo de resguardar y aumentar la masa de plusvalía, como una constante. Sin embargo, hace sólo unas pocas décadas que esta política se sirve de instrumentos más agudos, a medida que el aparato administrativo se perfecciona y puede terciar en la vida económica en forma más determinante.

La política social aparece, empero, como tributaria de la política económica que implica la conducción macroeconómica. Aquélla es parte de ésta. Ambas tendrían que ser como las dos fases de una misma conducta de dirección, si se supusiera que una y otra se interinfluencian, mas no sucede así porque no son independientes. De hecho, una política económica presupone una clase determinada de política social. En términos de administración pública esto da lugar a que el departamento ministerial encargado de la economía y de las finanzas públicas adquiera una fuerza e importancia enormes, y que las decisiones de política social se tomen por el titular y funcionarios de este ministerio, quedándole a la administración pública del trabajo un rol accesorio de recolección de la documentación, conciliación de las partes y presentación de los problemas.

La supremacía del grupo estatal conductor de la economía determina que las disposiciones legales, los salarios mínimos y la solución de los conflictos económicos, si la administración pública interviene en su solución tengan que acomodarse a los lineamientos de la política. La normatividad laboral sólo puede escapar al inmovilismo en que los empresarios y esta política quisieran dejarla, cuando la presión laboral adquiere tal fuerza que rompe el cerco y sitúa la norma en un nivel más elevado.

Por consiguiente, no sería posible pretender que la acción sindical quede confinada al plano netamente social o laboral; tiene que proyectarse al plano económico y se convierte también en una acción de signo político, en tanto reclama un cambio en la política económica o una nueva política económica.

A nivel de la empresa, las organizaciones sindicales, al plantear sus reivindicaciones laborales, tienen que ingresar necesariamente al conocimiento de la marcha económica de aquélla. Pero, a medida que las reclamaciones comprenden a conjuntos cada vez más grandes de trabajadores, los planteamientos se vuelven más económicos y políticos, en tanto y cuanto el interés de todos ellos se asocia a la marcha económica de todo el país.

Y esto adquiere caracteres de necesidad en condiciones de inflación en que la expropiación del poder de compra de los asalariados es un hecho general, inherente a la conducción económica del país situada más allá de la microeconomía.

UNA ALTERNATIVA EXPERIMENTAL

Pero entonces sería pertinente la apertura de canales a través de los cuales los trabajadores y, asimismo, los empleadores, pudieran participar en la formación de la política económica y social, y en su ejecución. Esto puede implicar su asociación a la gestión del aparato administrativo. Hasta ahora, en nuestro país y en casi todos los demás de América Latina, se ha propuesto una participación meramente consultiva a través de los consejos de trabajo pertenecientes al ministerio de trabajo, participación consistente en la posibilidad de los representantes de las organizaciones de trabajadores y empleadores de expresar su opinión sobre aspectos señalados por el Gobierno y a pedido de éste. Evidentemente la exposición de las opiniones de cada grupo, por lo general contradictorias entre sí, ha dado lugar a debates y, en ciertos casos, ha determinado acuerdos, pero no ha obligado al Gobierno a convertirlos en disposiciones legales. La idea de estos órganos de consulta no es nueva, Invariablemente, la organización de todos los ministerios de trabajo los contiene, pero su funcionamiento ha dependido del Gobierno. Recientemente, en nuestro país, se ha reactivado el Consejo Nacional de Trabajo, que con una denominación semejante existía en la anterior Ley Orgánica del Ministerio de Trabajo. Un tanto ampulosamente se le ha denominado órgano de concertación a tono con una actitud del Gobierno de acercamiento a las organizaciones sindicales. Pero, no se trata, en verdad, de una instancia de concertación sino de un simple órgano consultivo receptor de las opiniones y sugerencias de las partes, que pueden llevar cada una por su lado o ser conjuntas, o suscitar un debate, sin que el Gobierno se encuentre obligado, en absoluto, a acatar los acuerdos logrados. Concertar quiere decir tomar acuerdos obligatorios para las partes. Una concertación es una convención colectiva que puede tener un alcance nacional si los grupos entre los cuales se da ostentan representatividad nacional. Si de lo que se trata es de experimentar un modelo macro laboral, dentro de un modelo económico que permita una evolución del sistema, compatible, a su vez, con una democracia política, debiera estimularse el acercamiento de los interlocutores sociales al nivel de sus centrales nacionales. Pero para promover su confianza y resguardar su equilibrio, un paso importante debiera ser incorporar en la administración pública del trabajo a representantes de las organizaciones de empleadores y trabajadores para verificar las cifras relativas a los componentes de los precios, y desde luego de las remuneraciones.

Sin embargo, la posibilidad de esta forma de concertación no podría implicar en nuestro país sustraerle al Estado la facultad, reconocida por la Constitución (art. 54), de intervenir en la solución de los conflictos de trabajo, y, entre ellos, en las negociaciones colectivas cuando no hay acuerdo entre las partes, intervención que podría discurrir como una fuerza de moderación del capital, en función de las necesidades económicas del país, si se da aquella participación, y si, al mismo tiempo, el Estado, vale decir la administración pública del trabajo, respeta el derecho de huelga reconocido también por la Constitución (arts. 55 y 61).

Finalmente, se abre la posibilidad de la indexación de las remuneraciones a los índices de alza del costo de vida, pero esta modalidad ha sido rechazada, casi de modo general, en Europa donde se prefiere en todo caso que sean las organizaciones sindicales y los empleadores quienes fijen la remuneración. Tampoco en América Latina se ha dado la indexación de la remuneración; en la Argentina existe sólo para las deudas laborales vencidas. El rechazo de este procedimiento por la administración capitalista tiene su explicación en que sería contraproducente con el efecto fundamental de la inflación que consiste en la reducción del salario. No obstante, en nuestro país, los miembros de los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial tienen indexadas sus remuneraciones a un número determinado de remuneraciones mínimas mensuales que aumentan cada cierto tiempo; también gozan de este derecho los trabajadores textiles y los de la energía eléctrica; los demás trabajadores de la actividad administrativa pública y de la empresa privada deben limitarse a los aumentos que otorga el Gobierno para los que ha sido facultado por la ley, y a los que puedan obtener por la negociación colectiva. Sin embargo, la resistencia de los Gobiernos a admitir la indexación no podría significar que no se pueda postular teórica y prácticamente este medio de devolverle al salario, sino todo, parte de su poder de compra. No existe, en realidad, otra manera de acercarse a este objetivo, sobre todo cuando no está en el alza de salarios el origen de la inflación sino en otras causas.

Frente a la realidad de la preeminencia de la política económica en la fijación de las remuneraciones, cabe preguntarse cuál debería ser el rol de la Ciencia del Derecho del Trabajo, en este aspecto. Tendrá que avanzar necesariamente a este campo so pena de quedar relegada a un papel exegético de las normas producidas sin su intervención en el campo económico. Ya no es posible, por lo tanto, mantener cerrada la comunicación entre la Ciencia Económica y la Ciencia Jurídica. La práctica de la fijación de las remuneraciones demuestra, por lo demás, que el jurista debe hallarse profundamente imbuido de sólidos conceptos económicos si pretende que su labor de asesoramiento, de juzgamiento o pedagógico sea eficaz.

CONCLUSIONES

1° La política de remuneración, como parte de la política social, se encuentra en la base de la política económica, por cuanto la remuneración constituye parte importante de la inversión y es asimismo parte importante del ingreso nacional y de la capacidad de compra o mercado interno del país.

2° Por consiguiente, cualquier modificación en la política social implica una modificación correlativa de la política económica, y a la inversa.

3° Las organizaciones sindicales y de empleadores al plantear sus puntos de vista o demandas, entre sí o frente a los órganos del Estado, no podrían, por ello, limitarse al campo exclusivamente laboral y abstenerse de ingresar al campo de los planteamientos de política y economía. Especialmente, en cuanto concierne a las remuneraciones, y mayormente en una situación de inflación, sus planteamientos inciden necesariamente sobre la política económica a ejecutarse desde el Gobierno.

4° La concertación, como un medio de participar en la elaboración, y ejecución de la política económica puede ser útil para los trabajadores y los empleadores, y, asimismo, para el Gobierno, entendiendo que concertar es tomar acuerdos por los empleadores y los trabajadores con efectos normativos y obligacionales.

5° La huelga, como un medio de acción sindical utilizable en favor de la concertación y negociación colectiva, no debe implicar la intervención del Estado, pues una economía social de mercado consiste en la libertad de las partes de contratar.

6° La indexación de las remuneraciones a los índices del costo de vida es uno de los pocos medios eficaces de devolver a los salarios el poder adquisitivo afectado por la inflación, pero se requiere la intervención de las organizaciones sindicales de trabajadores y empleadores en el control ele los índices y procedimientos a utilizarse.

7° La Ciencia del Derecho del Trabajo debe proyectarse hacia el estudio de la política económica, en tanto ésta se vincula estrechamente con la política social.

8° Consecuentemente, la formación de los juristas y técnicos laborales debe considerar el estudio de la Economía y su vinculación con el Derecho del Trabajo.

 

miércoles, 5 de enero de 2022

DOCTORADOS Y MAESTRÍAS EN EL PERÚ- Por Jorge Rendón Vásquez

 



DOCTORADOS Y MAESTRÍAS EN EL PERÚ

Por Jorge Rendón Vásquez

Docteur en Droit por l’Université Paris I (Sorbonne)

 

En marzo de 2011 fui llamado por el nuevo Director del Programa de Postgrado de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos para reasumir el dictado del curso “Fundamentos Económicos y Sociales del Derecho” en el ciclo doctoral. Tres años antes, el Decano ingresante, un antiguo y crónico dirigente estudiantil, huérfano de todo mérito intelectual, nombró como director del Postgrado a un inepto profesor, quien, corroído por algún viejo y aberrante rencor, rehusó convocarme. Su inquina no se estrelló sólo conmigo. Afectó también a otros buenos profesores. El resultado fue que en los tres años de su desdichada gestión, el Postgrado se despobló de alumnos, decadencia de la que que el nuevo Decano trataba de arrancarla.

Se matricularon treinta y seis alumnos en mi curso, lo que sería un récord en universidades de América del Norte y Europa. Con mi inveterada acuciosidad, yo preparaba mis exposiciones, apoyándome en mi libro El derecho como norma y como relación social, que ya va por la quinta edición, añadiéndole nuevas evidencias y avances. Los alumnos tomaban notas y, al terminar la clase —de dos horas consecutivas los sábados— formulaban sus preguntas en el ambiente de cordialidad y confianza que yo auspiciaba. Su edad promedio, a ojo de buen cubero, andaba por los cuarenta años. Todos eran jueces, fiscales, funcionarios de la administración pública, profesores universitarios y abogados con muchos años de experiencia profesional.

Por instrucciones de la Administración del Programa, el examen debía ser único. Yo suelo exigir un examen escrito con cuatro preguntas, descomponibles en cinco conceptos, y una monografía de no menos de veinte páginas, cuyos temas distribuyo unas semanas después del comienzo del curso. La nota final es el promedio de ambas pruebas, la que, por la modalidad de la calificación, puede llegar veinte puntos si el estudiante cubre con solvencia todo el curso, y su monografía es un comienzo promisorio de una buena investigación, o cero si nada responde o absuelve mal las preguntas y la monografía es detestable o se ha limitado a transcribir párrafos de diversos libros.

Cuando los alumnos se informaron de la modalidad del examen su entusiasmo decayó. Pero, ganados por el interés de las clases, lo olvidaron transitoriamente.

Las semanas y los meses pasaron y llegó la fecha oficial del examen, que debía ser a fines de julio, antes de las Fiestas Patrias. Convencí, sin embargo, a la Administración para que el examen fuera en la segunda semana de agosto, de manera que los alumnos dispusieran de más tiempo para estudiar y terminar la monografía.

El resultado del examen fue desatroso en términos estadísticos. De los treinta y cuatro alumnos que se presentaron, dieciocho fueron desaprobados. Como sucede en nuestro país en casos como éste cualquiera que sea el nivel de los estudiantes, se suscita una protesta que puede tornarse violenta, a diferencia del comportamiento de los estudiantes en los países de mayor desarrollo industrial y académico que acatan como una ley natural y sobrenatural las decisiones de los profesores y de la administración. Los desaprobados se congregaron en masa en la oficina del Director y le exigieron un nuevo examen, alegando que para eso pagaban. (Sus pensiones son relativamente altas. Con ellas se sufraga la modesta retribución de los profesores y los egresos por administración y el resto, que es una buena suma, va al pregrado.) El Director me llamó y muy delicadamente me pidió que tomara a los aplazados un nuevo examen, lo que no tuve inconveniente en admitir, puesto que soy de la opinión de que al profesor ha de interesarle finalmente que los alumnos estudien. El resultado del nuevo examen arrojó cuatro desaprobados. Y allí terminó este episodio educativo, que podría ser ejemplar como diagnóstico de la marcha de la formación doctoral en nuestro país.

Hace muchos años observo la evolución de este postgrado y de otros de varias universidades del Perú. Mis conclusiones son las siguientes:

1) La mayor parte de alumnos llega muy tarde a las maestrías y doctorados, cuando el intelecto se ha deshabituado a estudiar o a leer simplemente, en muchos casos irreversiblemente, y la capacidad para emprender la elaboración de la tesis carece de fuerza y ganas para arrancar (Una tesis doctoral, y en menor grado una de maestría, requiere concentración, organización del plan, búsqueda y lectura de numerosos libros y documentos, fichage, entrevistas, redacción de los borradores, corrección de éstos y otras actividades complementarias hasta la entrega de los ejemplares terminados.) Esa insuficiencia se agrava por la ocupación casi total de los maestrandos y doctorandos en el ejercicio de sus profesiones y empleos, que sólo les permite disponer de un breve tiempo marginal con energías residuales para estudios universitarios que, por su nivel y especialización, exigen dedicación a tiempo completo. A ello se añade la carga de las obligaciones familiares que absorbe otra cantidad de precioso tiempo.

2) La mayor parte de estudiantes de los postgrados busca sólo el certificado de estudios para elevar su puntaje en las calificaciones para el ingreso a un empleo o para promoverse en el que tienen. No se proponen redactar la tesis o, si la comienzan, la abandonan muy pronto.

3) La proporción de estudiantes de maestría y doctorado que culminan la tesis y la sostienen, objetivo de estos programas, llega a un 0.4% del total de alumnos ingresantes, según las universidades, pero no se eleva más del 1%.

4) Las bibliotecas de los programas de postgrado, cuando las tienen, adolecen de una carencia espantosa de libros de las especialidades impartidas y conexas. Muchas sólo disponen de dudosas compilaciones de normas nacionales y de los refritos de comentarios publicados al tun tun. Pareciera que los responsables de los postgrados se dijeran: ¿Para qué habrían de existir estas bibliotecas si no van a ser usadas en la elaboración de tesis y los alumnos se limitan a tratar de aprobar los exámenes sin acudir a ninguna bibliografía?

5) En algunas universidades públicas y privadas, se reciben maestros y doctores con tesis pedestres que serían inadmisibles en universidades de países más adelantados y que, incluso, en el Perú, equivalen por lo general a las desaparecidas tesis de bachillerato o menos. Esto explica la migración de algunos doctorandos y maestrandos a universidades en las que podrían recibirse con cualquier mamotreto.

6) Es altamente improbable que los graduandos de maestría y doctorado dominen una o dos lenguas extranjeras, respectivamente, como exige la Ley Universitaria. ¿Cómo han hecho, entonces, los maestros y doctores para obtener la acreditación de esos idiomas?

7) La exagerada autonomía universitaria permite a muchas universidades crear programas de maestría y doctorado, e incluso de licenciatura, plagados de las deficiencias indicadas, prevaliéndose de la inexistencia de control por parte del Estado y de las organizaciones sociales a los que interesa cuidar la calidad de la educación universitaria, puesto que, en definitiva, ésta tiene como razón de ser el interés del país.

En uno de mis viajes a Madrid, el Director del programa del doctorado de la Universidad Autónoma me presentó a los doctorandos que preparaban la tesis. Eran unos diez que llevaban de uno a cinco años trabajando a tiempo completo en las investigaciones, materia de sus tesis, en el mismo postgrado. Sus edades iban de unos veintitrés a veintiocho años. En la Universidad de París, que conozco bien, y en las demás universidades europeas y norteamericanas la situación de los graduandos es, en líneas generales, la misma. La seriedad de los estudios comprensivos y de la preparación de la tesis y la dureza de la prueba de sustentación están determinadas por una larga tradición y por la necesidad de los respectivos países de contar con un elenco de profesionales de un nivel compatible con su grado de desarrollo económico, social, jurídico y cultural, y sus expectativas de progreso. En todos ellos, el requisito sine qua nom para postular a la docencia universitaria es ser titular de un doctorado.

En esos países, la educación universitaria es planeada y supervigilada por grandes organizaciones constituidas por las instancias públicas y privadas concernidas.

De allí que, sin ninguna duda, los doctores recibidos en las universidades europeas y norteamericanas y en las principales de Argentina, México y Brasil están en un nivel ostenciblemente superior al de los doctores de las universidades peruanas. Y es mayor la diferencia si aquéllos salen de universidades colocadas en un puesto más elevado del ranking internacional. Al retornar a sus países de origen, esos graduados son integrados, de inmediato, en empleos donde se requieren sus elevados conocimientos, ya que constituyen un valioso factor del desarrollo económico y cultural. En nuestro país, en cambio, los aparatos productivo, burocrático y universitario no suelen admitirlos. Prefieren a medianías provistos de alguna recomendación y, prioritariamente, si son blancos o blancones.

Mi preocupación por la formación universitaria comenzó muchas décadas antes. Obtuve un primer doctorado en Derecho en la Universidad de San Marcos, en 1966, con una buena tesis, a juicio de muchos miembros imparciales del jurado, compuesto por nueve profesores. Pero yo no me sentía satisfecho sólo con este doctorado, y, gracias a una beca del Gobierno Francés, en octubre de ese año comencé otro en la Facultad de Derecho de la Universidad de París I (Sorbona) donde me recibí de Docteur en Sciences Sociales du Travail, y luego de Docteur en Droit. Al retornar a San Marcos, donde enseñaba, trate de incorporar en mi Facultad los métodos y procedimientos de enseñanza y de investigación de las universidades europeas. No los resistieron y tuve problemas con algunos colegas y con ciertos grupos minoritarios de alumnos, autocalificados de izquierda, que hicieron de su oposición a mi labor su propósito de lucha central. Supe que defendían lo que denominaban “el facilismo”. La mayor parte de alumnos, sin embargo, comprendió mi actitud e intención, correlativas con su interés en formarse seriamente, y se atuvo a mi método. Muchos llegaron a ser excelentes abogados, funcionarios, jueces, fiscales y profesores de derecho.

Entre 1988 y 1994 fui Profesor en la Maestría y el Doctorado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Paris-Nord. Mis alumnos eran franceses, la mayor parte, africanos y algunos latinoamericanos. En las evaluaciones, los primeros se situaban largamente sobre los segundos y los terceros. Con la ayuda de las autoridades de esa Universidad y del Gobierno Francés conseguí becas integrales, incluidos los pasajes y una computadora por cada uno, para que doce abogados peruanos jóvenes, recibidos ocho en la Universidad de San Marcos y cuatro en la Católica de Lima, fueran, en diferentes años, a estudiar allí el DEA, equivalente a la maestría peruana, que es el prerequisito para redactar la tesis doctoral. Se les seleccionó en rigurosos concursos de conocimientos y de lengua francesa. Diez terminaron esos estudios, dos desertaron perdiéndose en Francia, y sólo dos de los diez primeros llegaron a recibirse de doctores tras ocho años haciendo la tesis. Ninguno de los que regresaron fue acogido con los brazos abiertos en las universidades de San Marcos y la Católica. Los profesores de éstas, temiendo su alto nivel de formación, se negaron a franquearles el ingreso a la docencia.

Como epílogo de este comento, ustedes se preguntarán ¿qué sucedió luego en el Postgrado en Derecho de San Marcos? Finalmente, triunfaron los alumnos, y sus Autoridades no volvieron a llamarme. Era obvio que esa regla general de nuestro país no podía dejar de cumplirse.

(20/8/2012)

 



domingo, 2 de enero de 2022

ALDEA GLOBAL Y POLÍTICA SOCIAL-Dr. Martín Fajardo Cribillero

 


ALDEA GLOBAL Y POLÍTICA SOCIAL[1]

Martín Fajardo Cribillero

Doctor en Derecho y Ciencia Política por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

 

Contenido: I. Propósito.- II. La mundialización.- III. La peste del Covid-19.- IV. Política social y seguridad social.- V. Conjunción y ayuda mutua.- VI. El descompromiso social.- VII. El Perú.- VIII. Anexo.- Carta social Latinoamericana.- 1. Derechos humanos.- 2. Seguridad social.- 3. Política social.- 4. Solidaridad.- 5. El trabajo.- 6. La empresa.

 

I. Propósito

Las ideas expuestas en este boceto tratan de una aproximación “a priori” a cerca de la incidencia en nuestro planeta de la pandemia covid-19, como fenómeno socio-económico, cuyo virus está afectando a las personas e instituciones de protección, como son básicamente la Política Social del Estado y de la Seguridad Social. No hay duda alguna que las apreciaciones que hacemos ahora pueden cambiar mañana dada la movilidad impredecible de los factores sociales - en cuyo centro de ebullición nos encontramos - habida cuenta que, como es sabido, los fenómenos de esta naturaleza, para ser consistentes, se describen de lejos.

En este marco socio-económico, se advierte la generalizada sensación que estamos viviendo confinados, en forma casi estática, entre dos placas aherrojantes que no tienen las mismas características pero que coinciden en la finalidad del desconcierto, temor y destrucción. Así “voluntariamente” confinados, está a la expectativa el fenómeno económico del neoliberalismo, cuya data según parece viene de los años 70’ del siglo pasado cuando la política keynesiana comenzó a decaer, adoptando dicha nominación, según algunos autores, en el año 1938 durante una convención de economistas realizada en Paris, que desde entonces ha crecido mediante raíces ideológicas tan grandes y profundas que traspasan los límites nacionales y se enlazan, visible o soterradamente, con otras corrientes mundialistas.

 

II. La mundialización

La persona humana y sus instituciones tienden, y han tendido siempre, a ensanchar sus límites como signo de pertenencia, poder y legitimación. Desde siempre ha sido así, y así se percibe en la perspectiva oscilante de las eras del pasado y que, como ya lo observaba Heráclito en el decurso de las aguas del río que transcurren, y Vico en el corsi e ricorsi en todo lo existente; es decir, espacios sucesivos donde hay altos y bajos, prosperidad y decaimiento, bonanza y pobreza, según lo cual las etapas históricas no se repiten y que, antes bien, interactúan como acaecimientos naturales bajo la sentencia ineluctable de que en el planeta tierra todo es finito. Desde hacen 7000 años a.C. la historia nos da cuenta de los sucesos ancestrales de los imperios de Mesopotamia, Grecia, Egipto, Roma, entre otros, que se erigieron vertical y horizontalmente, y finalmente quedaron en el camino, resueltos y de sólo admirable recordación. Claro es que en esas épocas no habían grupos de poder contestatarios, pues el centralismo sólo requería de esclavos, y tampoco existían derechos humanos ni aprecio por la dignidad humana. De suerte que esta susodicha referencia expansionista es sólo ilustrativa de como transcurre la naturaleza humana y de cómo eventualmente podría actuar en los tiempos futuros desafiando a la parábola “vino nuevo en odre viejo” según la cual, el modelo del recipiente antiguo se resquebraja.

Ahora último, en el año 1991 cuando se disolvió la Unión Soviética dando término al suspenso de la Guerra Fría y en que 11 países de la órbita comunista se acogieron a la Unión Europea, fue cuando se vio ampliado el mercado de consumo mundial con millones de personas sujetas a la ley de la libre oferta y la demanda, no conquistadas en los campos de batalla sino trasvasadas en movimiento horizontal. Es así como los líderes del neoliberalismo pudieron ampliar sus ámbitos de acción para vivir aún más seguros, ya que los recursos del consumo y de la comunicación ellos lo pueden hacer circular más rápido y liberados de la regulación estatal. Es que el sistema neoliberal beneficia sólo a los que más tienen, en la perspectiva de mantener su enlace con el poder político, y posponer las premisas de la democracia liberal.

Así posesionados, sus prácticas implican, para el entorno social mayoritario, inseguridad en los ingresos, riesgo en los precios, enlazamiento directo con la inversión extranjera, reducción en la tributación, cleptocracia, minusvalía del estado de derecho, pretensiones de favorecer el múltiple acceso al poder, la desfinanciación y el desmantelamiento de las entidades de protección social. Se supone que, ante estos cuestionamientos, para poder subsistir en lo futuro, deberán reinventarse. Y ser concesivos.

El profesor de Derecho Luigi Ferrajoli, en Roma, llama a levantar un constitucionalismo planetario, “una conciencia general de nuestro común destino que, por ello mismo, requiere también de un sistema común de garantías de nuestros derechos y nuestra pacífica y solidaria coexistencia” (en: La República del 26.3.2020). Es probable y harto necesario que también tanto los Estados como los neoliberalistas propongan la creación de nuevas ideas inclusivas, métodos y respuestas de mejora y seguridad en la sociedad, abrir oportunidades, porque la verdadera democracia es proporcionar alternativas para todos.

 

III. La peste del Covid-19

En este escenario dual y en ciernes aparece, coincidentemente, la peste del covid-19, de origen más reciente (diciembre de 2019) con un cargamento de destrucción y muerte que, si bien – según algunos analistas - podría jugar un factor de desglobalización de efectos positivos a posteriori, aunque por ahora debilita y estanca en alto grado la productividad y la producción, y afecta el sistema de comunicaciones y de la economía. Ha traído esta pandemia más miseria, precariedad, profundización de las desigualdades, cierto aliento al pre-existente terrorismo nacional e internacional y a los grandes movimientos migratorios.

Ante esta bipolaridad, de fuerza y contra fuerza socio-económicas, de seguir subsistiendo en el futuro la peste del covid-19 a escala global, creemos, como muchos teorizantes, que ella deberá ser resuelta necesariamente a escala también global, cual una cruzada solidaria y coordinada de los organismos internacionales con logística y técnicas avanzadas, además de los recursos de todos los países del orbe, habida cuenta que la peste del covid-19 es hija de la globalización con sus desajustes, y extinguirlo también importa y depende de ésta. La peste del covid-19 ha venido como un flagelo a nivel mundial como los efectos parecidos a los estragos de la guerra y el hambre colectivos han sido también los otros desastres que tanto han diezmado a la humanidad.

IV. Política Social y Seguridad Social

La Política Social, como parte de la tarea del Estado, es la encargada de garantizar la vigencia de los derechos humanos y promover el bienestar general, vale decir, la procuración del bien común de sus miembros. Tal misión, amplia y compleja, lo es en razón de la multiplicidad, variedad e intensidad de las diversas necesidades y percances que sufren las personas que lo integran. Más aún, si se tiene en cuenta que desde fines del año 2019, la Política Social de los países todos del orbe llevan sobre sus espaldas crujientes la señalada peste del covid-19, cuyas pérdidas en vidas humanas no se pueden aún contabilizar, y que en el Perú ha generado 2.2 millones de desempleados, ha hecho contraer el 11.10 % del PBI y ha gastado para tratar de combatirla solo en el 2020 la cantidad de 210 millones de Soles, y requerirá de la aplicación de más financiación en los años que vienen para su atenuación y/o erradicación. Algo similar hacen apresuradamente los demás países del mundo, los que también han cerrado sus fronteras, como si viviéramos en una especie de compartimentos-estancos infranqueables, no obstante que esta invisible pandemia ha capturado por entero a la aldea global por aire, mar y tierra, sin limitación geográfica alguna. Los 11.5 millones de contagios que registra Brasil a mediados de este mes de marzo, por ejemplo, no se contrae únicamente a los límites geográficos de dicho país, sino que remonta fronteras y representa una amenaza para nuestra región y el mundo.

La aldea global no ha dado respuesta unitaria para su abatimiento, como ya dijimos, en forma también global, como podría ser mediante un fondo de solidaridad de contribución voluntaria acopiado de los países desarrollados y de una parte de las ganancias obtenidas por los empresarios prósperos. El FMI ha recomendado un impuesto a la riqueza para ser implementado por los países, para cuando pase esta pandemia de efectos catastróficos. Ciertamente, esta peste viral nos ha desconcertado y ha puesto al descubierto, de improviso, tanto la fragilidad del género humano como la indiferencia de sus instituciones tutelares de protección, aletargadas como estaban en la improvisación y limitación de sus servicios. También ha encontrado a una familia que estaba caminando muy de prisa y cada vez más atomizada, obligándola al confinamiento y retorno al núcleo tradicional de la “familia rural” o re-encuentro en el seno de una vida de cohesión social más cálida; así como también el acceso a la modalidad de los estudios y del trabajo remoto, desde casa, en forma virtual. A nivel personal la peste del covid-19 ha traído el hábito de la higiene, la vida en el seno familiar inter-relacionado, el uso masivo de internet; y en el ámbito institucional ha confirmado el apoyo mancomunado de la Seguridad Social hacia la Política Social del Estado mediante la intervención de su potencial y logística técnicos.

De cara al futuro, se debería tener también en cuenta que ya la ONU ha previsto una hambruna global capaz de devastar a 300 mil personas por día, cuantitativamente más grave que la actual pandemia Covid-19, hambruna global que deberá ser confrontada por todos los medios con que cuenten la Política Social de los Estados y de la Seguridad Social, así como con la acción y los recursos significativos que proporcionen necesariamente los organismos internaciones, no solo a través de pautas generales a seguir y de datos estadísticos a posteriori, sino también convocando a la praxis mediante actividades de campo, planificadas y coordinadas holísticamente, como lo exigen los tiempos de desastres y catástrofes mundiales.

El sistema de Seguridad Social como ente para-estatal, constituye una plataforma dinámica especializada de servicios, destinada a tratar de dar solución a las contingencias y el bienestar a su colectivo asegurado, amenguando así la agobiada misión de la Política Social del Estado. Su data, como derecho fundamental de la persona humana, no viene de siglos atrás, ni de la época greco-romana cuya preocupación principal era la búsqueda de la razón externa, más que de la búsqueda interna de valores en la persona humana y su acción protectora, separados como estaban en clases sociales de cobre, plata y oro, básicamente de patricios, plebeyos y esclavos. Bismarck concibió el año 1881 un modelo de seguro de accidentes de trabajo que fue elemento de institución en diversos países, y en el año 1938 el Alcalde de Nueva Zelanda declaró establecido el primer sistema integral de Seguridad Social del mundo, a la cual los trabajadores ni los empleadores de ese país contribuyen, según informa la OIT. Terminada la segunda guerra mundial el 7 de diciembre de 1941, sobrevino la época de la industria febril del maquinismo - calificada por los analistas como capitalismo salvaje, corrupto y mercantilista - y con el fin además de canalizar la ola del comunismo, William Beveridge en el año 1942 elaboró un Plan de Bienestar Social (welfare state) para Inglaterra, sobre el modelo de una Seguridad Social Obligatoria destinada a la protección universal de la persona humana, en forma solidaria, desde la cuna hasta la tumba, modelo que cuajó y se difuminó también hacia las legislaciones de medio mundo como un derecho fundamental de las personas. En diciembre de 2000 fue proclamada la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, aprobada el 12 de diciembre de 2007, conteniendo como uno de los derechos básicos a la Seguridad Social y el respeto a la dignidad humana.

V. Conjunción y ayuda mutua

En el entendido de que nadie está exento de pobreza, enfermedad, angustia, accidente, soledad, dolor, etcétera, sobre todo en estos casos de tragedia mundial que representa la peste del Covid-19 y que los recursos gubernamentales son limitados y los servicios de la Política Social del Estado son por lo general lentos - y “empíricos” al decir de Jorge Basadre -, interviene en su apoyo el servicio de la Seguridad Social, entidad algo más flexible, con autonomía pero adjunta e integrante del marco socioeconómico del país, y por ende de la Política Social, inspirada en la premisa de brindar prestaciones oportunas y eficientes en base al espíritu de la solidaridad y protección, de connotación cálida y efectiva, con recursos de fuente contributiva, según el cual todos aportan y todos se benefician. Siendo necesario tener en cuenta que, en su génesis, la persona humana desde su concepción en el claustro materno viene siendo protegido, y tal sentido de protección lo lleva ínsito en su numen, en su genoma y en su ADN, y es por ello que en su devenir como ente activo busca instintivamente, como orientación natural de empatía, socializar y estar inmerso en algún conjunto homogéneo, cual un impulso instintivo gregario. La Seguridad Social hunde sus raíces en esa instintiva búsqueda de protección innata, la que es recogida como sabia nutriente de su institución, tratando de hacer concurrir mancomunadamente a los estamentos principales de la producción (Estado-empleador-trabajador) para amparar y tratar de alcanzar el anhelado Estado de Bienestar que implica salud, desarrollo y progreso sostenibles dentro de una nación. Acerca de este concepto productivo de asociación, la Madre Teresa lo resume así: “Puedo hacer lo que usted no puede, y usted puede lo que yo soy incapaz de hacer. Juntos podemos hacer grandes cosas”. Es en esta la virtud, que el pilar de la Seguridad Social de conjunción y ayuda mutua se erige como un derecho fundamental en cuanto implica redistribución de los ingresos del país y lleva a preservar y a afianzar la dignidad, así como a la cohesión y solidaridad nacional.

VI. El descompromiso social

El acuerdo de subsidiariedad de hubo a fines de los 60’ entre Margaret Thatcher y Ronald Reagan sobre el descompromiso social del Estado en los seguros sociales de los países europeos, con el propósito de establecer un Estado fuerte y regulador, y un individualismo de los asegurados quienes debían sufragar sus contingencias y prosperar por su propios medios, no fue receta para el Perú, y antes bien, produjo desconfianza y ajuste estructural en las prestaciones a los asegurados, privatización de buena parte de los servicios de salud y de pensiones, precariedad, y apertura de una mayor brecha entre la riqueza y la pobreza, una severa contracción de servicios en las contingencias de enfermedad, maternidad y pensiones, al dejar a la población asegurada - acostumbrada como estaba a acudir a sus institución de Seguridad Social - librados a la suerte del mercado libre de la oferta y la demanda, y a la deriva en un cúmulo de demandas personales y de respuestas ciegas durante más de cuatro décadas.

Bajo tal coyuntura, los responsables de la gestión de la Seguridad Social del país y de nuestra región no supieron suscitar la fraternidad y solidaridad suficientes entre las personas ni entre los pueblos, ni entre los Estados para afincar fuertemente a esta entidad en el rol de las sociedades organizadas que tienen el deber moral de destinar parte de sus recursos como contribución para proporcionar un adecuado nivel de consumo a los otros miembros de la colectividad que tienen una baja o muy baja capacidad contributiva, y a otros que no la tienen.

La decreciente soberanía fiscal del Estado-Nación como resultado de la mundialización, en el que nos encontramos inmersos, es aún uno los nuevos retos para los sistemas nacionales de protección y, por ende, de la Seguridad Social. Y luego, con la necesidad de que, por añadidura, nos sobrevendrá la hambruna de la que nos advierte la ONU, será otro reto que resolver, además del volumen omnipresente y masivo de los desempleados, subempleados e inocupados que quedará para entonces en cada país, obligarán a pensar en un necesario rediseño de la estructura de la Política Social y también de la Seguridad Social.

Se suponía también que luego de 1989 cuando cayó el muro de Berlín, y de 1991 cuando se disolvió la Unión Soviética, referidos en el apartado II, y la crisis financiera del año 2008 que desacreditó el modelo neoliberal, advendría una nueva época de rescate de los valores de la democracia liberal, mas no ha sido así, por cuya razón será necesario, de cara al futuro, repensar seriamente en sus raíces, a efecto de evitar que dicho modelo seductor del poder político continúen de la mano, ya que, como lo puntualiza el Premio Novel Friedrih Von Hakek, “El mercado no es natural, es un sistema controlado por un grupo determinado de personas que pueden crear desigualdad social” (Entrevista, en El Comercio del 3.11.2019).

Y ahora que los especialistas opinan que el neoliberalismo ha decepcionado y que todo cambiará luego de pasada esta etapa de desastre mundial, el Estado debería revisar significativamente los valores democráticos y sociales y volver a estar presente en la gestión institucional de la Seguridad Social, con su aporte real que justifique su legitimidad, y si fuese necesario mediante un impuesto a ciertos productos o con la adición del 1% al IGV, u otros mecanismos compatibles con la finalidad de protección y del Estado de Bienestar, tratando de conseguir la coherencia responsable de las clases sociales en el Perú con el aporte de quienes más tienen, demostrando la inversión del hecho doloroso, pero cierto, de lo que dice Angela Merkel: “Los ricos en América Latina no quieren pagar nada”.

Mas, si el Estado sigue alejado de dicha de solidaridad, iría contra el principio del tripartismo que promueve la OIT en sus convenios, recomendaciones y conferencias; y eventualmente la Seguridad Social se estaría convirtiendo en una asociación civil privativa, de sus verdaderos aportantes, típico de una entidad independiente, pudiendo llamar a la tercerización para la gestión de sus servicios sin perjuicio de hacer intervenir también a las cajas regionales, mutuales, municipios, a los microseguros y demás organizaciones civiles, con gastos mesurados y sin ánimo de lucro.

VII. El Perú

Dentro del contexto de la región latinoamericana cuya población se estima en 650 millones, la población total del Perú según el INEI es de 32,5 millones de personas, en estimación al año 2020, la cual eventualmente debería ser acogida por las instituciones de la Política Social del Estado. Sin embargo, teniendo en cuenta que el volumen mayor del 50% de la población no está inserta en las entidades de la Seguridad Social, por razones de pobreza, es razonable pensar que, debido además a las limitaciones, la formalidad y los diseños de los actos burocráticos de la Política Social del Estado, se producirá siempre el desborde inevitable de sus responsabilidades hacia los servicios de la Seguridad Social. Para ello, se debería fomentar intensamente los planes de los citados microseguros por lo menos para las prestaciones de reparto simple de enfermedad-maternidad dado que “el acceso a la asistencia sanitaria es una de las prioridades por excelencia de los trabajadores de la economía informal, sobre todo en los países con ingresos bajos” como lo señala la OIT en “Seguridad Social – Un Nuevo Consenso”, 2002, pág. 116.

El ramo de pensiones, por otro lado, requerirá de una reforma sustancial de la mixtura dispersa actual que desorienta y deja en la incertidumbre a los beneficiarios del país, poniéndolos para ello bajo la administración coordinada de sus correspondientes seguros ciertamente sociales, o también de los microseguros autorizados, dentro del esquema solidario de un adecuado sistema general de Seguridad Social organizado, que contemple claramente prestaciones económicas básicas, proporcionales y complementarias. La OIT dice al respecto, en Normas del Siglo XXI - Seguridad Social, 2002, pág. 12, que “al examinar la compatibilidad de un sistema privado de pensiones con el Convenio Nº 102, estimó que la coexistencia dentro del sistema de la Seguridad Social de dos regímenes, uno público y otro privado, no resulta en sí compatible con el Convenio…”.

VIII. Anexo

En el propósito de promover la esperanza para las personas de la región latinoamericana a través de la Seguridad Social, enlazadas en virtud del idioma y la expectativa de un ideal común de progreso, bajo un techo plural que respete la peculiaridad e idiosincrasia de cada país, la Organización Iberoamericana de Seguridad Social (OISS) a cargo del finado Dr. Carlos Martí Bufill esbozó hace algunos años un proyecto de Carta Social Latinoamericana, para recoger iniciativas y someterlo después a la aprobación de los gobiernos, y apoyar en la elaboración de las sendas leyes de bases, cuyos diseños forjarían la fisonomía mejor del derecho a un bienestar general en la región latinoamericana. El llamado que dicho documento contiene cobra vigencia en estos momentos de tragedia colectiva y de esperanza del retorno a la nueva normalidad democrática y de progreso social.

 

CARTA SOCIAL LATINOAMERICANA

I. Derechos humanos

De un tiempo a esta parte, como nunca antes, ocupan los Derechos Humanos un lugar preferente en la sociedad contemporánea y no cabe duda que seguirán cobrando vigencia en los días venideros. No es que no hayan hecho falta en tiempos pasados, sino que los Derechos Fundamentales del Hombre han estado subyacentes y es ahora cuando al parecer comienza a desplegarse en toda su magnitud a nivel mundial.

Las dos grandes guerras mundiales sacudieron 90 años a muchos países de Europa y con posterioridad a la segunda de ellas deja latente la amenaza de una guerra nuclear y la eventualidad de una terrible autodestrucción humana. El mundo de los valores, fines y razones históricas reacciona y descubre a partir de 1948 y sobre todo después del año 1989 que requiere de un manto protector ante tales perspectivas.

La aparición en la escena social de pueblos que, luego de haber sufrido siglos de sumisión, reclaman ahora su legítima presencia política en sus naciones y un puesto entre los organismos internacionales, ensanchan también los criterios de la realidad sociológica, política y jurídica, propia de la convivencia de personas humanas en sociedad. También concurren paralelamente otros factores a nivel global que, a más de requerir atención por sí solos, van a posponer las plataformas de protección y bienestar social de los países organizados, con estructuras de Derechos orientadas a tal finalidad, y que no pueden marginarse porque también tienen derecho a lo mismo, aún cuando no haya normas escritas respecto a ellos.

Así surge la tendencia a la globalización del mundo mediante la aparición de los grandes capitales, por una parte, y, por otra, al analfabetismo, la drogadicción, la falta de educación y vivienda, el incremento del desempleo y del subempleo, la delincuencia, el terrorismo, el crecimiento demográfico, la preocupación por la ecología, que también se han mundializado por efecto de la economía y su precariedad de redistribución.

La causa de este subdesarrollo, sobre todo en Latinoamérica, es no sólo de orden económico, sino también cultural, político y a veces, simplemente, de consideración humana, empero que se convierten en piezas de un mecanismo y engranaje gigantescos.

El neoliberalismo que fomenta la privatización, el libre juego de la oferta y la demanda, el individualismo y el poder del más fuerte sobre el débil; la violencia en sus diversas manifestaciones; la educación política; y el derecho internacional de los Derechos Humanos, son pues otras reflexiones acerca de este vasto mundo que sin duda nos tocará vivir en adelante, en cuanto constatamos, sobre todo, que – como reiteramos - a partir de la vigencia del artículo 103° de la Carta de las Naciones Unidas se hacen prevalecer y polarizar las obligaciones que ésta impone por sobre todo otro acto u otra convención que puedan concertar los estados miembros de dicha Organización Internacional.

 

II. Seguridad social

La transformación de la sociedad industrial en sociedad de desarrollo tecnológico ha significado la quiebra de los patrones tradicionales de las instituciones, singularmente aquí, en América Latina, que se encuentra sacudida por cambios profundos de orden estructural y democrático. En la última década, la presencia del nuevo liberalismo ha acentuado la transformación de los servicios de la Seguridad Social, agravada con el descompromiso social de Estado y, consiguientemente, de las instituciones que tienen a su cargo de la gestión de dichos servicios.

No se pueden predecir ni mensurar aun los cambios que se producirán en dichos servicios, en orden a restablecerlos en procura del bienestar y de la protección social, en vista de que el concepto y la significación misma de la Seguridad Social, al parecer, se encuentran en proceso de transición y transformación.

El factor más decisivo que causa esta etapa de larga transmisión es la generada por la profunda crisis económica mundial que aún estamos viviendo, y que durará todavía buen tiempo, según dan cuenta los especialistas en la materia; pero los escenarios cada vez más agudos de la pobreza, de la pobreza extrema, el hambre y el índice de morbilidad y de mortalidad, constituyen flagelos diarios en las mesas de, por lo menos, un 60% de la población Latinoamericano. Este drama permanente cuya solución no se vislumbra a corto plazo sin lugar a duda dejará graves secuelas y la protección y el bienestar social, que son los objetivos de la Seguridad Social, en América Latina se sienten alejados, no obstante constituir legítimas aspiraciones humanas. El estadio de cierta comodidad y bienestar material, en este interregno, se le intuye como una especie de hedonismo social, el cual nuca ha sido fuente enriquecedora de la vida humana, como en verdad lo ha sido, por el contrario, el sufrimiento y el drama crucial y profundo de los hombres. De estos últimos ha surgido casi siempre las historias protagónicas y más conmovedoras y harán surgir también, sin duda, los impulsos imprevistos de superación y desarrollo humanos, en sus más diversas direcciones.

De este modo, la universalidad de su desplazamiento y la solidaridad que es su base insustituible se encuentran postergadas o aquietadas. La solidaridad social, que es la esencia de la Seguridad Social, no ha dejado de ser, aún desde los inicios de la vida humana, la fuerza motriz en que se apoya toda persona en su vida diaria, de ayuda mutua y de manos cálidas y entrelazadas de los seres vivientes, en procura de la solución de sus problemas y el desarrollo de nuevas instituciones tutelares. Por ello es que la Seguridad Social seguirá encontrando en el espíritu solidario de la gente su más rico bastión y su más fuerte compromiso para el retorno generalizado en la concepción y diseño de las nuevas vertientes de protección social y, tal vez, de nuevas instituciones que enmarquen nuevos contenidos de amor a todos los miembros de la comunidad Latinoamericana. Ello será obra de los espíritus renovados en cuanto puedan encontrar repuesta de los planificadores sociales, y de las entidades destinadas a su forjación, como son las universidades, las asociaciones civiles y cuantas entidades se encuentren preocupadas y de cara al futuro.

 III. Política social

La Política Social entendida como actividad que realiza el Poder Público en pro de bien común, confunde la articulación de sus raíces y concepciones con los de la Seguridad Social, en cuanto ambas procuran lograr el bienestar general de la población, si bien, claramente aceptado, el rol de la Seguridad Social no pasa de ser el instrumento más poderoso de la Política Social del Estado, como se vislumbró en el Programa de Otawa.

Teniendo en cuenta que el Estado ha proclamado últimamente, con ocasión del neo liberalismo, su descompromiso social, a partir de un aparato más pequeño pero más fuerte, más dinámico y menos burocrático, seguirá teniendo – aún allí – a la sociedad humana en su conjunto como sujeto de gravitación y de su propia razón de existir. Porque su contenido u objeto es la defensa de los sectores de la población en inferioridad por su situación social o económica, la protección sanitaria y económica del población, la regulación demográfica, el fomento y la mejora de la vivienda personal, la difusión del acceso a la propiedad, el aseguramiento de una cultura popular gratuita, la prevención de siniestros e infortunios en todas la actividades colectivas, un sistema de buenos seguros sociales contra todas las contingencias personales, en otros. Estos objetivos que surgen preñados de solidaridad, en busca de su fin último, que es la paz social, dejan ver con claridad meridiana que la Política Social y la Seguridad Social siguen siendo articuladas por el Estado, aún cuando cada cual lo verifique con los medios o instrumentos propios destinados a la consecución de una misma finalidad.

 

Ello aún concediendo que la Política Social de estos tiempos orienta sus acciones a través de los sistemas del liberalismo que conduce al mercado libre de la oferta y la demanda, y al individualismo que pueda coincidir eventualmente con la egolatría y el autismo, en tanto que la Seguridad Social se nutre de la sabia proveniente de la sociedad concebida bajo el principio de que los bienes de la creación están destinados a todos.

IV. Solidaridad

Sin embargo, a pesar de los portentosos avances logrados en los campos de la ciencia, de la tecnología y de la comunicación, la Política Social aún no ha podido sentar las bases de la igualdad social, la solidaridad humana, ni el desarrollo sostenido, ni mucho menos solucionar los tremendos problemas que la afligen, que hemos señalado al tratar el tema de los Derechos Humanos. Es que la disponibilidad de los recursos naturales y financieros por sí solos son ineficientes para conseguir la solidaridad social, el crecimiento de los pueblos, evitar las migraciones perennes y combatir la aparición de enfermedades nuevas y la reaparición de otras que se suponían ya superadas.

La solidaridad social es por eso necesaria para conseguir la equidad humana, de suerte que no puede seguir siendo tratada como un elemento adversativo. Para ello es preciso reconocernos todos como seres humanos, de modo que quienes tienen más recursos los compartan responsablemente con los demás, y no dejar que se practique únicamente la solidaridad de los pobres entre sí, quienes rechazan la idea de presentar sus carencias ante la ineficacia o la corrupción de Poder Político y evitar su derivación en violencia. El mismo precepto se aplica, por analogía, en las relaciones internacionales, pues la interdependencia debe convertirse en solidaridad, había cuenta que los bienes de la Creación están destinados a todos y, en consecuencia, lo que la industria humana produce elaborando las materias primas, con la aportación del trabajo, debería servir igualmente al bien de todos.

La solidaridad, dice la doctrina Social de la Iglesia, nos ayuda a ver al otro – persona, pueblo, nación — no como un instrumento cualquiera para explotar a poco costo su capacidad de trabajo y resistencia física, y abandonarlo cuando ya no sirve, sino como un semejante nuestro, una ayuda; para excluir de esta manera la explotación, la opresión y la anulación de los demás. El desarrollo - según la conocida expresión de la Encíclica de Pablo VI - es el nuevo nombre de la paz, de manera que la solidaridad que vislumbramos es un camino hacia la paz y hacia el desarrollo. Por eso, si bien el tema de Pío XII era (opus institiae pax) la paz como fruto de la Justicia, hoy podría decirse (opus solidaritates pax) la paz como fruto de la solidaridad. De esta manera – reitera — que el objetivo de la paz, tan deseado por todos, sólo se alcanzará con la realización de la Justicia Social e Internacional, y además con la práctica de las virtudes que favorecen la convivencia, y nos enseña a vivir unidos, compartiendo sufrimientos y alegrías, para construir juntos, dando y recibiendo, una sociedad y un mundo mejor.

V. El trabajo

La relevación del género humano, a partir de la dignidad del hombre, hay que buscarla en el vasto contexto de esa realidad que es el trabajo, que exige una renovada atención, cada día, a una nueva especialización. No obstante, esta mutabilidad y renovación constantes no favorecen un crecimiento menos rápido del bienestar material y social en los países del área Latinoamericana, debido a su desgaste institucional a nivel global.

A su vez, sabido es que el trabajo humano tiene un valor ético, cuyas fuentes hay que ubicarlas mayormente en su dimensión subjetiva y no en su dimensión objetiva, en la convicción que tenemos de la prioridad del trabajo humano sobre lo que significa y ha significado en el transcurso del tiempo el capital, entre cuyos factores no debe existir antinomia, sino la significación eminente del valor humano.

Es verdad que desde el año 1945 la electrónica y luego los microprocesadores han convulsionado la producción y las informaciones, desplazando a la mano de obra tradicional, dando lugar a los serios problemas del desempleo, subempleo, esto es, a una desocupación calificada como masiva.

También se advierte lo que se ha dado en llamar la brecha creciente que hay entre el Norte desarrollado y el Sur en vías de desarrollo, cada vez más compleja, debido a que ha comprometido las materias de otras áreas del tejido social y ha asumido a la vez una dimensión mundial. También se abren dentro de la propia unidad del género humano los denominados Primer Mundo, Segundo Mundo, Tercer Mundo y Cuarto Mundo, en segmentos cuarteados y con abismos de distancia entre unos y otros, en sustitución de los bloques Este y Oeste.

Paralelamente, sin embargo, se viene fomentando la búsqueda del desarrollo armónico de los mercados de trabajo, la integración subregional y al mismo tiempo la integración regional, con un criterio de unión y de fortalecimiento vital de sus miembros, porque de otro modo – reproduciendo el Evangelio (Mt. 16,26) – podríamos decir: ”de qué le servirá al hombre parcelar y ganar el mundo entero, si arruina su vida?”.

VI. La empresa

La empresa latinoamericana, heredera de una tradición no siempre nacionalista, se siente movida entre los estamentos de sociedades tradicionales y el poderoso capital transnacional. Su desarrollo, per se, entonces es limitado. La encontramos ahora último, por fuerza del neoliberalismo y la desregulación laboral, distribuida en microempresa, pequeña, mediana y gran empresa, con tales ansias de emprendimiento personal de las tres primeras, más que de estudios de administración, finanzas, economía, ni de ciencias sociales. Es que a diferencia de lo que ocurrió siempre en otras latitudes, a los latinoamericanos no les dijeron en su infancia que tenían que ser empresarios, arraigados como estaban mentalmente a un trabajo asalariado y a una noción de dependencia.

La imagen que generalmente proporcionaba la empresa de clases dominante de la región se ha modificado en los últimos quince o veinte años con el advenimiento de la democracia, el proceso de globalización, el gran consenso de la lucha por el progreso, reposicionando el valor de la equidad, la lucha por el mercado, y otras variables que van configurando un entorno en el cual los empresarios asumen un compromiso de superior valor y que trasciende en mucho el nuevo propósito de lucro.

Se destacan por eso las virtudes de innovación y diversificación o reconversión, en base al atributo de la flexibilidad de sus concepciones, que les permite luchar contra situaciones imprevistas, contingencias e imponderables, que son cualidades esenciales en un entorno tan cambiante como el que vivimos. En menor proporción se advierte su desplazamiento y competición en el extranjero, aparentando la visión tradicional de un empresario pasivo y seguidor, cuando, en verdad, quizás con más dotación de recursos y conocimientos, podamos apreciarla con una gran capacidad emprendedora, creativa e innovadora.

Requiere el empresario de esta latitud, por otra parte, mayor entendimiento con los trabajadores para lograr una mayor productividad de cada cual y un compromiso fortalecedor de los mismos con los fines de la empresa, en un medio democrático y de mayor aceptación de la ciudadanía que es, al fin y al cabo, a quienes se deben.

Es que el desarrollo económico y la empresa han de estar inmersos en un sistema político democrático, que es el medio más adecuado para la libre competencia, la imaginación creadora y la seguridad jurídica. La prueba está en que los países ricos con desarrollo empresarial son los más democráticos y que, por el contrario, países con gobiernos autoritarios y coyunturalmente con etapas de un rápido crecimiento hoy se debaten en crisis profundas, viéndose obligados a abandonar el dirigismo, el proteccionismo y el excesivo control estatal.



[1] Laborem 24, 2021.